domingo, 15 de abril de 2012

JORNADA V: AGUA EN BAJO, AGUA EN ALTO (2 de 2)


A la entrada de Douna Pen, nuestra siguiente etapa, a donde llegamos tras dejar atrás las nieves y a Nicolás en la escuela de Patin, divisamos un gran poblado de la etnia trashumante peulh, los pastores nómadas que siguen rutas milenarias a la búsqueda de pastos para su ganado, a través de media docena de países, y el doble de fronteras, del África subsahariana. Pastos y agua, ambos cada vez más escasos frente al desierto que avanza inexorable, ampliando de generación en generación su frente inmisericorde de sequía y destrucción. Los peulhs se establecen por pequeñas temporadas, hasta que el agua o los pastos se agotan en la comarca, en chozas, de forma cónica, construidas con cañas que desmantelan y transportan cada vez que se desplazan. En la época de sequía hacia el sur, cuando llueve hacia el norte, hasta las zonas pantanosas del Níger inundado.

Claramente distinguibles por su fisonomía, especialmente los rostros de las mujeres, suelen ser bastante más altos y longilíneos que los dogones. Algo tendrán que ver las extremadas condiciones de vida que llevan, con su peregrinación de por vida, siempre con la casa a cuestas. En las aldeas donde se establecen, aunque sea temporalmente, bien que con el paso del tiempo también algunos se hayan tornado sedentarios, viven en barrios separados del resto de los habitantes. En sus desplazamientos a la búsqueda de agua, los conflictos con las poblaciones sedentarias son frecuentes. Salvando las distancias, su profesión y la historia, de alguna manera y, para entendernos rápido, podríamos compararlos con los gitanos de otras épocas que iban de pueblo en pueblo como quincalleros. En cualquier caso, tienen una historia fascinante que, según algunos antropólogos, los más discutidos, eso sí, se remontaría, nada más y nada menos, a pueblos indoeuropeos (¡anda, como los gitanos!), mesopotámicos o al Egipto faraónico.

En la recepción de Douna Pen, multitudinaria en jóvenes y abundantísima en polvo, como a un par de kilómetros del proyecto financiado por la Fundación Polaris, no advertimos a ningún peulh. De hecho, raramente se les ve junto con los dogones, salvo en los mercados, aunque sí encontraremos un representante entre los dignatarios del ayuntamiento, durante el almuerzo oficial, dentro de un par de horas. Caminamos entre la algarabía del pueblo, a lo largo de las calles extremadamente polvorientas, bordeadas de casas de adobe y tapiales. Una caminata, que sin la protección de los vehículos, resulta asfixiante por el polvo que nos vemos obligados a tragar. Salvo Ramonet que aprovechando su privilegio de fotógrafo oficioso se las arregla para ponerse al frente de la procesión y así respirar hondo el aire de la estepa reseca que nos acoge. Los niños de la escuela se han vestido de gala. Todos portan con orgullo, y no dejan de señalarlo una y otra vez, unas mochilas azules con las siglas de UNICEF mientras se arremolinan al paso de Narcisse, el presidente de la Fundación, a su vez rodeado de músicos y autoridades locales. Y como el resto, con el polvo en la glotis sino más dentro.

Douna Pen, por una vez el significado del nombre en dogón soslaya las fantásticas tradiciones orales de asignación de los nombres a las aldeas, recurre a términos más banales, similares a las denominaciones de los pueblos castellanos: “tal y tal de arriba o de abajo, cual y cual del llano o del valle”. En este caso Pen es, simplemente, nada de mitología, “viejo”, lo que implica que hay un Douna (Bulto, como en carga) más nuevo. Douna Pen es un poblado relativamente popular, mencionado con frecuencia -aunque para llegar hace falta bien saber cómo- en ciertas guías turísticas porque, sí, aquí, en medio de la estepa sahariana, más reseca que el alma de Judas, que dicen en mi pueblo, rodeados de la nada por todas partes, el Níger está a centenas de kilómetros, hay caimanes. En unas charcas que, en época de lluvias rebosan de agua pero que ahora, mediados de diciembre, dos meses o tres, tras haber desaparecido las nubes, comienzan a menguar. Dentro de unas semanas, cuando las charcas estén completamente agotadas, los caimanes buscarán refugio en la sombra –es un decir- de las  casas o se resguardarán al frescor –otro decir- bajo los graneros ligeramente levantados del suelo. Hasta que vuelva a llover, principios de junio, y regresen a su hábitat natural.

La única razón de la supervivencia de este centenar largo de caimanes se basa en que son considerados animales totémicos, protectores de clanes locales, aunque otras versiones les atribuyen virtudes portadoras del espíritu de los ancestros. Mal que bien, pese a la sequía, sobreviven en este medio inhóspito. Desde la orilla de la charca les observamos con cierta precaución, totémicos o no, tienen unos colmillos terroríficos. Media docena han salido a tomar el sol, inmisericorde a esta hora, mientras vemos otros cuantos, semiescondidos en el agua, al acecho de cualquier movimiento en las aguas empantanadas. Los niños del poblado, acostumbrados a su presencia, aunque siempre con respeto y guardando las distancias (seguro que habrá habido más de un accidente), se aproximan hasta una decena de metros. Uno lanza un pajarillo muerto que estaba atrapado en un espino y las fauces de uno de estos monstruos devora el insignificante aperitivo.

El proyecto desarrollado y ejecutado por la FundaciónPolaris World en Bulto el Viejo, a través de la parroquia de Barapireli y nuestro amigo grandullón, el padre Jean Bello ha sido muy atípico. Por primera vez, tratándose de agua, no ha sido extraerlo de un pozo sino elevarlo hacia lo alto, mediante un depósito. El proceso ha sido relativamente complejo y costoso (34.755 euros, habiendo puesto los lugareños otros 3.000 más) puesto que el depósito, con capacidad para 20.000 litros, ha tenido que ser construido en Bamako, a 1.000 kilómetros de distancia. Esto significa que el transporte desde la capital hasta este rincón perdido del Sáhara, ha constituido toda una odisea, especialmente los últimos 100 kilómetros a través de las pistas arenosas. De todos modos, la obra ha sido concluida con éxito como podemos observar nosotros cuando, tras dar vuelta a la última esquina del pueblo, vemos el logotipo de la Fundación campeando, bien alto, en un lateral del tanque de agua.

De forma dramática, los 8.000 habitantes de Douna Pen han tenido el agua, como quien dice, al alcance de la mano durante unos cuantos años. Sin que por desgracia pudieran explotarla. Exactamente desde que otro organismo hizo un pozo artesiano con 75 metros de profundidad. 

Desafortunadamente, el agua no tenía la suficiente presión para salir a la superficie; como tampoco disponían de bomba el agua estaba bien cerca, pero es como si no existiera. La financiación de Polaris World ha servido, aparte de para el depósito, para instalar una bomba movida por energía solar –otro tipo de bomba, por falta de combustible sería impensable en estas latitudes- que extrae el agua de las profundidades y lo eleva al depósito. Desde allí, el agua por una serie de cañerías se distribuye a varios puntos de agua en el poblado. La terminación, a primera vista es modélica. Bien reluciente, algo nada extraño por lo demás, bajo este sol abrasador. La valla impecablemente construida para proteger las instalaciones de animales salvajes, incluso una caseta para el guarda que durante la noche vela para que no haya intrusos. Las placas solares reverberan la apabullante luminosidad del Sáhara. A un lado Bulto el Viejo, con sus casas de adobe y al otro la sabana esteparia. Todo perfecto.

¿Todo perfecto? Tras las rutinarias palabras de bienvenida, aunque por ello no menos agradecidas, el P. Jean Bello toma la palabra y lanza una filípica impresionante a los habitantes que le miran cariacontecidos, con la cabeza gacha, claramente avergonzados por la invectiva de Jean Bello. Presuntamente, una parte del consejo municipal está enfrentada a la otra en torno a la utilización del preciado elemento por el cobro de una comisión, presuntamente para el mantenimiento de las instalaciones. Aunque por las sinuosas indirectas del buen sacerdote no queda claro si los cobros tendrán otros fines más venales (para algunos). Más importante aún, dí que sí, estamos contigo grandullón, “la Fundación Polaris no ha financiado este proyecto únicamente para todos los habitantes de Douna Pen, sino para todos los que pasen por aquí y necesiten agua, y cuando digo todos, quiero decir todos”, asevera.

Entendemos que es una clara referencia a los pastores peulh, así como a los pobladores de las aldeas colindantes que, presuntamente, son discriminados. Nuestro potencial pivot de la NBA, si no se hubiera consagrado a su vocación sacerdotal, va más allá y no se muerde la lengua, como si nos hubiera leído el pensamiento, afirma: “mientras no se arreglen estos problemas, la Fundación Polaris no financiará el proyecto de maternidad que queréis pedirles”. Ahí queda eso. Jean Bello sabe de qué habla, él no es dogón, ni peulh, sino pertenece a una etnia de la vecina Burkina Faso y, con toda seguridad, dedicado en cuerpo y alma a la salud espiritual y material de su rebaño, el consejo municipal de Bulto el Viejo, Nuevo, del Valle o de la Estepa, quien sea impedimento para cumplir su misión. Como genuino líder, independientemente de su adscripción religiosa, los asistentes parecen asentir. Veremos si la bronca cunde sus efectos. Si este liderazgo y solidaridad de la élite –en este caso la sacerdotal- formada en Europa, que hemos advertido en otras ocasiones, estuviera más extendido a otros ámbitos de la sociedad civil, seguro que otro gallo le cantaría a nuestro querido Mali.

Quizá sean percepciones equivocadas, pero pese al multitudinario recibimiento y a las agradecidas palabras de las autoridades, hemos notado como menos calor –emocional, se entiende- en la acogida, como si las dimensiones de los pueblos fueran proporcionalmente inversas a las muestras de agradecimiento. Sin ir más lejos, esta mañana el escaso centenar de habitantes de Sono komokan han sido mucho más calurosos que los tres centenares que nos han acogido en Douna Pen. Narcisse, en su réplica a las autoridades, respalda las palabras de Jean Bello asegurando que la Fundación no hace distingos de pertenencias a etnias, a divisiones geográficas, el agua es para todos, en igualdad de condiciones. Si para el mantenimiento hay que aportar una pequeña cantidad, todos deben aportan idéntica cantidad. Los socios de la Fundación, señala, “no han dado sus aportaciones, pequeñas o grandes, para una determinada etnia, o por ser devotos de una religión específica”.

En el almuerzo oficial, en el soportal de los locales municipales, en una estampa cuasi bíblica, un grupito de ancianos ruega hablar con el presidente de la Fundación. Por un momento pensamos que, por las apariencias, se trata de los ediles municipales, deseosos de ofrecer explicaciones sobre el supuesto desaguisado en la gestión económica del depósito. Pero no. Se trata de una representación de la aldea de Toyi, encabezada por el catequista, que conocedores de la presencia de la Fundación se han desplazado desde 35 kilómetros,  para pedir a la Fundación la excavación de un pozo. Les escuchamos con detenimiento, aunque sólo fuera por el esfuerzo que han hecho, se lo merece.

Después nos aplicamos al homenaje que habitualmente nos brindan. El arroz con el “pollo a la bicicleta”, reservado para los días de fiesta. Lo del “poulet a la bicyclette” (suena mucho mejor en francés) es una broma de nuestro inestimable Abel Kassogué. Según él, como el manjar de carne es escaso y raro en estos lares, para atrapar el pollo de las jornadas festivas hay que correr unas vueltas detrás de él, hasta atraparlo por el gaznate, hay que correr tanto en pos del ave que es como si se estuviera pedaleando en una bicyclette.  Lo cual, por otra parte, explica la endurecida textura de los muslos que, con todos los honores, nos ofrecen en cuanto huéspedes.

Mientras bromeamos sobre si la necesaria dentellada a la musculada textura del pollo a la bicicleta se extiende también a la pechuga, observamos un grupo de niños que, desde una veintena de metros, nos miran entre ávidos y temerosos, como si esperasen algo. Deducimos por sus ansiosas miradas que están esperando a que nosotros acabemos para comerse las sobras. Nos sentimos culpables. De nuestras bromas, del pollo, de observarles y mismamente de encontrarnos aquí. Decidimos romper el protocolo y sin preguntar a las autoridades, ni a las eclesiásticas ni a las civiles, les pasamos una de las cacerolas. Se acurrucan al lado de una de ellas y en un santiamén, cogiendo, literalmente, a puñados el arroz sobrante, la rebañan en un abrir y cerrar de bocas. Y esto no es un juego de palabras.