viernes, 27 de enero de 2012

JORNADA III (2 de 2): CAMBIAMOS DOS DISPENSARIOS POR DOS CABRITOS

Volvemos al camino de Pulgarcito, punteado por las piedras con la dirección a seguir. Durante una mera quincena de kilómetros, se nos hacen una eternidad, el traqueteo del vehículo resulta insoportable. Atravesamos una sabana bien alejada de las estampas kenianos con sus colinas onduladas, verdeantes e idílicas. Aquí la llanura es áspera, arisca, infinita. Ocasionalmente algún tramo de pista arenoso, bordeando los campos recién cosechados de sorgo y mijo, permiten a Omar y Abel circular en segunda. No por mucho tiempo. Repentinamente la pista vuelve a transitar sobre la roca. Los árboles ralos, adaptados a las condiciones climatológicas adversas del viento y la escasa pluviometría, como 350 mm. anuales en la época de lluvias, de junio a septiembre, resisten al abrigo de pequeñas vaguadas. Los troncos retorcidos, las ramas asimétricas, crecidas al albur del sol que más calienta y del viento que sopla racheado desde el Sahara, siempre terminan por formar una pequeña copa como para protegerse a sí mismos del sol. A esta primera hora de la tarde en torno a unos soportables treinta grados. Y subiendo. Al menos la senda rocosa tiene una bondad: los vehículos avanzan sin apenas polvareda. Descendemos una cárcava y al remanso de las peñas unas cabras ramonean unos esqueléticos espinos.

Seguimos avanzando por la meseta de roca. Unos veinte kilómetros a nuestra derecha, hacia el este, adivinamos, con el calima del mediodía resulta imposible de percibir, la falla de Bandiagara, patrimonio mundial de la UNESCO. Junto con esta meseta calcárea y la llanura que se extiende por debajo de la misma falla, hasta la frontera de Burkina Faso, 40.000 kilómetros del país dogón, un territorio cultural y étnicamente muy homogéneo, habitado por clanes familiares venidos, en el siglo XV, desde Guinea, al oeste. Por más que la geografía física sea interesante, sus costumbres, arquitectura, tradiciones, y cultura resultan tan apasionantes como etéreas para el extranjero, ancladas como están, quizá no por mucho tiempo, en entresijos familiares extremadamente cerrados y laberínticos. Un mundo que, según el decir de los ancianos, no perdurará más allá de unos años. Como nos dirán unos días más tarde en Pel, los viejos -¿quién no ha oído semejante estribillo en su vida?- se quejan de que ya nada es como era antes y que en menos de una generación las tradiciones tan celosamente guardadas durante siglos se desvanecerán.

Por más que miremos hacia adelante, siempre la misma tabla rocosa salpicada de arbustos bajos, algún árbol karité (cuyos frutos son muy apreciados para fabricar cremas) y, puntualmente, en algún recoveco, donde queda un puñado de tierra, las elegantes y estilizadas palmeras de la variedad ronier, con sus palmas en forma de abanico, ascienden, majestuosas y aisladas, hasta los 25 metros. Por unos instantes, tan lejos se divisa el horizonte, parece que toda la superficie de la tierra en derredor, al menos hasta donde alcanza la vista, esté moldeada por el mismo patrón paisajístico, hasta hacernos perder ligeramente el sentido del tiempo y, más que nada, de la orientación. Nos sobresaltan las primeras salvas de fusil cuando todavía restan un par de kilómetros para llegar a Ouroly, nuestra siguiente parada y fonda (“Más banquetes de agradecimiento, no,  por favor, cortemos la cinta de inauguración de la maternidad, saludemos, cantemos, bailemos, bebamos, pero no más almuerzos!”).

El pueblo de Ouroly pertenece al municipio deWadouba, que a su vez forma parte del distrito de Bandiagara. Los habitantes de Ouroly, al igual que los de los doce pueblos colindantes, subsisten con la pequeña agricultura y la cría de caprino. El clima de tipo subsahariano, con 3 o 4 meses de lluvias, sólo les permite cultivar un poco de mijo, sorgo, cacahuetes y las cebolletas, allí donde es posible retener el agua de la lluvia en las ramblas. El municipio de Wadouba tiene 27.885 habitantes, siendo la densidad de 35 habitantes por kilómetro cuadrado. La población está, en su mayoría, compuesta por jóvenes: en torno al 75%. En cuanto terminan las labores del campo, una buena parte emigra hacia las ciudades en búsqueda de oportunidades laborales. Y algunos, si se lo pueden permitir, arriesgando sus vidas, hacia Europa.

Una muchedumbre de niños y adolescentes rodean los “jeeps”. Nos bajamos y todos se arremolinan para chocar las palmas, acariciarnos los brazos peludos, tocar nuestras manos, mientras repiten, una y otra vez, “¿Coma sa va? ¿Coma sa va?”. El jolgorio es extraordinario. Abrumador y agobiante en el sentir de Isabelle, la traductora. Para intentar acortarlo, echamos a correr. No sé si ha sido una buena idea. Los chavales entienden que forma parte de un juego y hacen otro tanto. Como consecuencia, se levanta una aparatosa nube de polvo. Todos se apiñan alrededor. Muchos van descalzos, abundan las camisetas deportivas, muchas del Barça y Madrid, los ropajes, en los más mayores, vistosamente estampados y multicolores. Casi un kilómetro después, la bienvenida ha comenzado bien lejos, se divisa la aldea, escondida detrás de los peñascos. Los mayores nos esperan a la entrada, bajo un baobab, más disparos al aire, música de tambores, saludos formales, siempre con las dos manos juntas, se notan bien curtidas, de las autoridades. Cierto aire de solemnidad en los rostros. Las mujeres agrupadas, con sus santones y abalorios en la cabeza, al frente de la marcha. Muchos niños portan, sobre  mástiles hechos de cañas, la bandera de España o de Mali, o su aproximación, pintadas en una cuartilla. Ramonet está hecho un atleta, en su reencarnación de reportero fotográfico, él, tan dado a la pluma, se ha colocado sobre un pequeño promontorio desde donde los ángulos de la Nikon deben ser inmejorables. El sonido rítmico, acelerado, de los tambores no se detiene. Uno de los músicos marca el soniquete con un instrumento exótico: un cencerro para el ganado.

En todos los festejos y en Ouroly no es excepción, siempre aparece un maestro de ceremonias –por una razón ignota suele ir vestido con una americana oscura, previsiblemente signo de elegancia- que intenta, sin mucho éxito, organizar el caos. El de Tabitongo llevaba incluso el orden de la ceremonia escrito en un folio. En esta ocasión porta la indumentaria típica de los cazadores. Si acaso, consigue, mediante el espartano método de blandir una caña reseca y amenazar con golpes en el suelo, delante de la chiquillería, aunque sin llegar a golpearles, abrirnos paso. La peregrinación, que no el alboroto, puesto que la música y la danza no se detendrán hasta que abandonemos dentro de tres horas el lugar, acaba frente al edificio del centro de salud comunitario financiado por la Fundación Polaris. El constructor ha seguido el modelo habitual en forma de U muy abierta. A un lado la maternidad, al otro, el consultorio y algunas dependencias de apoyo. Según los requisitos exigidos a la hora de aprobar la aportación monetaria, todo el edificio se ha recubierto con la piedra local, combinando losas de color crema y rojizas. Esto facilita que la nueva edificación no desentone para nada, de hecho queda razonablemente integrada, del paisaje circundante y las construcciones locales. El constructor afirma que ha tenido no pocas dificultades para completar la obra, dado que ésta se asienta en plena ladera rocosa. Efectivamente una parte se asoma al precipicio. Por una de los ventanales, al otro lado del barranco, se divisan los campos de cebolletas.

El dispensario y la maternidad tendrán como pacientes principales a las mujeres de Ouraly –como claramente demuestran a grito pelado y visible alegría durante toda la celebración- así como a los niños de los 12 pueblos vecinos. Hasta ahora, todos los partos tienen lugar, en condiciones sanitarias pésimas, en los hogares. Los beneficiarios de la maternidad serán, pues, los 13 pueblos (Ouroly-Tolo, Tenné, Dianou, Oyé, Gagnaga, Embissom, Bolmo, Irely-Bolo, Sal-Ogol, Sal-Dimi, Sal-Sombogou, Sol-Djeninké y Sol-Dogon), en particular, y el municipio de Wadouba, en general. La población total de estos 13 pueblos es de 10.278 habitantes, las mujeres, que representan, aproximadamente el 53%, son 5.449. Estamos perdidos en el corazón del África subsahariana, pero por estadísticas no será.

En todo el concejo de Wadouba sólo hay dos maternidades: la Kani Gogouna y la de Tabitongo, de donde venimos y que ha entrado en funcionamiento hace unos meses. Aunque la obra de Ouroly es en sí modesta, parece que cumplirá los principales objetivos para los que ha sido financiada: mejorar la salud infantil y de las embarazadas en la zona, sensibilizar y educar a la población en el marco de la planificación familiar, luchar contra las enfermedades infantiles, permitir a la población de Ouraly y alrededores el acceso a cuidados sanitarios adecuados sin tener que recorrer grandes distancias, además de mejorar la cobertura de vacunas en la zona. El coste de la obra ha sido de 42.687 euros, de los cuales la Fundación Polaris World ha aportado 40.400.

Pese a la algarabía de la celebración -los gritos de los niños y el sonido de los instrumentos de percusión no cesarán ni un momento- siempre existe la formalidad, casi se puede decir la pompa, de la inauguración. Nos ponemos a las órdenes del cazador, nuestro maestro de ceremonias. Han extendido una cinta y las autoridades, junto con el constructor, se sitúan detrás de la misma para cortarla. Ni siquiera falta la simpática niña, claramente asustada por el pequeño grupo de tez diferente, con su bandejita y sus tijeras. Todos, salvo los que están bailando y tocando, aplauden. Es la hora de que Narcisse, el presidente de la Fundación, inspeccione con detenimiento el interior. La terminación es buena, los pisos bien cementados, las ventanas y las puertas de hierro perfectamente ancladas, nada que envidiar a los albañiles incapaces de arreglar la gotera en el tejado de mi casa. Quizá le falte un muro externo para proteger el recinto de animales domésticos y salvajes. Por el resto, parece impecable.

Eso sí, las salas, el despacho del futuro enfermero, la farmacia están desnudas. Normalmente, la Fundación no financia ni material, ni utensilios con el propósito de que los beneficiarios intenten completar por sus propios medios el equipamiento. Algo ya han conseguido. En una de las salas hay una camilla para las parturientas, con pocas sofisticaciones, pero limpia,  utilizable al fin y al cabo. El edil ofrece las oportunas explicaciones sobre la disposición y el uso de los diferentes espacios. Dado el visto bueno a las instalaciones, nos guían hasta un edificio cercano de planta baja que hace el oficio de sala de recepciones para los festejos populares. Es nuestro sino. No queda otro remedio que almorzar por segunda vez en apenas tres horas. El menú es similar, más pollo, menos higadillos, aunque sorprendentemente hay espaguetis. Intento acaparar, creo que no soy el único extranjero en hacerlo, como si saliera de una huelga de hambre, el racimo de plátanos, ¡qué fortuna!, colocado enfrente de donde me sientan. Salvado por el fruto del Musa sapientum, más conocido como bananero. Las coca colas y refrescos, del tiempo, como dicen en el bar de mi pueblo, completan el menú.

En el soportal de entrada tienen lugar los discursos. El presidente de la Fundación insiste, como lo hará en todas y cada una de las 22 visitas que realizaremos durante el viaje, en que la Fundación tiene por fin ayudar a los que la vida ha dado menos sin distinción de razas, credos o condición social. Isabelle se concentra en traducir el francés que, de forma majestuosa, enuncia David, el coordinador de ayudas de las ONG para toda la zona, quien a su vez traduce del dogón. Del dogón de este puntito geográfico. Nos extrañamos que Abel, nuestro guía, no traduzca, pues conoce al dedillo el ideario de la Fundación Polaris. Además, estamos como a veinte kilómetros de su pueblo. Pero resulta que aunque entiende la parla de Ouroly, en líneas generales, el dialecto es lo suficientemente diferente como para que le incapacite para la traducción. Bueno, si hay 320 dialectos y lenguas en el conjunto del país, la fragmentación lingüística parece inevitable. ¿Babel no estaba en Mesopotamia?

Entregamos el segundo lote de medicinas genéricas del día y a modo de agradecimiento nos entregan una cabra, inmaculadamente blanca como dicta la tradición. En realidad no es una cabra, sino un cabrón. Bien grande. Tanto que se requieren tres personas para cargarla en la caja del todoterreno. Para que no salte fuera, o el camino la haga saltar, maniatan sus patas. Nos desternillamos de risa. No pretendemos ser descorteses con el obsequio, una verdadera fortuna que habrán pagado entre todos, pero no deja de ser cómico el imaginarnos negociando con Spanair para transportar la cabra hasta Barcelona. Ya tuvimos una buena bronca con ellos para ¡sacar las tarjetas de embarque en Barcelona, figurémonos para convencerles de que nuestro animal de compañía,  a la vuelta, es un cabrito¡ Hacemos planes sobre la cabra: que si echaremos suertes a ver quien se queda con ella, que si la azafata podrá ponerla el cinturón, que si pasará por el escáner sin pitar. Proponemos a Hellène comprarla un zurrón y hacer que sea adoptada, junto con el cabrito, por los pastores trashumantes “peulh” con quienes nos hemos cruzado por la mañana, guiando su reata de ganado y sus hogares a cuestas. Pero no está por la labor. Así que sin más discusión dejamos atrás Ouroly con su flamante maternidad y el cabrito en la parte trasera del vehículo.

El sol empieza a ocultarse tras los cocoteros (no, esto es broma). El paisaje no ha cambiado ni un ápice, ni en cuanto a su belleza, aunque no haya cocoteros, ni en cuanto a su hosquedad, como tampoco el desabrido camino que nos conduce, es un decir, hasta la última etapa del día, el pueblo de Nandoly, para visitar la tercera maternidad de la jornada. Modestia aparte, por lo que concierne al que esto pergeña, llevamos el plan de trabajo del día, pese al infame camino, tan puntual como si fuera la agenda de un consejero de comunidad autonómica periférica, ¡qué digo¡ como la de un ministro centralista. Algún gracioso del grupo, de cuyo nombre no me quiero acordar, con yerno nica, esto es, de Nicaragua, imitando las bromas de los nicayos hacia su impresentable presidente, al que denominan “mico mandante”, me atribuye idéntico apelativo por llevar el reloj en hora. Corremos el serio riesgo de recoger la segunda cabra, el tercer almuerzo, que por la hora será merienda cena, el tercer festejo de la jornada, el vigésimo discurso de bienvenida. Como era previsible, a poco más de un kilómetro de la entrada a la aldea se oye clara y nítidamente, en el sereno ocaso africano, la salva de los fusileros aficionados deseándonos la bienllegada.

Hemos visto algo semejante en los dos pueblos anteriores, pero, aparentemente, debe tratarse de la especialidad local de Nandoly. No menos de cuarenta o cincuenta jóvenes, tanto zagales como zagalas, ataviados de forma cuanto menos heterogénea, bailan frenéticamente en dos columnas, los visitantes caminamos en el pasillo central, mientras descargan una y otra vez sus rifles. Un mozo pretende, a toda costa, mostrarnos sus habilidades con el arma. Se planta delante de nosotros y hace girar el fusil por encima de su cabeza, lo pasa por detrás de su espalda, y lo vuelve a presentar en posición de firmes, antes de apretar el gatillo: el John Wayne dogón. Extremadamente diestro con las manos, no lo ha sido tanto con la pólvora. El rifle no termina de descargarse y cuando por fin lo consigue emite un ruido mortecino y apagado, de escopeta de feria. Evidentemente, pese al clima reseco, la pólvora la tiene mojada.  Arropado por las dos columnas de fusileros y fusileras, más músicos, la chavalería, la asociación de mujeres y el grupo de ancianos, nos dirigimos hacia el centro de salud comunitaria financiado por la Fundación, situado en las afueras del pueblo.

Por primera vez, a sugerencia del constructor y, siguiendo las recomendaciones del ministerio de sanidad maliense, se ha evitado la forma de U abierta y se han levantado dos edificios completamente separados a fin de otorgar una mayor privacidad a las futuras mamás. En una carpa improvisada, bajo una lona sostenida con unos palos de fortuna, cuyo intenso color anaranjado queda acentuado por el sol poniente, repetimos el ritual de discursos de bienvenida, agradecimientos, entrega de medicinas. Narcisse, el presidente de la Fundación, tiene un mensaje y no se cansa de repetirlo: la Fundación ha financiado la obra para beneficio de todos, sin distinciones de ningún tipo. El costo de la obra –realizada en menos de seis mesess- de Nandoly ha sido de 40.628 euros, de los cuales, la Fundación Polaris ha financiado 38.112 euros. En este caso, los beneficiarios directos del proyecto serán los habitantes de los 14 pueblos que conforman la agrupación rural de Nandoly y alrededores. En total, estamos hablando de 4.382 personas. La sanidad local no se puede decir que sea boyante, pero el servicio de estadísticas es una maravilla.

Aquí la fiesta tiene otras variantes, más elaboradas. Un pequeño grupo de adolescentes interpreta una danza deliciosamente coreografiada a medio camino con la representación teatral. En una de las dependencias han preparado la “nourriture”: más pollo, más arroz, Catalina. Con todo el ir y venir de la gente que entra y sale para ver el establecimiento, el “mico mandante”, dejando cobardemente en la mesa presidencial al presidente de la Fundación y a la traductora, se escaquea para acercarse a un grupo de jóvenes que -no pueden negarlo-  llevan el ritmo en la sangre y en el alma, incluso aunque porten camisetas de la NBA o con la efigie de Obama. Hellène más aficionada a la danza que a la gastronomía local hace otro tanto. Ramonet, ¿dónde está Ramonet? Echando las dos manos a tres paisanos para montar el segundo cabrito en la Toyota.

En África la noche llega tan veloz como aparece el día. En apenas unos minutos nos quedamos a oscuras, salvo por la luna menguante elevándose por encima de las casas de adobe. En el poblado, carentes de electricidad, la única luz es la de las hogueras para preparar la cena. Hora de regreso a Bandiagara. Como a lo largo de la jornada hemos viajado en círculo por toda la meseta dogón, el trayecto de vuelta resulta, por suerte, relativamente corto. No ha estado nada mal la jornada. La Fundación Polaris World no salvará el mundo pero el ayuntamiento de Wadouba dispone de tres aseados dispensarios más. Según carta del alcalde, retorno a las gloriosas estadísticas locales, han cumplido el 67% de los objetivos propuestos por el nuevo equipo de gobierno en materia de sanidad. En la caja de la camioneta, los cabritos, a fuerza de patadas, han conseguido desliarse y amenazan con tirarse por la borda. Allá ellos.

Por cierto, los gendarmes, bien viajados y comidos, no se han perdido una, van tan panchos en sus asientos, aunque bastante menos alerta que por la mañana. No tiene mucho sentido que vengamos en son de paz –en Ouroly los niños echaron a correr cuando les vieron descender de los vehículos- y llevemos a remolque a dos guripas. Mañana les despediremos, unos eurillos mediante. Como decía nuestro Abel Kassogué al alcalde de Ouroly: “Si hace falta, llevaremos a nuestros huéspedes a aúpas para que no les pase nada”. Gracias, Abel, por el gesto de solidaridad. La verdad es que nos hemos sentido como, hasta sobra el como, en casa. Una cervecita Castle cuando lleguemos a Bandiagara, mientras debatimos el enrevesado futuro  de los dos cabrones saltarines, o viceversa, de la caja, será la guinda de la jornada. ¡Tiembla, Spanair!

lunes, 9 de enero de 2012

JORNADA III: EL PUEBLO QUE ESTÁ EN LA LADERA


Por más que lo hemos intentado, no ha habido manera de dejar con un palmo de narices a la policía. Resultarán ideales para llamar la atención a cien leguas a la redonda. Como apenas si hay turistas, ya somos, de por sí, bastante visibles, si además arrastramos un par de caballeros uniformados en la chepa, la buena nueva de nuestro recorrido puede, sin muchas dificultades, alcanzar los oidos de cualquier barbudo con Kalashnikov que se precie de secuestrar europeos (y europeas, claro), sea a la vuelta de la esquina o en Tombuctú. Debatimos durante el desayuno –té con miel de baobab- en el agradable patio interior del hotelito, como dar esquinazo la autoridad competente que, según nos anuncian, espera, repontingada en un sillón a la entrada, mientras observa, con tranquilidad y nada de firmes, como discurre la vida bajo su jurisdicción. Un loro saltimbanqui, se pasea de copa en copa por los arbustos del jardín dando los buenos días a todo el que quiera escucharle. En inglés. Intentamos enseñarle alguna palabrota en la lengua del imperio donde nunca se ponía el sol. Impossible. Seguro que no es la hora de los idiomas. “Bon jour, Bon jour”, ni siquiera se atreve con el gabacho.O quizá sea problema de mi acento.

Efectivamente, el guardia, porque sólo hay uno y nada más que uno, apoltronado delante de la puerta, en postura poco diligente, conversa tranquilamente con los guías, los camareros del hotel, el mecánico del tallercito –por llamarlo de alguna manera, ya que es un chamizo destartalado de adobe- donde nos están arreglando el pinchazo del Toyota y los peatones que transitan por la plazoleta. Hace un par de años, la rotonda estaba llena de carteles ilustrativos sobre cómo prevenir el SIDA, mejorar la higiene o gestionar el granero familiar. Ahora, un lugareño que se ha hecho rico con una fábrica de abonos está levantando una imponente estructura, fea como ella sóla, de más de 20 metros sobre la que están colocando un artilugio en cemento armado que imita  la gigantesca mitad de una calabaza. Alusiones patrioteras a la versión dogón, la etnia mayoritaria en la zona, del significado de Bandiagara: “la gran calabaza”, en términos patrios obsoletos el partido judicial y centro de la comarca.  El policía es un imberbe que no aparenta y, seguramente, no tiene más de 18 años. No parece que se muestre muy inquieto por nuestra supuesta inseguridad. Resulta poco creíble que el buen mozo pueda interponerse entre nosotros y cualquier fanático que aparezca de improviso por detrás de cualquier duna gritando que Alá es grande. Conviene arrancar porque tenemos que visitar tres proyectos de la Fundación, en otras tantas aldeas: Tabitongo, Ouroly y Nandoly, no muy alejadas de Bandiagara, aunque con un acceso muy complicado.

Molineras de mijo
Lo de prisa y agenda son dos conceptos más bien ignorados a la puerta de La Falaise, mejor tomarse la vida con pausa. No merece la pena mirar el reloj. Nos dedicamos a jugar a tres bandas. Bromeamos con los guías y los vendedores de artesanía. Somos sus potenciales clientes favoritos y únicos. El mecánico, a la antigua usanza, aporrea el neumático para despegarlo de la llanta. Habilidoso, fruto de la práctica y la carencia de herramientas adecuadas, arregla el pinchazo sin excesivas dificultades. Todo por poco menos de dos euros. Persuadir a la autoridad paramilitar para que siga repontingada en el sillón y deje de cumplir con su deber nos va a costar un poco más. Finalmente, por 7,62 euros, o sea, 5.000 CFAs locales, le convencemos de que ya somos mayorcitos para viajar sólos. No ha sido fácil el conseguirlo. Nos quedará la duda si la dificultad ha estribado en su sentido extremo de la legalidad hacia las órdenes de sus superiores jerárquicos o el “quid” ha consistido en fijar la cantidad adecuada por la cual dejará de salvaguardar nuestra integridad. Esperemos que no tome gusto a esta modalidad, poco ejemplar, de persuasión y regrese mañana con medio cuartelillo. Porque parece enclenque, pero de tonto no tiene un pelo.

A policía muerto, gendarme puesto. Enterados de que el desplazamiento de la jornada tendrá lugar en la zona rural, aunque sea en los aledaños de Bandiagara, aparecen dos gendarmes. Estas precisiones administrativas no aparecen en nuestra Guide du Routard. Éstos, al menos, vienen en pareja, como la guardia civil, y traen fusil. Su correa está deshilachada, el modelo –aunque seamos ignorantes en armamento- no nos parece de última generación. Es dudoso que porten balas, salvo que tengan el cargador cargado o en el bolso de atrás del pantalón caqui, porque cartuchera no llevan. Estar  protegidos –sobreprotegidos en nuestra opinión- parece nuestro sino en esta mañana dominical. Nos resulta excesivo sobornar a un segundo cuerpo para que se tomen el Día del Señor en serio, aunque sean musulmanes, así que nos resignamos a viajar, pese a nuestras intenciones de desplazarnos de forma discreta, acompañados de los gendarmes. A regañadientes, aceptamos su vigilancia. No parece muy adecuado visitar proyectos de ayuda humanitaria acompañados de autoridades uniformadas y armadas. Como apenas hablan francés, tampoco les ofrecemos muchas explicaciones sobre el plan del día. Previsiblemente en la academia de la gendarmería han aprendido algunas normas básicas: rechazan aposentarse en el asiento trasero. Desde delante, observan mejor, dicen, los peligros que nos acechan de frente. Uno en el Toyota, prestado generosamente por lo salesianos de Bamako y conducido por Omar, y otro al Pajero, conducido por nuestro Abel Kassogué. Pretendíamos empontingar a los dos, bien juntitos, en la banqueta de atrás de uno de los vehículos, pero no ha habido manera.


Pasamos por la misión católica para cargar una pequeña parte del bazar que con mejor intención que lógica iremos repartiendo en las aldeas a medida que durante la semana vayamos visitando los diferentes proyectos. Al sacar, en Bamako, la mercancía del contenedor enviado con antelación todo el material ha quedado revuelto, así que cargamos los cuatro por cuatro, más o menos al azar, aunque intentando guardar un mínimo equilibrio del material y de la cantidad. Las medicinas adquiridas (unos 3.000 euros) a Farmamundi, de Valencia, son fácilmente identificables. Esta ONG, muy especializada en suministro de medicamentos, realiza un trabajo ejemplar. Añadimos una docena de balones de fútbol, deshinchados por mor del espacio, seguro que los niños se las apañarán para inflarlos; material de escritorio diverso; juguetes variados, mochilas donadas por una empresa de Cartagena. Al final, la carga tiene poco que envidiar a un “chino”, pero reabrir y reclasificar las cajas nos llevaría excesivo tiempo, y entre corromper (¡Que el Altísimo no nos lo tenga en cuenta!) a los guardianes del orden y reparar la rueda, nos han dado las nueve. ¡A trabajaaaar!

Nos detenemos a una quincena de kilómetros de Bandiagara. La ruta se ha convertido, apenas abandonada la ciudad de la Gran Calabaza (entre 10.000 y 15.000 habitantes, censados por aproximación), en un enorme traqueteo de aceleraciones y desaceleraciones entre la primera y la segunda marcha. Pocas postales tan africanas como un grupo de mujeres, bebés a la espalda y una reata innumerable de niños jugando alrededor, moliendo el mijo. La ligera brisa del este, procedente del desierto, hace ondear sus multicolores vestimentas. En un peñascal, más o menos aplanado por la erosión, han instalado su era. Mortero y mazo para moler este cereal originado en Extremo Oriente hace más de 10.000 años y sustento de poblaciones en zonas semidesérticas o áridas. Mali, con cerca de 1,5 millones de toneladas, es el cuarto productor del mundo, tras India, Nigeria y Níger.

Las mazorcas alargadas, cuidadosamente colocadas al pié del mortero de madera, se introducen a medida que las machacadas se desgranan. Faltará aventar la molienda para separar la paja del grano. Encontraremos decenas de veces la misma estampa, siempre mujeres o adolescentes, casi a cualquier hora del día, pero especialmente al atardecer, al llegar a cada aldea. Se muestran reacias a ser fotografiadas y no es de extrañar. Estamos en una de las rutas más turísticas de todo Mali, la que conduce hasta el acantilado de Bandiagara. Seguro que están hartas de turistas profesionales y fotógrafos aficionados. La intermediación de Abel Kassogué, nuestro guía y corresponsal de la Fundación, nativo de la comarca, allana todos los obstáculos. No sólo aceptan ser fotografiadas, hasta prestan el mortero y el mazo para que, Isabelle y Hellène practiquen, sin mucho éxito, todo hay que decirlo, sus habilidades campesinas. Parece poco probable que dos oriundas de Paris y Murcia sean, sin entrenamiento de veinte o treinta años en esta ardua tarea, muy diestras en un ejercicio tan rural. Al menos quedan, para la posteridad, sus gestos desmañados en la tarjeta digital en la Nikon. Narcisse, en un gesto que repetirá insondablemente, su mochila parece no agotarse jamás, reparte golosinas y unos globos entre la consabida algarabía de la chiquillería. Algún bebé de los que llevan las madres (¿o son sus hermanas?) a la espalda es tan pequeño que, por miedo a que se atragante, no parece muy conveniente entregarle el chupachups. Mejor dejárselo a la madre. Los gendarmes, impasibles y ojo avizor, se han colocado en dos altozanos, atentos a nuestro inocente contacto con los nativos.

Panorámica del Centro de Salud de Tabitongo
Poco a poco, una vez que nos adentramos en la meseta que se extiende hasta perderse de vista, horizontal y plana, sólo divisamos rocas y arbustos, el camino se vuelve más y más complicado. Parece impensable que el Sahara se encuentre a tan pocos kilómetros. En algunas vaguadas, donde han retenido con presas el agua de las lluvias, nos sorprende el verdor de los campos de cebolletas. Monocultivo, que decían en la clase de geografía. Como sólo han pasado un par de meses desde el fin de la estación de las lluvias, el agua en las pozas todavía es abundante. Hacia mediados de febrero, con las altas temperaturas el riego de los bancales de cebolletas y algunas verduras es necesariamente cotidiano, no quedará ni una gota de agua en las ramblas. En todo caso, hasta el mes de junio no volverá a llover. Aparentemente, cada año menos que el anterior. Los bancales se riegan “a manta”, lo que sin duda requiere un dispendio de agua considerable. Se ven bastantes más motobombas que en viajes anteriores, aunque muchos agricultores siguen recurriendo al método tradicional de acarrear el agua con calabazas. Más postales africanas para las cámaras digitales.

Entramos en el camino de Tabitongo, ocho kilómetros infernales, prácticamente en su totalidad sobre roca erosionada por los caprichos de la madre naturaleza. El vehículo bota, rebota y vuelve a botar. Como en el cuento de Pulgarcito, los “arcenes” están señalizados con pedruscos que marcan la dirección a seguir. Con todo y con eso, si no viniéramos con Abel, es muy posible que apareciéramos en Mauritania o Chad. Difícil orientarse en esta llanura tan simétricamente idéntica en sus ralos zarzales y escasos campos de mijo cosechados. Ocasionalmente nos cruzamos y saludamos con discreción a algún pastor nómada, de la etnia “peulh”, fácilmente distinguible por su indumentaria y fisionomía. Las señoras portan en la cabeza –ocho o diez unidades- todos los cuencos en madera de sus cocinas portátiles. El camino, pura roca, no afloja.  Llegar a Tabitongo, cuya traducción es algo similar al “pueblo que está en la ladera” (en verdad que hace honor a su nombre) es un verdadero alivio para el cuerpo.

Cuando hace tres años, en otro viaje de la Fundación, guiados por Abel, caímos por este lugar recóndito e inhóspito paraje, dos aspectos resultaron llamativos, incluso chocantes. Por un lado, los 15 kilómetros de ruta (¡y vaya ruta¡) que hay hasta Shanga, donde se encuentra el dispensario más próximo. A lomos de asno o en bicicleta para sacar los enfermos. Al menos los que podían ser transportados. Los nacimientos, ni que decirlo tiene, se hacían en el hogar, no por modernidad, sino por necesidad. En unas condiciones higiénicas que eran, cuando menos, lamentables. Por otro lado, que en un lugar tan carente de necesidades básicas, esencialmente la sanidad y el acceso al agua potable –al menos la escuela tiene un aspecto muy digno- y con una población no superior a los 1.500 parroquianos, había, hay tres lugares de culto: iglesia católica, mezquita y espacio de culto animista. Y los dos primeros no son precisamente un par de chamizos de mala muerte. ¿No hubiera sido más adecuado gastarse el dinero en un dispensario, un pozo en condiciones o en ampliar la escuela? Pero ¿quiénes somos nosotros para establecer prioridades? Y menos “a posteriori”.

Sea como fuere, la Fundación decidió en su momento construir un pozo, cuya dificultad estribaba en que había que excavar, dinamitar, para ser exactos, el terreno rocoso. Eso fue en 2008. Tras el abandono de un primer pocero, ante las dificultades encontradas, se recurrió a un segundo que logró finalizar la obra, no sin sobrepasar el presupuesto inicial de los 20.000 euros. Aunque como se encontró el agua a 35 metros, el déficit presupuestario no ocasionó demasiados contratiempos. A continuación, en 2009, vino el dispensario, también finalizado y en funcionamiento, por un valor de 42.000 euros.

Comité de recepción femenino con las deidades en la cabeza
No es de extrañar, pues, que en nuestra tercera visita, ahora ya para revisar las obras de ambos proyectos terminadas, nos organicen la tercera fiesta en otros tantos años. A un kilómetro de la entrada nos espera el gentío habitual: ancianos de luenga barba, niños descalzos, músicos a golpe de tambor, cazadores ataviados con gorros de piel y fusiles. Una señora con la estatuilla de la pareja primordial dogón, en madera, sobre la cabeza lidera la procesión. Otras damas llevan estatuas de Nommo, dioses bisexuales, creados por el dios principal Amma, que descendieron del cielo a la Tierra en un arca. Los dioses Nommo crearon los ocho linajes dogones y enseñaron a sus descendientes humanos el arte del tejido, la herrería y la agricultura. Para no alargar la descripción mitológica, imaginemos que la cofradía de mi pueblo saca la imagen del Sagrado Corazón hasta la carretera por donde llegará el obispo para que la bendiga. Tan atractiva como complicada –aunque no menos que la explicación del misterio de la Santísima Trinidad- la mitología dogón, tiene un trasfondo claramente agrario relacionado con la fertilidad. Como no podía ser de otra manera en esta región, frontera del desierto durante siglos, donde la escasa agua que fecunda la tierra, si llueve, es el fundamento esencial de la supervivencia.

Por lo tanto, aunque parezca un poco excesiva una tercera fiesta, en ella nos sumergimos en cuerpo y alma, no sin antes contar la rocambolesca, providencial que dirían algunos teólogos, historia de la financiación del pozo. Salvo para complementar el presupuesto inicial con unos 8.000 euros, la Fundación Polaris, ha actuado más bien de gestora en el proyecto. En realidad, el pozo, se llevó a gracias a la generosa contribución (20.000 euros) de un donante español, murciano por más señas.

En efecto, los 1.500 habitantes de la aldea de Tabitongo, una vez terminada la época de las lluvias, a principios del otoño, sobreviven, mal que bien, a decir verdad, más mal que bien, de la pequeña agricultura irrigada mediante el acarreo de calabazas que, con paciencia interminable, rellenan una y otra vez en las pozas de un cauce sin corriente. Llegado febrero, el cielo inmisericorde con esta región abrasadora, la pequeña presa que ha retenido las aguas de lluvia termina por agotarse.


Revisando el brocal del pozo "El Señor de los Milagros"
No queda otro remedio que desplazarse entre 10 y 15 kilómetros cauce, siempre reseco, arriba. Los acarreadores, en exclusiva mujeres y niños, escarban en el lecho un par de metros hasta encontrar bajo las arenas húmedas pequeñas retenciones del líquido elemento. Vuelta con la calabaza en la cabeza otros quince kilómetros hasta “el pueblo que está en la ladera”. A estas alturas del año, principios de verano, los cultivos ya se han marchitado semanas atrás. El agua arenosa sirve, como mucho, para la cocción del mijo, el sustento cotidiano de los lugareños.

La cadena de favores, aquí narrada, comienza a más de 4.000 kilómetros del país dogón, donde el final feliz tiene lugar. En Churra, una pedanía de Murcia, absorbida por la expansión de la capital y los nuevos centros comerciales. Un buen hombre, difícilmente puede el calificativo emplearse con más propiedad, a quien a partir de aquí llamaremos por su nombre de pila, Agustín, decide cumplir su promesa, de hacer una buena obra, prometida a “El Moreno”, una advocación de Jesús crucificado muy popular en…Colombia y conocido como el “Señor de los Milagros”.

El compromiso del señor Agustín, viene, pues, de lejos, de muy lejos. Exactamente se ha originado 9.021 kilómetros más al este, en el colombiano valle de Cauca a donde peregrinos de todo el mundo afluyen para venerar a “El Moreno”, en la localidad de Buga.  El señor Agustín conoce desde hace años a los salesianos de Churra, a quienes acude para que le orienten sobre qué obra buena podría financiar. Los salesianos ponen al señor Agustín en contacto con la Fundación Polaris World. De esta forma tan inverosímil, el cuadrilátero (Agustín, Fundación Polaris World, Buga, Tabitongo) se convierte en un círculo perfecto.

El del brocal excavado en la roca de Tabitongo, el pueblo que está en la ladera… sin una gota de agua. La promesa al “Señor de los Milagros” comienza a cumplirse en una pequeña explanada de Tabitongo a principios de 2010. La tarea no es fácil, el pueblo está asentado en una meseta rocosa, así que los 30 metros de profundidad del pozo tienen que ser excavados con barrenos de dinamita y un martillo neumático de segunda mano. Afortunadamente, perdón, providencialmente, a los 30 metros comienza a brotar agua, hecho que da la razón al zahorí que ha indicado el lugar exacto, localizado a medio camino entre la iglesia y la mezquita, donde resultaba imperativo excavar.

Se ha creado un comité de gestión del pozo para cuidar de su mantenimiento y limpieza. Todo el mundo puede acudir a extraer agua del pozo, el cual, por cierto, produce agua de excelente calidad. Cualesquiera sea la etnia o religión, sin distinciones de ningún tipo, extraen el agua que sirve para cocinar, beber, y una mínima higiene. El sobrante se usa para el ganado y el riego de los pequeños huertos familiares. La localización del pozo, a sólo 300 metros de la escuela facilita que las madres y los niños que acuden a la misma no ocupen su tiempo en interminables acarreos del agua, lo que, sin duda ninguna, les permite dedicar más tiempo al aprendizaje escolar.

Todos los vericuetos recorridos para conseguir extraer el agua de la roca, dejando aparte connotaciones anticotestamentarias, reflejan una moraleja que rezuma sincretismo por los cuatro costados.  La devoción de nuestro generoso murciano a “El Moreno” colombiano, propició que Amma, la principal divinidad animista maliense, ya mencionada con anterioridad, hiciera honor a su nombre, el “Señor de las Aguas”, en esta franja sedienta del África subsahariana. Sin olvidarnos de Alá que vela sobre la cercana mezquita que da sombra al pozo.

El enfermero con el Registro de Nacimientos
La maternidad, situada justamente al lado, fue la primera que la Fundación Polaris World construyó en la región. Cuando todavía se tanteaba el terreno ante la época de vacas flacas que se adivinaba en el horizonte y el Patronato decidió concentrar sus esfuerzos en una zona geográfica específica y en pequeños proyectos, bien identificables, y de fácil seguimiento. Se consideró adecuado un modelo mixto de maternidad y centro de salud, con una planta en forma de U, dotado de un pequeño despacho para los gestores y una pequeña oficina de farmacia. A unos cien metros, para mejorar las condiciones higiénicas, se construyeron unas letrinas. Todo ello por un costo que rondaba y ronda los 42.000 euros. El modelo se ha replicado en los otros diez Centros de Salud Comunitarios como se denominan en la parla oficial administrativa.  Algunos ya terminados y otros en fase de construcción. En los terminados más recientemente se ha preferido separar en dos edificios individuales, para guardar la intimidad de las parturientas, el bloque de consultas del de maternidad.

Advertimos, con enorme satisfacción, los pequeños detalles, apenas perceptibles,  que confortan nuestro sentimiento de que el esfuerzo de socios, amigos y simpatizantes ha merecido la pena. Tras dos años en funcionamiento, han ajardinado el patio con un cierto mimo, pese a la escasez de agua; todo el perímetro ha sido vallado en un murete de piedra elevado por los propios aldeanos a fin de proteger el recinto de los animales que se mueven a su aire por el poblado.  Una ONG francesa de Rennes ha traido mobiliario básico, camas, camillas y utensilios médicos, atravesando Marruecos y Mauritania. Y casi rizando el rizo, dada la precariedad en la que viven, hasta han contratado un enfermero. Sus conocimientos tienen toda la pinta de ser más bien someros, pero realiza tareas tan elementales como importantes: mantener la higiene del lugar, pequeña curas y, ¡sorpresa, sorpresa! Mantiene un cuaderno de registro con los nacimientos. Ochenta y dos durante el último año. Dentro de un par de décadas todo el mundo sabrá la fecha exacta de su nacimiento, podrá ser escolarizado sin problemas y conocerá el nombre de los progenitores, etcétera. Un aspecto aparentemente banal pero de gran trascendencia en la vida cotidiana del “pueblo en la ladera”. Donamos al alcalde un lote de medicinas genéricas, siguen media docena de discursos de agradecimiento y el inevitable ofrecimiento de los regalos. Nos llevamos la pareja dogón primordial, en madera, que encabezaba la marcha del comité de bienvenida a nuestra llegada.

Nos entregamos de lleno a la danza. Aunque no todos. Las señoras, siempre ellas, ululan y se mueven en círculos, alguna se destaca al centro y exacerba sus rítmicos movimientos, acelerando hasta levantar una polvareda con sus pies. Los hombres las rodean con sus tamborines y fusiles en el aire. Hasta, Narcisse, el presidente de la Fundación se atreve a agitar los brazos y levantar las rodillas hasta la altura de la cintura. Una vaga versión cartagenera del frenético ritmo local. Hellène, aparentemente más habilidosa, se acompasa mejor con las ancianas del lugar. Pero con todo y con eso… Isabelle descansa del rompecabezas de traducir del francés al español algo que ha sido hablado en dogón. Ramonet le da a la Nikon. ¡Señoras y señores, damas y caballeros, todavía nos quedan dos aldeas por visitar!.

Almuerzo de fiesta con Abel Kassogué (segundo por la izda.)
Apelando a nuestro sentido de la puntualidad occidental terminamos por encaramarnos, rodeados de danzantes con máscaras, jóvenes disparando salvass al aire, mujeres agitando febrilmente los brazos, a los vehículos salvadores. Todo en vano, Abel anuncia que su madre ha preparado un almuerzo de fiesta. Por más prisa que tengamos no podemos hacer ese feo. Nuestra primera comida rural en el patio de la familia Kassogué, la primera en una larga serie -hoy nos caerán tres- está compuesta de higadillos, sangre frita, y otras variopintas entrañas. Nada que no haya comido decenas de veces la víspera del santo patrón en mi villorrio, mi abuelo degollaba el lechazo, cuando tenía, teníamos menos miramientos, éramos jóvenes y, sobre todo, disponíamos de cuchillo, tenedor y servilleta. Esto de comer con las manos, por muy natural que sea el gesto, meter los dedos todos a la vez en la misma palangana con pollo y arroz… Nos falta una pizca de inculturización o nos sobran demasiadas normas de urbanidad. De las nuestras, por supuesto.

(Continuará…)

domingo, 1 de enero de 2012

JORNADA II: EL ARTISTA DE LA OPINEL

Podría haber acaecido en Heathrow, Barajas o Frankfurt, pero al final siempre surge la coletilla de que “ésto es África”. Una paráfrasis, posiblemente irracional e injusta, de que aquí, desde Tánger hasta Johannesburgo, y ya es cacho, cualquier cosa puede pasar. El “dejá vu” de las calles desiertas y polvorientas, los tenderetes de venta descalabrados al borde la cuneta, ahora vacíos, en la ruta que hace, precisamente, veinticuatro horas hemos recorrido a la inversa. Vamos hacia el aeropuerto para embarcar en el vuelo de Bamako a Sevaré, como 800 kilómetros a tiro de piedra, o al menos  en línea recta, a vuelo de Air Mali en avión de hélice. Dicen que es más fácil que se desplome un Airbus de última generación que un Embraer EMB 110 Brasilia. Incluso, en las habilidosas manos de los pilotos holandeses que vuelan hasta Tombuctú, puede planear. Afirman.  Pero ya se sabe: “esto es África”. Bromeamos sobre si el depósito estará lleno de keroseno.  Si no nos vemos en la necesidad de planear sobre la sabana, a eso de las nueve estaremos visitando el primer proyecto de una agenda muy, muy apretada. Las viudas de la asociación de mujeres musulmanas, a quienes la Fundación Polaris World ha financiado cuatro pozos para cultivar sus huertos, nos esperan engalanadas y a ritmo de tambor batiente, no muy lejos del aeródromo de Sevaré-Mopti. Confiemos en el destino ignoto, en la Providencia omnímoda, en el piloto holandés y en el maliense responsable de enchufar la manguera de la cisterna de Total al aeroplano.

Sorprendentemente, no que esta hora sea un factor determinante en las cercanías del ecuador, no se ve un alma por los parajes. Ni en el aparcamiento, ni en la terminal. Ni taxis, ni maleteros, ni vendedores, ni vigilantes. La ebullición habitual en el acceso al aeropuerto se ha esfumado. A decir verdad, se ven exactamente dos cuerpos, un militar con la metralleta en ristre que nos dirige por señas, con ciertas muestras de nerviosismos, a la ventanilla de información y el informador de la ventanilla de información: “El aeropuerto está cerrado, no hay ningún vuelo en todo el día”. Caemos en la cuenta de que Spanair, a mediados de noviembre, nos había cambiado las fechas de salida de Barcelona porque “el aeropuerto de Bamako estará cerrado por tres días”. Como avezados o, mejor dicho, desencantados viajeros de otras peripecias aeroportuarias, pensamos que era una disculpa poco creíble con que enmarañar sus oscuros intereses comerciales. Por una vez, el centro de desatención al cliente, sin que sirva de precedente, nos había dicho la verdad. Y nada más que la verdad.

“Vuelvan mañana”, dice el agente de información aeroportuaria, como si tuviéramos la costumbre de dar una vueltecica por los alrededores, todos los días al alba. Preguntar por qué nadie nos avisó, ni siquiera la agencia de viajes donde se adquirieron los pasajes, parece irrelevante. Casi tanto como volver mañana. Deducimos que mañana puede ser pasado y así sucesivamente. No resultaría extraño que nos pasáramos siete días yendo y viniendo al aeropuerto en busca de nuestro piloto holandés errante sin que nadie sepa decirnos si ha vuelto de Tombuctú o el cierre del aeropuerto se debe a alguna, tan huera como grandiosa, llegada de dignatarios panafricanos. Resolvemos el problema por la vía rápida.

Puesto de control y mercadillo
Se impone un transporte alternativo. La elección no es complicada. Sólo hay uno: carretera y manta para hacer los 700 kilómetros que nos separan de Bandiagara y recuperar la agenda de visitas, mañana, domingo, desde el corazón del país dogón. A estas horas Bamako comienza a desperezarse. Para facilitar las tareas pastorales del Padre Emilio que, tan amablemente, nos ha traído a esta intempestiva hora matinal, le acompañamos a celebrar la eucaristía (“dar la misa”, en el lenguaje del vulgo) a las monjas salesianas, en los suburbios de Bamako. Al pasar un puesto de control policial, el agudo agente de guardia advierte que en el todo terreno nipón vamos uno más de los aconsejados por el fabricante. No podemos negar la evidencia. En el asiento del conductor, el P. Emilio, en el contiguo, Hellène e Isabelle se apretujan como buenamente pueden. Los hombre, tres, como dicta la tradición, detrás. Efectivamente, somos seis para un vehículo donde la estricta ley de circulación maliense sólo admite cinco. ¿He dicho estricta? Basta mirar en derredor y autobuses, camiones, carros y carretas, motocicletas, asnos, todo medio de transporte, como dicen ahora los jóvenes (y las jóvenes, naturalmente), van “petados”. Si sacara a relucir el código, es muy probable que a media mañana el riguroso agente de la ley acabe con su talonario de multas. Si lo tuviera o tuviese.

El Père Emilio, veterano de estos lares, ante la escasamente sutil disyuntiva propuesta por la autoridad competente: “Prefiere usted que lleve sus papeles hasta la comisaría y las 11 se los devolverán o…”.  Aunque bien pensado lo gracioso de la expresión no es tanto la propuesta venal cuanto la puntualidad con que prometen devolvernos los papeles. Dentro de cinco horas en punto. Como 5.000 CFA de la moneda local prometen ahorrarnos esas cinco horas -1,52 euros por hora nos va a costar la infracción- accede a darle una caritativa dádiva. A modo de viático que, según el DRAE, en su cuarta acepción, es la subvención en dinero por un trabajo específico. El de ponernos la multa. Ítem más, el trabajo de no ponerla. Que alrededor cualquier medio de transporte infrinja la casi totalidad de las normas del código de circulación local, nacional e internacional no parece llamar la atención de nuestro atento cumplidor de la ley.

Mientras el Père Emilio finiquita las negociaciones con el guardián, un autobús, tan “petado” como el resto, se ha parado a nuestra altura. El conductor nos mira, primero curioso, después intrigado y finalmente en un gesto que pretende ser cómico, al percatarse de que somos un hato de blancos y blancas perdidos en medio del revuelo del puesto de control, pasa delicadamente, eso sí, la palma de la mano extendida hacia abajo por su garganta, en un gesto que, por su sonrisa maliciosa, considera ingenioso. Y así lo consideramos nosotros. Nos lo tomamos a risa y nos sonreímos con él. Seguro que en su parabólica recibe hasta el hartazgo Al Jazeera. So pena que sea un agente infiltrado de Al Qaeda. Hombre blanco no tener miedo, amigo. Lo cierto es que aunque se trate de una broma de televidente empachado, en ayunas, sin Nescafé y dilucidando cómo nos las vamos a arreglar para llegar a Sevaré, el humor negro maliense no tiene demasiada gracia. Un flash de las recomendaciones del ministerio sarkoziano de Exteriores. “No se extravíen más allá de los 30 km. del centro de Bamako”. Debemos estar en el treinta y uno. Loor y gloria a los servicios secretos de Nicolas.

Mientras el P. Emilio celebra con las hermanas salesianas la sagrada eucaristía, nos dedicamos a fotografiar, desde el patio de la residencia, el amanecer africano, tan imponente o más que sus atardeceres. En este erial de los suburbios, donde se han asentado, todo rezuma tranquilidad, calma, orden. Se nota, como si dijéramos, el toque femenino  de las hermanas. En los árboles del jardín bien podados, las buganvillas que trepan por el perímetro de protección, las  papayeras con el fruto aún demasiado verde y los cuidados bancales con las omnipresentes cebolletas. Incluso el horno, donde queman las basuras, está impoluto gracias a lo que durante todo el viaje, cada vez que veamos, no serán muchos, un espacio ordenado, limpio y atildado lo atribuiremos a la “touche femenine”. De regreso a Bamako, aprendida la lección de la ida, sorteamos la vigilancia del aduanero por el sencillo procedimiento de que Hellène e Isabelle desciendan poco antes de pasar por la garita y atraviesen el puesto de guardia a pié. El vigilante nos mira sorprendido pero ante nuestro cumplimiento estricto de la legalidad más absoluta –aunque sólo haya sido durante cincuenta metros- no le queda otra que mirarnos cariacontecido. El conductor de la palma extendida ya no está para hacernos aspavientos. Afortunadamente. Nos las prometíamos muy felices con el Nescafé de las salesianas, pero hemos tenido que satisfacer nuestro apetito con el bello amanecer africano y deleitarnos con el “female touch”.

Casi las ocho. Deberíamos estar aterrizando en Sevaré. Ahora nos toca solucionar el problema del transporte so pena de desbaratar toda nuestra cuidada programación en Bandiagara y alrededores. Avisamos a Abel nuestro fiel heraldo, nuestro interlocutor en Sevaré. Está esperando el avión que nunca llegará. En compañía de la policía local, avisada desde la Dirección General en Bamako, para custodiarnos durante nuestra estancia. Le sugerimos que les despida aprovechando que en todo el día ya no llegaremos. Y para el caso, como no queremos que se conviertan en nuestra sombra, que les diga que ya ni nos desplazaremos. No habrá manera. Al día siguiente, aparecerán firmes a la puerta del hotel. Órdenes de la superioridad. En la agencia de viajes Bambara que, por casualidad, se encuentra a trescientos metros del Centre Père Michel, una docena de autobuses, pese a que se trata de la estación alta desde el punto de vista turístico, permanecen ociosos en el patio. Algunos de los chóferes pasan el tiempo limpiando el interior para satisfacción de los turistas que nunca montarán. Por lo menos este año, ya veremos el próximo. La misma agencia está cerrada. Eso que, supuestamente, es una de las más importantes del país. Un desastre económico para centenares de familias.

Como en Cuba, Egipto, Marruecos y otros países desorganizados siempre aparece, de no se sabe dónde, en el momento más oportuno, alguien para solucionar los problemas, desde los más ínfimos a los más insuperables. Un guía ocioso se presta a solucionar nuestras dificultades de transporte de manera rauda y eficiente. Conoce un amigo que conoce un amigo, etc. Nos invita hasta su casa. Vamos tranquilos, aunque posiblemente, desde el punto de vista de la seguridad, estemos infringiendo alguna que otra norma. ¡Vaya, ahora sí que no nos hemos alejado más de 30 kilómetros de Bamako! Que su novia, esposa, querida, amante sea francesa nos insufla un cierto grado de tranquilidad. Tenemos una visión fugaz de ella en camisón rosa pálido mientras atraviesa una de las piezas antes de que, gentilmente, vestida, salga para ofrecernos agua. Sin Nescafé, pero algo es algo. Negociamos el precio, aunque no mucho, pues son las nueve de la mañana y cuanto antes nos tiremos al asfalto, tanto mejor. Tenemos claro que debemos alcanzar Bandiagara antes de que anochezca a eso de las seis de la tarde. Conducir de noche en Mali, supongo que en todo el continente, no sólo no es recomendable, sino que debiera estar prohibido por algún tratado internacional. La ONU debería reunir al Consejo de Seguridad cualquier día de éstos, entre guerra y guerra. Por precaución, antes de pagar le decimos que nos enseñe el maravilloso vehículo que dice poner a nuestra disposición. Cuando lo trae concluimos con celeridad que las garantías de que lleguemos sanos y salvos nos parecen excesivamente limitadas.

Así que vuelta al infatigablemente generoso Père Emilio. Nos lleva a la casa de un cristiano libanés vendedor de piscinas que habita en la vecindad. Que sea libanés, cristiano y vendedor de piscinas no es contradictorio, ni surrealista, con buscar el medio de transporte alternativo para hacer noche en Bandiagara. De hecho, su ascendencia fenicia, como la de todos sus compatriotas, -se calcula que 250.000 en África occidental- les ha convertido en los reyes del comercio, en una zona donde la volatilidad política hace que el comercio sea extremadamente complicado. Los negocios más boyantes: restaurantes, supermercados y…venta de piscinas están en sus eficaces manos y sentido común. Eso que dicen que aparecieron aquí por equivocación: el barco que les llevaba a Brasil, a finales del XIX se extravió por las costas de Senegal. 

El primer intento negociador de nuestro amigo no llega a buen puerto. Delante del lujoso hotel L’Amitié, la oferta de vehículo con conductor es similar a la del guía que acabamos de desechar, y más cara. Nos lleva al otro extremo de la ciudad, a la parte nueva, donde se sitúan las embajadas y zonas residenciales de más tronío. En esta agencia, a la sombra de un retrato de Gaddafi, llegamos a un acuerdo. El vehículo resulta más caro, unos 90.000 CFAs, gasoil aparte, como 120.000 por jornada (hoy y mañana para que el conductor regrese a Bamako). Sin embargo, dado que el vehículo es notablemente más espacioso, aceptamos la propuesta. Tiene aire acondicionado, el chófer, hombre de pocas palabras, según el propietario, es un experimentado conductor que acaba de llegar de Dakar. A todo esto se nos está haciendo mediodía y en seis horas nos resultará imposible alcanzar Bandiagara. Mohammed, el chófer se detiene en un mercadillo para comprar una goma de neumático con la que atar mejor el equipaje, otro desvío para despedirse de su familia. A este ritmo nos vemos merendando en los aledaños de la capital.

Finalmente, hacia las doce, dejamos atrás Bamako y emprendemos el camino a Segou. La carretera nacional es infame, sin apenas arcenes. Cada media docena de kilómetros un camión averiado ocupa una parte de la calzada, un poco más adelante, un microbús con la rueda trasera desmontada, entre medias una carreta cargada hasta la maza. Y así kilómetro, tras kilómetro. Las señales de peligro se reducen a ramas que han cortado de los arbustos, colocadas de través en medio de la carretera, apenas unos metros antes de llegar al vehículo accidentado. De día se aprecian desde una distancia razonable, con una cierta facilidad. De noche, no hace falta ser adivinos, las posibilidades de estamparse, sobre todo si circulamos como ahora a 120 por hora, son, estadísticamente, altas. Más kilómetros. Parece que todo el parque automovilístico maliense tenga necesidad urgente de un Plan Renove. De hecho, se cuentan casi tantos vehículos averiados como en circulación.

Pese a todo, avanzamos. Mohammed, que apenas ha abierto la boca, es un experto conductor, deducimos, tras observar como realiza algunas exquisitas maniobras improvisadas. Un volantazo por aquí, un frenazo por allá y otra vez a ciento veinte. No es el maliense más simpático que nos encontraremos durante los once días, pero es un ducho chófer a la hora de esquivar obstáculos en los arcenes, las gallinas a la entrada de los villorrios o adelantar camiones contenedores que amenazan con ladearse por completo sobre la cuneta. Aunque parece tener tanta prisa como nosotros por llegar. O por volver. Intentamos convencerle de que queremos, necesitamos, suplicamos un “pipí stop”. Pero sea por concentración en su ardua tarea, sea porque no le gustó nada que le metiéramos prisa por salir de Bamako, no hay forma de hacerle parar.


Admiramos los mercados que salpican las aldeas que atravesamos, el ajetreo multicolor de escolares con el cabás a la espalda, mujeres, con elegantes ropajes, volviendo del mercado con sus enseres en la cabeza, carretas cargadas de mazorcas de mijo, impecablemente ordenadas. Nunca fue más cierto aquello de que la vida se hace camino al andar. La vida en Mali, una vez fuera de Bamako, transcurre, casi invariablemente, al borde de las carreteras o sobre ellas. Por fin, nuestro adusto conductor, seguramente acechado por el hambre, accede a parar en una intersección de caminos. Otro mercadillo más. Mientras desaparece, raudo y veloz, en un puesto de comidas, nosotros compramos el pan que, son las tres y estamos a galletas y agua, nos salve la jornada. Incluso en esta encrucijada perdida de la sabana, algo bueno dejaron los colonizadores gabachos, el pan tiene buena pinta. Los plátanos, la única fruta segura desde el punto de vista sanitario, están un poco ennegrecidos, por demasiado maduros, pero ante la falta de manzanas relamidas Golden de El Corte Inglés, buenos nos parecen.  Reanudamos la marcha a la espera de que Mohammed acceda a darnos cobijo a la sombra de algún monumental baobab. El salchichón ibérico zamorano que Narcisse había echado a la mochila, con la previsión de experto en veinte viajes más, tiene todos los números para convertirse en nuestro y único alimento hodierno.

De repente, sin un suspiro, ni el más leve quejío, como si hubiera exhalado el último suspiro en una infinita paz mecánica, el Toyota –orgullo del País del Sol Naciente- se detiene, por su propia iniciativa, mansamente al lado de la carretera. La faz preocupada (¿o es la misma de todo el viaje?) de Mohammed no augura nada bueno. Ha tenido la habilidad o la fortuna de detenerse a la entrada de un poblado. ¿Alguien quiere apostar que hay más de doscientos kilómetros de sabana hasta el próximo taller? Pero, al menos, si tenemos que pasar la noche será en un lugar habitado. Porque el resplandeciente Toyota que nos vendieron en Bamako se ha quedado patratás, tras unos  escasos 250 kilómetros. Será porque se ha cansado viniendo de Dakar. Sin el mínimo aviso. Alguien aparece con una cántara de agua. Imagino cómo habríamos solucionado el problema si la parada hubiera sido veinte o treinta kilómetros antes.

Narcisse con sus lecciones añejas de la Fiat en Turín, de hace cuarenta años, y las más frescas de las clases impartidas a sus alumnos cartageneros de formación profesional, parece más confiado. Es el radiador, afirma, no lo chequearon y se ha quedado sin agua. Parece un mal menor. Efectivamente, nuestro especialista recién llegado de Dakar no había tenido la precaución de rellenar el agua del radiador y éste se había quedado más seco que el alma de Judas. Bastará con colmar el radiador, refrescarlo por fuera y, voilà, que el motor se pone en marcha. Las lecciones de mecánica durante el viaje serán abundantes. Adivina, adivinanza: ¿por qué los camiones parecen avanzar ligeramente atravesados sobre la carretera? Ramonet, otro aficionado a los motores de dos tiempos desde sus tiempos jóvenes en la Anoia catalana, ofrece las oportunas explicaciones: “Se les ha roto una ballesta y el eje atravesado hace que el camión avance de través”. O algo así. Así sea. Yo todo lo que sé se resume en el motor de riego Campeón de mi infancia el cual, obviamente, carecía de radiador.

A estas alturas del día, el programa de la jornada es irrecuperable. Aparte de proyecto NP 49: “Apoyo a las actividades generadoras de ingresos económicos de la Asociación de Viudas y Huérfanos de Sevaré”, nos hemos saltado la visita NP 48: “Excavación de pozo de supervivencia en  Orintouno”. Ya veremos a ver si y cuándo recuperamos las visitas. El objetivo ahora es llegar de día, aunque a medida que el sol empieza a bajar por la izquierda de nuestra marcha y faltan 500 kilómetros, nos percatamos de que resultará inalcanzable. Pese a todo, cuanto menos tiempo estemos en la carretera, nuestras posibilidades de perecer en el intento serán mucho menores. Debatimos acaloradamente si para ahorrarnos media hora es mejor echar mano del pan que hemos comprado y el embutido acarreado desde la lejana Benavente. Consideramos que en media hora ganada, podemos ahorrarnos como cuatro autobuses con la rueda reventada, tres camiones con el eje en reparación, cinco carretas fantasmas, dos motocicletas sin luces y media docena de bicicletas invisibles. Eso sin contar peatones ni búfalos.

Buscando la Opinel en el equipaje
Ramonet está en una posición privilegiada para hacer de estazador. Sentado en la banqueta trasera dispone de un espacio razonable, aunque lejos de la cocina de El Bulli, para abrir la Opinel sin que en un bamboleo de Mohammed con el volante termine con la navaja, por las dimensiones parece más un cuchillo, clavado en la ingle. O en algún sitio más doloroso. El arma blanca, icono multipremiado del diseño minimalista, fabricado, desde 1890, en Alta Saboya por la familia Opinel (¡Gracias, Wikipedia) resulta el instrumento perfecto –por algo se venden 15 millones de “opineles” al año- para seccionar el salchichón ibérico en finísimas lonchas. Y todo hay que decirlo, en honor al artista, mientras circulamos a 120 por hora. A Mohammed nuestras inquietudes con el gocho embutido y la Opinel le traen al pairo. Ramonet que entre sus múltiples profesiones ejerció de camarero en sus tiempos jóvenes, cuando Europa tenía fronteras, hace el servicio a las mil maravillas. Además, tiene la amabilidad, en un gesto de solidaridad inquebrantable de que el último bocadillo sea el suyo. Su pericia nos ha ahorrado media hora de angustia nocturna. Nos acercamos  a San y los bordes de la carretera se vuelven tan inquietantes como el bacheado de la ruta.

En un puesto de control, la policía que a todas horas lleva el móvil pegado a la oreja, cuando ya es plena noche, nos invita a bajar del vehículo y nos conduce a una caseta de adobe, pertrechada con el escaso mobiliario de una mesa y una silla. Ante nuestras muestras de incredulidad y preguntas temerosas, nos reaseguran que es una práctica ordinaria, como no podía ser menos, de la autoridad competente. Pero tras tantas advertencias y avisos, a estas horas de la noche como todos los gatos son pardos, la desconfianza se ha acrecentado notablemente. Nos preguntan de donde venimos, a donde vamos y para qué. Lo apuntan en un cuaderno. Observo las anotaciones de todo el día, una línea por vehículo transitado. Ni un solo extranjero, todos parecen nombres locales. La luz de la linterna en la garita de adobe se vuelve inquietantemente fantasmagórica. Tras chequear que nuestro Mohammed tiene los papeles en regla, cuando estábamos a puntos de ponerles firmes con la carta del P. Emilio al director general de la policía, nos dejan pasar y nos desean un excelente viaje.

Comienza lo peor. Rectas interminables donde sólo advertimos la vegetación más próxima a la carretera, a la temblorosa luz de la larga del Toyota que, a estas horas, parece desbocarse. Mohammed se ha vuelto más adusto con la oscuridad y ahora, medio en broma, medio en serio, conducimos seis personas. Todos expectantes, temerosos de vehículos abandonados, leones (desaparecidos tiempo ha de estos parajes), de un bache, una curva, atentos a los “muertos” que se levantan en las entradas de las aldeas. Por la cabeza se nos pasa que en cualquiera de estos desérticos parajes sea por avería, sea por asalto, somos carne de la inmensidad de la sabana. Pero ¿qué otra cosa podemos hacer? Algunos hablan de la Providencia. La carretera se hace interminable. A la luz de una linterna vamos observando en el mapa los pueblos que pasamos, pero el mapa de origen húngaro, comprado en Viena, aunque bastante detallado obvia muchas aldeas, así que por momentos pensamos que estamos yendo hacia la nada. ¿Apareceremos en Mauritania o Burkina Faso? Cuando tras muchos kilómetros, un nombre de aldea corresponde con el marcado sobre el mapa, nos sentimos a salvo, seguros. Pero la carretera no se acaba nunca y ya son casi las 9 de la noche. Deberíamos haber llegado a Sevaré, pero Sevaré, aparentemente, se encuentra a 100 kilómetros, o ¿son doscientos?

Visible de día, algo menos de noche
Por fin. Hacia las nueve y media apercibimos las luces de Sevaré en la distancia. Deberíamos haber estado aquí a la misma hora, pero doce antes. Si, por una vez, hubiéramos creído a Spanair. Los sesenta kilómetros restantes hasta Bandiagara ya nos parecen una bendición. No es que hayan desaparecido carretas, camiones, peatones, pero la ruta es mucho más amplia, incluso a tramos tiene marcaje. Narcisse que ha pasado semanas diseñando un mapa con los pueblos de la región dice que le suenan todos los nombres.

Arribamos a Bandiagara. Respiramos hondo. Apenas cinco kilómetros antes de la meta, Mohammed ha evitado una última carreta. Juramos que nunca jamás volveremos a hacer trayectos nocturnos. Aunque tengamos que ponernos en ruta a las cuatro de la mañana. Ya estamos más cerca de las once de la noche que de las diez. En el hotel “La Falaise”, los huéspedes se cuentan con los dedos de la mano, nosotros somos cinco, se ofrecen a hacernos una tortilla francesa. Aunque como la propietaria es belga… Eso que el cocinero estaba montado en la moto para irse a casa. Para lo bueno y para lo malo: “ésto es África…”



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Relato del viaje de miembros de la Fundación Polaris World a Mali para visitar los proyectos realizados o en proceso de ejecución en el país