domingo, 18 de diciembre de 2011

JORNADA I: LA CIUDAD DEL RÍO DE LOS COCODRILOS (1)


A las tres de la madrugada del 1 de diciembre ¿o es el dos?, las calles de Bamako aparecen sorprendentemente desiertas. La ciudad -se trata de la capital africana que crece más deprisa y eso se nota en el caos de quioscos, cobertizos, chabolas y edificios a medio terminar que bordean la ruta- parece agazaparse en la perenne polvareda que la cubre, incluso en su nocturnidad apenas iluminada, a la espera de las primeras luces, antes de sumergirse en la vorágine diurna, en la búsqueda, a veces desesperada, del pan cotidiano. Pese a que la actividad debe haber cesado hace ya más de tres horas, la polvareda levantada por la agitación comercial de la jornada precedente parece que nunca termina de asentarse. Suspendido en la calma chicha y cálida de la madrugada, nos inunda el olor a leña recién quemada, que cada atardecer y cada madrugada, nos acompañará a lo largo de nuestro intenso periplo de ida y vuelta  hasta Bandiagara. En el centro geográfico del país, ya en la frontera con el desierto, en la frontera con las dunas donde, presuntamente, habitan los bárbaros, bordeando los límites de nuestra supuesta imprudencia que, con tanta cordura, no estamos dispuestos a traspasar. Más allá, la legendaria Tombuctú, la de los 333 santos, existe, pero nosotros no la veremos.

Cruzamos uno de los tres puentes sobre el soberbio Níger. Incluso en estas horas de sinuosa somnolencia, su majestuosidad, subrayada por su anchura, aporta un poco de calma al pequeño rifirrafe que hemos sostenido a pecho descubierto con un aduanero –viejo conocido de visitas anteriores: mismo despacho, misma amabilidad, idéntica dejadez- para convencerle de que ni somos turistas del montón, ni estamos para poner nuestro granito de arena en la opacidad salarial de ninguna misteriosa fuerza gubernamental y aeroportuaria. Ha retenido la maleta de Narcisse, posiblemente porque le parecía, a ojo de buen cubero, de excelente aduanero, quiero decir, la más sólida y pesada. ¡Cáspita!, que diría Tintín, que buen ojo tiene, ha acertado de pleno con el embutido zamorano.

Tras un intercambio banal sobre de dónde venimos (se trata del único vuelo a esta hora, pregunta irrelevante) y a dónde vamos, le tocamos la vena sentimental con el motivo del viaje, tan real –nous sommes en mission humanitaire- como ladino (“traemos material escolar, pero no abra el equipaje, por favor”, evidentemente esta segunda parte queda sin traducción) conseguimos a duras penas que no nos esquilme el irreemplazable salchichón de Benavente y se conforme con un par de bolsitas de frutos secos de Mercadona. Nueces de California. Justo a tiempo. Estábamos a punto –como solución desesperada- de citarle algún precepto coránico sobre la prohibición de comer cochino. No ha sido necesario.

Pese a todo, no queda del todo satisfecho: “¿No podrían darme 10 euros?”. Indolencia hasta para solicitar este modesto impuesto revolucionario. Sin darle tiempo a que haga más preguntas, le aseguramos que el dinero, apelando a las costumbres étnicas del macho hispano, lo llevan las señoras, en este caso preciso Hellène, y ellas están lejos, muy lejos, al otro lado de la cinta.  Esto es, cierto, una mentirijilla piadosa, pero nos concede el tiempo suficiente para echar mano a la maleta, antes de que reflexione sobre las extrañas costumbres tribales de Hispania, y salir con paso decidido, como si nada hubiera pasado, hasta la calle.  Estamos salvados. Nos rescata el Père Emilio, salesiano, burgalés de pro, paisano de un viejo conocido mío, Domingo de Guzmán, de un pueblo tan bonito como su nombre, Araúzo de Miel. Pero esto es otra historia.

Tras la siestecica reparadora, ¡vaya horas!, al alba, en la acogedora casa de los salesianos, barrio de Nyarelá, dejado de la mano de Dios o de Alá, nos disponemos a explorar la ciudad. A estas horas, nueve de la mañana, las calles tienen tanta actividad que es difícil plantar la vista en un punto fijo. Todo es ebullición. Elegantísimas damas con deslumbrantes atuendos, niños harapientos, taxis que tuvieron una mejor mecánica, escolares camino de la escuela con camisetas desteñidas del Barça, del Madrid y de Obama, vendedores ambulantes, y vendedoras, claro, de plátanos locales y maletas indonesias, ruidosas motos chinas con tubos de escape ennegrecidos, bicicletas que en el siglo pasado fueron nuevas, peatones zigzagueando a través de la aparente confusión.  Y el polvo suspendido, siempre el polvo. Moléculas, corpúsculos, partículas por encima de la inenarrable anarquía del tráfico y los puestos de venta que ocupan cada metro de calle. Bamako, llamada en bambara, la lengua local, “río de cocodrilos” se ha convertido en un inmenso zoco donde todo tipo de mercancía parece estar a la venta. Y a la compra.

Decidimos navegar de lleno en este tohu babohu de Bamako, en el caos, visiblemente informe, de una ciudad donde apenas hay viejos. No es de extrañar. La esperanza de vida en el país no supera los 45 años y, según apunta Ramonet, nuestro insigne plumilla vienés, el grado de riqueza, más bien de pobreza, en alguna aséptica clasificación de la ONU, el Banco Mundial, el IMF, la CIA  o lo que sea, se sitúa, por lo que concierne al PIB, en el puesto 207 sobre un total de 228, a la misma altura que la miseria de Haití. No puede decirse que sus vecinos puedan arrimar el hombro, hasta el 228, salvo Afganistán, todos son países africanos.


Para someramente entender algo de lo que una fría estadística puede reflejar en el espejo de la vida de cada día, nada mejor que dejarse caer por el Marché Medina. Más que un mercado es, bromeamos, un polígono industrial. A su manera. Del medioevo, más bien. Situado al pié de las colinas que bordean la capital por el norte, en una de ellas se asienta el palacio presidencial y a sus pies el, parcialmente desvencijado, Estadio Nacional. Si en la ciudad la actividad es incesante, aquí es de vértigo. Centenas de talleres, básicamente chapas sostenidas con medios irrisibles, sirven de refugio a grupos de cuatro o cinco personas que trabajan todo tipo de metales, la mayoría de reciclaje, con utensilios no muy diferentes de los usados en la prehistoria. Todo se hace por la fuerza bruta, generalmente mazazos en frío, ocasionalmente combinados con el calentamiento de algunas piezas en diminutas fraguas excavadas en el suelo, alimentadas por pequeños fuelles movidos con un pedal de bicicleta. En un rincón, cualquiera sabe de dónde habrá salido, una antigualla de martillo hidraúlico  golpea la chapa con un ruido rítmicamente ensordecedor. Será el único signo de modesta modernidad que encontraremos durante el recorrido.

Todo sirve para moldear, cortar, recortar, dar forma. Nada por aquí, nada por allá, y aparecen espumaderas, regaderas, carretillas, sartenes, ollas. Todo parece de utilidad para extraer el producto final. Carcasas de automóviles desguazados, trozos de raíles o raíles enteros, bidones de gasoil y un largo etcétera de material reciclable va siendo deglutido en las pequeñas fraguas impulsadas con el pié o una manivela. Y esto es la parte sofisticada. El resto se moldea a martillazos, generalmente sincopados entre dos trabajadores que se alternan para golpear el mismo centímetro de metal hasta generar la curvatura precisa que da forma a la reja del arado, su esteva y su timón.

En la parte superior, ya cerca del acantilado, en un terreno impracticable, los forjadores se aplican a unos moldes donde vierten aluminio fundido, siempre reciclado, para amasar cazuelas, teteras, pucheros, ollas. Y un poco más arriba, entre el barrio de los obreros y la pared vertical de la colina, decenas de adolescentes mantienen un ajetreo constante alrededor de hogueras, de las que sale un humo negro como la tizna, nada recomendable para los pulmones, ocupados en fundir todo lo fundible. Si hay una imagen dantesca de actividad febril, ésta es. Todos son hombres, generalmente muy jóvenes, los niños no escasean. Algunas mujeres, pocas, aparecen diseminadas aquí y allá para servir comidas en precarios puestos de restauración. La impresión de haber caído en medio de un infierno no puede ser más real.

Empieza a apretar el calor, la humareda de las fraguas serpentea hacia el cielo azulado, los trabajadores, tan fuertes como sudorosos, bullen inmersos en un castigo eterno, golpean incesante, inacabablemente el metal.  Nuestra visita tiene algo de obsceno, sofisticadas cámaras en mano, deportivos recién comprados, mochilas impolutas, mientras sorteamos barracones y desagües hasta retomar la calzada principal. Me pregunto si durante la noche se oirá también el persistente fragor del metal golpeando contra el metal. Cuando salimos fuera y fuera es el ensordecedor embrollo del mercado de verduras, parece que salimos del túnel del tiempo, como si viéramos la luz, tras una hora escasa en el infierno. Comparado con el Marché Medina, la Bamako cotidiana es un pacífico purgatorio.

Un paso rápido por el mercado de artesanía, cerca de la gran mezquita, donde los turistas brillan por su ausencia, el turismo ha sido la víctima principal de los secuestros en el norte, nos parece un oasis de tranquilidad. El paraíso. La casa salesiana del Centre Père Michel un remanso de paz. Con el P. Emilio discutimos los planes para los próximos días. Cauto sobre la situación, aparentemente complicada por encima de Mopti y Sevaré, ha solicitado mediante una carta muy ceremoniosa, la protección de las autoridades locales para estos insignificantes cooperantes de la Fundación Polaris World. Nosotros, por otro lado, hemos decidido hacer caso omiso de las recomendaciones de embajadas y consulados. Aunque Isabelle, como buena francesa parisina y, por tanto, centralista, tendrá un momento de duda sobre si no será mejor entrar en contacto con la legación de Sarkozy. ¡Todos somos Carla, Nicolas!.

Los españoles somos más dados a la anarquía. Consideramos que los diplomáticos son pájaros de mal agüero, salvada sea la Alianza de Civilizaciones. Por nuestro trabajo profesional y nuestra vida de humildes expatriados tenemos sobrada experiencia de su cómoda tendencia para cubrirse las espaldas con el mínimo esfuerzo posible. Si con una vacuna valdría, mejor recomendar una docena, si a dos mil kilómetros actúan asaltacaminos, mejor que no se vaya más allá de los treinta. Son los reyes del por si acaso. Seguramente resulta más cómodo enviar un comunicado alarmante a los medios que dedicar un par de días (¡uy, con estas carreteras tan desastrosas!) a estar sobre el terreno donde, con toda seguridad, hubieran percibido que las informaciones alarmistas han acabado por aniquilar el turismo. Ojo al dato, se dice que el 50% de la población vive de ello.

No obstante, tenemos nuestras dudas de si haber movilizado al director general de la policía maliense ha sido la mejor idea. Seguro que a estas alturas, hasta en la sede central de Al Qaeda, si es que la tiene, deben de conocer al pié de la letra nuestro itinerario. ¡Allá ellos! Alea iacta est, que decía el otro. Nuestro Rubicón fue el día que compramos el billete de venida (esperemos que también el de vuelta). Y eso fue a finales de agosto, hace ya más de tres meses.  

Por la tarde, junto con el Père Emilio nos vamos hasta la granja de Moribabougou, a unos treinta kilómetros de la capital, donde la Fundación, en el año 2006, financió equipamiento agrícola por valor de 23.635,77 euros. Este año, gracias al ayuntamiento de Cartagena, la Fundación Polaris World les ha donado un reluciente tractor, mimado durante años por las olas del Mediterráneo, mientras limpiaba las playas en La Manga. Terminará sus días en esta linda curva del Níger que bordea los terrenos de la granja experimental. La finca se usa como terreno de prácticas para los alumnos de formación profesional agrícola del colegio de los salesianos en Bamako. En la actualidad, para un mejor mantenimiento de la misma, se la han alquilado a una familia camerunesa que se encarga de la explotación de aves de corral.

Los terrenos, salvo una porción más fértil, la más cercana al río, no dan para mucho, pero como terreno para aprender a regar, arar y gradear, resultan muy adecuados para las prácticas agrícolas de los alumnos. El Ebro, impecable tras la puesta a punto en el Colegio Salesiano de Cartagena, tiene una larga vida por delante, aunque no lo acaricie la brisa del Mediterráneo. En una parte incultivable, Antenne France ha montado seis piscinas de espirulina, una alga que se anuncia como el futuro de la alimentación en África. ¡Que así sea porque falta hace!. El P. Pelipe, de la comunidad salesiana de Bamako, ay que lejos queda Santa María del Páramo, ha dispuesto 40 colmenas a donde las abejas, inmunes a las calorinas tropicales, se espera que acudan a los paneles de rica miel. En lugar de sabor a tomillo y romero, el entusiasmado apicultor podrá proclamar a los cuatro vientos una miel con matices de mango y papaya. Pas mal.

Hemos venido acompañados de Antonio y Jose María, de Red Solidaria, tan sevillanos como su simpático acento, que realizan una tarea extraordinaria con la informática. Es, como si dijéramos, un nivel superior de cooperación. La Fundación Polaris les ha transportado junto con el tractor, la cuarentena de bicicletas, también del ayuntamiento de Cartagena, y varios centenares de libros del Lycee Francés de Murcia, el material informático que ellos se encargan de instalar. Pensaban llevarlos a Nara, una ciudad cercana con la frontera mauritana. Por problemas de seguridad en la zona pasarán toda la semana en Bamako montando los equipos antes de que la ONG con la que trabajan, Formación Sin Fronteras, los traslade a su destino. Maravillas de la modernidad, buen momento para recordar el antediluviano Marché Medina de la mañana, la gestión y mantenimiento de los equipos podrán hacerla desde la sombra de la Giralda.


Anochece. Como siempre la puesta de sol africana es deslumbrante en su penumbra acelerada. Incluso en la encrucijada de caminos, donde en un desvencijado tenderete, pero tiene una nevera y funciona, tomamos un refresco para concluir la jornada. Con el atardecer, parece que el tránsito de la carretera y el ir y venir de vendedores entra en una fase de menguado apaciguamiento. Se alargan las sombras de la noche. Regresamos a Bamako. El avión nos espera a las seis de la mañana, así que mejor descansar cuanto antes. Para los novatos, la colocación de la mosquitera es un rito sagrado que se realiza con extremado cuidado. En Ciencias Naturales nos metieron el miedo en el cuerpo con la mosca tsé-tsé. Aunque en la duermevela, fuera todavía se agita la ciudad del río de los cocodrilos, una vez y otra retumba el fragor perenne de los martillos golpeando la chapa en Marché Medina.


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(1) Relato del viaje de la Fundación Polaris World a Mali para visitar los proyectos realizados o en proceso de realización en el país