lunes, 23 de julio de 2012

JORNADA VIII: DE CÓMO ZURRAR LA BADANA A TODO UN SEÑOR OBISPO (Y FIN)


En un viaje anterior de la Fundación Polaris World a Mali, febrero de 2010, pese a nuestras reticencias para apoyar la solicitud de la maternidad de Dougabougou, como a unos 40 kilómetros de Segou, en un desvío de la carretera general de Sevaré a Bamako, se terminó por acceder a la solicitud, esencialmente, por dos razones que no tenían que ver, estrictamente hablando, con el proyecto en sí, si no, con la persistencia y la diligencia de Monsignore Agustín Traoré, el obispo de la diócesis. Durante una extensa conversación juró y perjuró, es una forma de escribir, que el proyecto de la maternidad para los 17.000 habitantes de Dougabougou era prioritario, urgente y absolutamente necesario. En realidad, la solicitud no encajaba del todo con los fines y el contexto donde la Fundación Polaris World lleva a cabo sus actividades. La localidad dista bastante de estar situada en una zona rural, uno de los condicionantes para colaborar en los proyectos que se presentan. Por más que no forme parte de una metrópolis, tiene la nada despreciable cifra de 17.000 habitantes y una industria azucarera, aunque esté de capa caída, pero que está a años luz de los medios rurales en donde la Fundación se mueve habitualmente.

A la persistencia apuntada se sumó su formidable diligencia. Para encontrarnos, se tomó la molestia –dado que nuestra agenda en aquel viaje estaba muy constreñida y no nos permitía encontrarle en otro momento- desplazarse muy de madrugada desde Bamako, a donde había llegado la noche anterior, procedente de una de esas reuniones panafricanas que son tan del agrado de… los africanos. Sean políticos, militares o eclesiásticos. Así que, en aquella ocasión, se pasó desde las siete de la mañana hasta las once para convencernos de que tras las negativas de Manos Unidas, de otra organización católica alemana y una protestante francesa (¿o quizá era al revés?), la Fundación Polaris restaba su única tabla de salvación para sacar adelante el proyecto que los habitantes de Dougabougou llevaban esperando años. Nos hizo una descripción tan lastimosa del dispensario de la fábrica azucarera, por lo demás el único, aunque miserable, espacio para sanar los cuerpos en veinte leguas a la redonda, que casi tememos perder el alma si no asumíamos el proyecto. Aconfesional, apolítica, etc. etc. como es la Fundación Polaris, el hecho de que nos convenciera el obispo era irrelevante, podría haber sido un imán o un ogón (jefe animista de las aldeas) siempre que se comprometieran a realizar las instalaciones en un plazo razonable de tiempo. ¿12 meses, Sr. Obispo? No, en seis, tal como se describía en la solicitud, afirmó como quien recita el sursum corda de carrerilla.

Aunque de aquellos barros estos lodos, que se suele decir. En el ínterin nos enteramos por casualidad de que una ONG francesa –de arquitectos especializados en instalaciones hospitalarias- de Rennes ya había mandado al obispo más allá de donde el Señor perdió las chanclas porque no hubo manera de que aceptara ciertas condiciones que pretendían mejorar el proyecto original, al cual nosotros con la fe del carbonero nos habíamos sumado.

Casi dos años después, los persistentes en este caso habíamos sido nosotros, requiriendo imágenes del progreso de la obra: que menos que un fugaz correo anunciando cómo van las cosas, una foto de móvil para decirnos que aquello estaba en marcha, hasta una factura de mala muerte que echarnos a la auditoría para justificar el 50% del coste total del proyecto nos hubiera podido servir. Ná de ná que dicen en la huerta murciana.  Por lo tanto, aquí estamos con cara de pocos amigos, delante del obispo y su secretario, Robert Diarra (nada que ver con la saga de futbolistas), pidiendo, qué digo pidiendo, exigiendo, el tono del presidente de la Fundación Polaris, monsieur Narcisse no admite dudas,  que nos aclaren, ipso facto, por qué la obra no está acabada, por qué no nos han hecho la mínima comunicación sobre el progreso de la misma, por qué no envían ninguna justificación de la demora, por qué, por qué.

El tono cortés de la conversación, pero no por ello menos tensa, hace presagiar que Narcisse, humilde y modesto coadjutor salesiano, siervo del Altísimo, además de presidente de la Fundación, haga saltar por los aires todos los conceptos del respeto jerárquico que le enseñaron en el noviciado de la Almunia de Doña Godina, y termine por agarrar de la mitra o del báculo pastoral. Es broma, el obispo lleva la túnica-pantalón “fashion” entre los clérigos locales, aunque la bufanda al cuello (¡en Mali!) invita a un comodísimo arrebato de ira. Nos tememos lo peor, es decir que cuando dentro de un rato vayamos a visitar el sitio nos encontremos al pedáneo del pueblo en medio del mismo descampado donde con un par de gallinas en la bicicleta nos mostró, en su momento, los cuatro mojones donde, supuestamente, se iba a edificar la maternidad y el dispensario.

Obispo, lego, soldado, funcionario, fresador, poco importa la profesión, la etnia, la nacionalidad, incluso hasta el lenguaje: se adivina a cien leguas que el obispo –como tantos otros pillados “in fraganti”- se las ve y se las desea para escabullirse del tercer grado al que le estamos sometiendo, pese a que resulta fácil percibir que se ha encontrado en situaciones similares, donde su zalamero vocabulario busca desesperadamente disculpas implausible, a la vez que se convierte en una refinada semántica de medias palabras y metáforas barrocas. ¿Deberíamos añadir, romanas?. El bueno de Diarra, su segundón, no sabe donde meterse, apoltronado en el mismo sofá que su “boss”, intenta esquivar a toda costa la mirada inquisidoramente zamorana de Don Narcisse, mientras el obispo que luce un curioso mostacho, se diluye en rocambolescos vericuetos de justificaciones tan inverosímiles como increíbles. Nos cita, ahí es nada, hasta el reciente alza del cemento en Camerún, y la inflación que ha sufrido el transporte de mercancía, por obra y gracia, de los camioneros de Burkina Faso para explicar la demora en la construcción. ¡Ay Señor, Señor, no le tengas en cuenta sus mentirijillas, que está internacionalizando un banal problema de simple albañilería!

Lo más sorprendente es que hemos tratado ya decenas de veces con autoridades menores de pueblos perdidos en medio de la estepa sahariana y, aparte de mucho más veraces y sinceros, han resultado incomparablemente más eficaces. Narcisse que, como presidente, está en su derecho y en su deber, no suelta la presa. Ni corto, ni perezoso, lástima que el efecto sorpresa no sea tan inmediato porque la pausa necesaria para aderezar la traducción resta inmediatez: “Señor obispo, déjese de meandros, ¿cuántos meses tardarán en terminar la obra?”. Cortita y al pié. Narcisse, que en su otra vida profesional conoce al dedillo el sentido de la jerarquía episcopal a la que, previsiblemente, tiene en gran respeto, le está cantando las cuarenta a todo un príncipe de la Iglesia católica, apostólica y romana. No salgo de mi asombro, aunque tiene todo mi apoyo moral. El señor obispo mira al acólito, al cura Robert Diarra, quien a su vez remira a su señor, ambos ligeramente desconcertados por la nitidez de la pregunta y el tono, claramente áspero, casi hosco, que seguramente han percibido aunque no entiendan nada de español. No es que Isabelle sea una traduttora, traditora, pero la dulzura del francés difícilmente traslada las rugosas aristas del castellano. Sólo ha faltado un taco, pero no es el momento, ni el lugar para haber exclamado: “Ostia, monsignore, para qué pidió la maternidad si no ha sido capaz de hacerla”. Aunque no me extrañaría que a Don Narcisse se le haya pasado por la punta de la lengua.


Entre la espada y la pared, al obispo ya no le quedan más meandros que circunvalar y termina afirmando, el vocablo exacto sería, confesando, que en tres meses estará la maternidad terminada. Laus Deo. Aunque eso está por ver. ¿Si no han dicho ni oste ni moste en doce, cómo van  a finalizar una obra en tres meses? Salvo que, dado el lugar donde nos encontramos, se produzca una intervención del Altísimo o nos quiera hacer comulgar con ruedas de molino.  Por lo tanto, nos ceñiremos al episodio evangélico de Santo Tomás: Ver para creer.

Rozando el límite de la descortesía, tan grande es el enfado, nos despedimos enfurruñados ¿excomulgados? del obispo, aunque no del acólito Diarra que nos seguirá hasta Dougabougou para inspeccionar “in situ”, la ejecución de la obra. En el camino, nos detenemos en Markala donde hace unos meses la Fundación Polaris había financiado el acondicionamiento de una granja escuela para acoger a 30 familias, esta vez viudas católicas, para desarrollar un proyecto muy parecido al que acabamos de ver en Sevaré con las musulmanas. Esta vez nos acompaña el párroco de Markala, le Père Coulibaly. El proyecto consistía en hacer de la granja parroquial de Markala (5 hectáreas), un espacio de inserción socioeconómica para las viudas de la parroquia y de otras mujeres necesitadas de la zona, a través de actividades como la cultura del arroz, verduras, piscicultura y ganadería porcina y bovina.

La Fundación Polaris financió el proyecto con 25.050 euros, parte de los cuales se emplearon para la excavación de un pozo artesiano, la compra y el montaje de una bomba solar, adecentamiento de parte de los terrenos, adquisición de una motocultivadora (sí, china) y herramientas de labranza. El resto del proyecto lo financió Cáritas Italia. Aparentemente todo se había desarrollado con normalidad, incluso alcanzó un notable grado de éxito, obtenida una excelente cosecha de arroz. Lo que no entraba en los planes ni del párroco, ni en los de la Fundación es que una noche, quizá estrellada, acaso oscura, uno de los guardianes desapareciera con casi toda la cosecha: 50 sacos de arroz. Una fortuna para estas buenas (o malas) gentes. Justo al día siguiente de que las viudas tornadas agricultoras acababan de separar la paja del grano. Aparte de perder la cosecha, esto ha creado agudas rencillas familiares que, según el párroco de Markala, amenazan con desmoronar la totalidad del proyecto. ¡Vaya mañanita tan poco evangélica que llevamos! Y eso que somos aconfesionales, apolíticos, etc. etc. “Sabed que si el dueño de casa hubiera sabido a qué hora habría de venir el ladrón, no habría permitido que forzara la entrada a su casa” (Lucas 12,25-59). Amén.

Atravesamos el puente sobre el Níger –absolutamente prohibido por razones militares tomar fotografías de la pintoresca estampa de los pescadores, con agua hasta la rodilla, mientras tiran las redes a la captura del preciado capitán (nombre de pez)- y durante 20 kilómetros continuamos por una pista firme hasta llegar al dispensario de la discordia, el de Dougabougou. El proyecto consiste en la construcción de un centro de salud comunitario (CSCOM) compuesto por tres secciones: edificio de medicina general para hombres y mujeres, edificio de maternidad y pediatría, edificio administrativo y farmacia. En una segunda fase, la idea es que el CSCOM sea ampliable para otros servicios (aquí entraba la ONG de Rennes): quirófano, patio interior, laboratorio, alojamiento de alguna enfermera o matrona. Esta ampliación será necesaria por el hecho de que el pueblo de Dougabougou crece exponencialmente cada año. Se trata, en realidad, de un cruce de caminos donde pueden encontrarse la mayor parte de las etnias de Mali: bambara, peulh, minianka, bobo, senoufo, samogo, mossi, sarakolé.

En Dougabougou no hay centro sanitario. Para recibir cuidados médicos, aquellos que pueden permitírselo, se desplazan a Segou (a 57 km.) o bien a Markala (situada a 22 km.) donde hay un centro de salud bastante mal equipado. Como la zona es de una extremada pobreza, los obreros, una gran parte de la población está empleada por la azucarera, en manos de los chinos, ¡cómo no!, por falta de medios, ni siquiera se pueden desplazar.

La Fundación decidió conceder una financiación de 49. 751 euros, un costo ligeramente superior a la media de este tipo de maternidades dispensarios, situados en torno a los 42.000 euros. Cuando en su momento ya se pidieron explicaciones del sobrecosto se adujeron razones del alza del precio de los materiales y de que los espacios diseñados sobrepasaban las dimensiones habituales de otras construidas en el país dogón. ¡Sea! En octubre del 2010 se desembolsó el 50% y lo que ahora veamos y contemplemos será todo lo que sepamos. Ni fotos, ni correos, ni facturas. In albis, que se decía cuando Monsignore Traoré estudiaba en la Ciudad Eterna.

Para nuestra sorpresa y alivio, aunque los edificios estén un poco deslavazados en su conjunto, con los trazados de las plantas algo dislocados, no tienen mala pinta del todo. Son menos sólidos y algo más chapuceros que los construidos en piedra en el país dogón, pero tienen el aspecto de estar construidos con cierta finura. Falta todavía por terminar la pintura, los aislamientos, algunas separaciones, pero podemos respirar tranquilos. Cómo se las han arreglado para llegar a esto, incluso contando con el alza del transporte en Burkina Faso y el precio del cemento en Camerún es todo un misterio, divino, por supuesto, pero ahí están. Falta, y no es poca cosa, un pozo negro, una cisterna para redistribuir el agua, excavar un pozo para acceder al mismo, el Níger está cerca, así que no será complicado. ¡Que San Agustín, el santo patrono de nuestro querido obispo nos tenga en sus plegarias, porque mal que bien, el dinero ha sido empleado! Insistimos con nuestro amigo Robert Diarra para que enmiende su celeridad en la comunicación: fotos, facturas para abonar el total, un ramito de tamarindo, a modo de hisopo, cuando Monseñor Traoré bendiga las instalaciones. Lo que sea. Algo. Antes de que el Patronato y los auditores nos den un pescozón. Y el sentido común de la responsabilidad debido a los 220 socios de la Fundación.

El secretario episcopal asiente a todo, a modo de los orientales, es decir, sin asentir a nada. Actualización: ha pasado medio año desde entonces y no hemos vuelto a saber ná de ná, como solían decir en la huerta murciana. Guardamos los 25.000 euros del segundo y último pago por si acaso. Porque dudamos mucho de que haya bajado el precio del transporte en Camerún o el del cemento armado en Burkina Faso. O viceversa. Del hisopo de tamarindo, ni palabra.

Relajados, ésta ha sido la última etapa del viaje –ya sólo nos queda que negociar con los artesanos de Bamako la compra de nuestros souvenirs que se decía antes- holgamos con la amable invitación de los católicos de la parroquia, mientras indagamos sobre las misteriosos, o no tanto, destinos que han hecho que los chinos gestionen la mayor azucarera de Mali, el dispensario está a la sombra –otro decir- de sus grandes torres de refino. En la parroquia de Markala, el padre Coulibaly nos invita al enésimo pollo “a la byciclette”. Cerveza Castle en la mesa, estamos salvados. Bendice a los que ya estamos, y haz que no venga nadie más que ya sobramos. Bromas al fin de la peregrinación. Ramonet señala que “esto se va al carajo” (no sabemos muy bien qué, tantas cosas se van al carajo), a Helléne le pide una jota el cuerpo y solicita acompañamiento de djembé para iniciar una danza local. “Lo que queráis, pero en 15 minutos, todos en la carretera”, ordena el mico-mandante.

(FIN)

domingo, 22 de julio de 2012

JORNADA VIII: SOCORRIENDO A LAS VIUDAS Y A LOS HUERFANOS - 1

Mopti es, para los estándares malienses, una gran ciudad, con algo más de 100.000 habitantes debe ser la segunda o la tercera más grande del país, situada en la confluencia del Níger y el Bani. A medias puerto comercial, mercado regional y estación de paso para los turistas que se dirigen al país dogón o a Timbuktú, sus calles cercanas al río muestran una eferverescencia avasalladora, sólo comparable a las principales arterias de la capital del país. Con la notable ventaja de que aquí, la anchura del Níger es tan grande que en algunas zonas, con la neblina matinal, cuesta divisar la otra orilla. Algo que convierte el paisaje reseco de los alrededores en una visión sorprendente, cuasi oceánica, al toparnos con la inmensidad de los dos ríos fluyendo, flotando, se podría decir, en una serenidad fácilmente palpable, bajo la transparente y beatífica luminosidad matinal, exclusivamente africana.

Mopti es una de las regiones más pobres del país, aproximadamente el 72% de la población vive bajo el umbral de la pobreza. Asimismo, la tasa de escolarización es muy inferior al 60% de la media nacional. Otro tanto ocurre con la alfabetización, inferior al ya miserable porcentaje nacional del 30%. Desgraciadamente, otros indicadores como la mortalidad infantil y juvenil, se sitúan por encima de la media nacional. De los pocos indicadores mejores que la media nacional, se puede hablar de la tasa de desempleo, que está en torno al 34%. Eso hasta que cayó el turismo debido a la inestable situación un poco más al norte, los 10.000 turistas anuales dejaban unos 20 millones de euros en la zona, ahora no llegan a cinco.

Hemos dejado por la mañana Bandiagara, apenas distante una seisentena de kilómetros, así que de buena mañana estamos en medio del maremágnum del mercado donde parece que casi todo se vende y se compra en la ribera del Bani. Abel Kassogué, nuestro inestimable corresponsal y guía, oficia de párroco en la modesta catedral que hace las veces de sede episcopal a los católicos de la región. El edificio está muy pegado a la ribera del Bani, así que desde la terraza disponemos de una vista aérea excelente de la zona que hace de puerto y mercado: las transacciones de pescado de agua dulce bajo un sol recio, el bamboleo de las pinazas (al estilo de los vaporettos venecianos, aquí transformados en utilitarias piraguas, que transportan a los nativos de una a otra orilla), el trajín del tráfico en derredor: motos, turismos, camiones. Un “tohu babohu” incomparable con el telón majestuoso del Niger.

Quizá lo más sorprendente es la extraordinaria, a ratos inabarcable, cantidad de agua que se extiende a nuestros pies, hasta donde alcanza la vista. Eso que ahora ya aprieta, aunque no ahogue, la estación seca. Por la tarde tendremos la oportunidad de navegar en una de las pinazas, en un rápido trayecto hasta la otra ribera, donde se asienta la etnia bozo, dedicada en exclusiva a la pesca. La tez de su piel y la fisonomía de sus rostros, con una coloración mucho más negra, es claramente diferente de la de los dogones con los que hemos pasado la última semana o la de los peulhs, los pastores trashumantes con quienes nos hemos encontrado ocasionalmente a la vera del camino por las encrucijadas de la estepa y el desierto.

Abel, él mismo dogón, con la serenidad y calma propia de su raza, pero con la aguda ironía originada en su educación occidental (los dos últimos años de filosofía en Lyon no han caído en saco roto), nos hace un par de demostraciones sobre la curiosa relación que los dogones han establecidos durante años, algunos dicen que centurias, con los bozos, de quienes se consideran primos hermanos. La gracia consiste en que, cuando se encuentran, incluso aunque no se conozcan de nada, se saluden, literalmente, con insultos. No insultos cualesquiera, sino bien rudos y ásperos, metiéndose con la familia y el resto de la parentela en cada frase y en cada vocablo. Algo así como una cantinela continuada de injurias e improperios, comenzando con expresiones semejantes a como qué tal está la desgraciada de tu madre, bien, y el cabroncete de tu padre, responde el interlocutor. Todo dicho como si nada pasara, de hecho nada pasa, tu madre es una perra, dice uno, no menos que la idiota de tu hermana, corresponde con aparente amabilidad el otro. Todo un curioso florilegio verbal que prosigue hasta que la distancia impide oír los comentarios del otro. Si por casualidad están quietos o sentados, la retahíla se hace interminable. Y no se conocían de nada, sólo que se han percatado, para ellos resulta muy fácil, que uno es dogón y el otro es bozo. La sencilla negociación de Abel con una señora de etnia boza que vende pescaítos cocinados a la brasa, en la orilla del río, para comprar una especie de lenguado de río, encadena otra sarta de amabilidades parecidas. Sin que el Níger tan cercano como imperturbable se agite en lo más mínimo.

Quizá todavía algo más impresionante que la anchura del Níger y el Bani a la altura de Mopti reside en el hecho de que mientras tanta agua junta sigue su pacífico curso, sólo unas centenas de metros tierra adentro es el desierto puro. En las fotos aéreas se observa claramente el contraste del curso azul verdoso del río con el ocre pálido de las arenas saharianas, apenas una franja de verde en ambas riberas. Como decía alguien de mi pueblo la primera vez que vió el mar en Santander, ¡lástima de tanta superficie en barbecho sin que se pueda labrar! Aquí la frase podría aplicarse tanto al agua como a la arena.  Es cierto que en algunas zonas húmedas, la región es muy conocida por ello, se ven amplios arrozales –aparentemente gestionados por compañías chinas, lo que solivianta la desconfianza local hacia el imperio comunista- pero tremendamente diminutos comparados con la cantidad de agua que discurre por el cauce. Al atravesarlo por la tarde, la pinaza, movida por un motor fuera borda, tardará casi media hora en alcanzar la ribera opuesta. Así que no es de extrañar que a tres kilómetros de aquí, la Asociación de Viudas y Huérfanos de Sevaré haya requerido financiación (14.273 euros) a la Fundación Polaris World para la excavación de cuatro pozos con los que regar un terreno situado en los suburbios de la ciudad.

En efecto, el proyecto consiste en adecentar el terreno, a modo de huerta, para cultivarlo con unas mínimas garantías de éxito si disponen de agua. Como el río se encuentra cerca, el agua se encuentra a tan sólo 10 metros de profundidad. De esta forma las viudas y los huérfanos, con la modesta producción de verduras (lechugas, calabacines, pepinos, cebolletas), tendrán unos magros ingresos económicos –francamente el terreno no parece que sea gran cosa- que les permitirán llevar una vida ligeramente menos dura. La Asociación liderada por Cisse Nafisatou, una señorona en el mejor sentido literal y metafórico del término, elegante en su vestimenta multicolor, refinadísima en su tocado,  ha comenzado ya la búsqueda de 2 hectáreas a fin de comenzar la sembradura. Para comenzar, ella misma, viuda, ha puesto a disposición de la Asociación un terreno heredado de su marido, tan yermo y seco como el alma de Judas, que se suele decir, aunque aquí, dado que todas las socias son musulmanas, acaso se podría recurrir a la imaginería mahometana, pero casi mejor lo dejamos ahí no sea que alguien se ofenda con las metáforas. Que como vimos días atrás en Orintouno tan difíciles son de traducir y entender.

Para que el proyecto llegue a buen puerto, se preveía la construcción de cuatro pozos, el cercado con una valla de protección y la plantación de árboles en el perímetro que actuarán a modo de resguardo contra el viento. De momento, dos pozos están ya en pleno funcionamiento, tal y como nos demuestran las viudas. Aunque la capa freática esté poco profunda, al final son diez metros de polea cubo a cubo. Aconsejamos a las buenas señoras que acaso sea más conveniente emplear parte de la financiación no en excavar dos pozos más, la finca parece más bien pequeña, sino en comprar un motorcito para extraer el agua.

Al llegar, la señora Nafisatou, claramente una lideresa por la manera de hablar con nosotros y los modos de dar indicaciones a sus compañeras, se disculpa de que no nos reciban con cánticos y redoblar de tambores. De hecho, la fiesta estaba preparada para el sábado pasado, cuando, para desgracia nuestra, nos quedamos tirados en la pista de despegue del aeropuerto de Bamako. Con esta visita cumplimos a rajatabla el programa previsto desde el principio, mico-mandante.  A modo de disculpa nos endosa unos bellos tejidos locales a los hombres para que nos vistamos como los tuaregs, muy abundantes en la zona. A Ramonet con la barba cana, pensándolo bien, no le quedaría mal la túnica, le ungiría  de "seny" y a Narcisse, el presidente de la Fundación, seguro que le otorgaría un aura… de presidente.  Isabelle y Helléne se tienen que conformar con unos artículos más humildes de la popular marroquinería nativa.

Para una mejor asunción de responsabilidades y reparto de cargas, las viudas tienen que pagar una pequeña cuota de entrada en la Asociación y después, según su disponibilidad monetaria, adquieren participaciones en el uso de los terrenos. Básicamente se trata de lograr el acceso, mediante la pertenencia a la asociación, a terrenos cultivables, además de obtener una formación mínima de carácter agrario, así como en técnicas de comercialización de los productos que obtengan. Ambos aspectos en niveles muy elementales. En la asociación hay 178 mujeres y 75 niñas huérfanas. Cada señora tiene su parcelita, aunque no todas las socias disponen de una, que cuida con mimo. El producto está destinado al autoconsumo y en caso de que sobre algo lo comercian en el mercado de Mopti.

Aunque el la tradición islámica prevé un amplio abanico de medidas para la protección de las viudas, desgraciadamente la extrema situación de pobreza y no pocos prejuicios locales hacen tremendamente difícil la vida de las mujeres en Mali, ya dura de por sí, cuando pierden al marido. El problema se agudiza por otros factores como la poligamia y los numerosos problemas ligados a la propiedad de la tierra. Así que los 9.146 euros que, finalmente, concedió la Fundación Polaris World a la Asociación de Viudas y Huérfanos de Sevaré parece una gota de agua en el océano o, por hablar con más propiedad, una gota en los 4.200 kilómetros de Níger. El resto del proyecto, la compra de semillas y la valla de protección que también solicitaban a la Fundación la han conseguido por otros medios. Los huertecicos, ahora tampoco es la mejor época para cultivar, parecen poca cosa para alimentar tantas bocas. Al menos, bien que sintamos cierta impotencia o una pizca de mala conciencia por no poder ayudar más, el agradecimiento de las señoras es bien manifiesto. Insisten en hacerse fotos con nosotros al lado del pozo, al lado de los calabacines, al lado de los huertos, al lado de las berenjenas, a la entrada.

Pocas horas después, mientras visitamos la archifamosa mezquita de barro de Jenné, camino ya hacia el sur, hacia Bamako, somos echados sin contemplaciones de los aledaños del templo por militares impecablemente uniformados. En cualquier caso, la entrada en el recinto está prohibida para los no musulmanes. Cuando pedimos explicaciones, bueno, casi mejor no pedir explicaciones a la autoridad competente que se muestra muy nerviosa y tiene muy malas pulgas, cuando preguntamos por tanto alboroto, alguien acierta a decirnos que en breve va a llegar el general no sé cuantos, vicepresidente de no sé qué para cumplir con sus obligaciones religiosas de media tarde. A los pocos minutos, poco antes de la oración de las cinco, una caravana de jeeps de alta gama, bien armados y relucientes, ríete tú de las comitivas de Hillary Clinton desplazándose del aeropuerto de Bagdad a la Zona Verde, se acerca a la plaza de la mezquita. Los milicianos se despliegan por todo el perímetro de la mezquita, aseguran la plaza del mercado, miran tensos y vigilantes las terrazas de barro de las casas vecinas. En realidad, aparte de nosotros no hay nadie, ni extranjero, ni nativo. Un generalote, más acicalado para desfilar en una parada que para pisar el polvo y la porquería que inunda los alrededores de este Patrimonio de la Humanidad desciende con aires de pavo real. Ya sé que esto se ofrece a la comparación fácil. Cualquiera de estos lujosos vehículos, dejando aparte armamento, kepis y medallas, permitiría la supervivencia de 178 mujeres y 75 niñas huérfanas de Sevaré, durante un año al menos, o tirando por lo bajo, la excavación de 16 pozos. ¿Demagogia occidental? ó ¿África, tan real como la vida misma de todos los días?
            

jueves, 12 de julio de 2012

JORNADA VII: UN ATARDECER AFRICANO - 2


Tras las heroicidades matinales entre las dunas del Sáhara y un reparador almuerzo con toque gabacho, una tortilla francesa de verduras en nuestro hotelito de La Falaise (La Falla, ¿cómo sino se iba llamar?) de Bandiagara –por cierto, al loro parlanchín no le debe gustar la canícula pues no le hemos visto el pelo, las plumas, para ser exactos, a estas horas- estamos camino de Orintouno. Un villorrio perdido en medio de la meseta, es decir, la planicie de piedra, tan arisca a la mirada, como dura al tacto, reseca y agrietada por todos los cascajales por donde en la época de las lluvias corrió el diluvio. Comparada con la llanura de arena,  allá abajo, más allá del precipicio que acabamos de dejar, esta es la sabana hosca e infinita, hasta donde alcanza el horizonte.

Estaba previsto haber pasado por Orintouno el día de nuestra llegada, ya pronto hará una semana, pero al tener que hacer el trayecto por carretera desde Bamako resultó imposible acercarnos en la primera jornada. Toca recuperar el tiempo perdido. Entre otras cosas, porque los lugareños nos habían estado esperando toda la tarde del pasado domingo, engalanados con sus mejores máscaras, preparadas sus músicas, sus danzas y su bienvenida. Así que aunque sólo sea por devolverles la cortesía aprovechamos la tarde para acercarnos. La aldea está como a una veintena de kilómetros de Bandiagara, pero el último tramo dando botes sobre las sendas de roca son realmente infernales. Atravesamos un valle. Un cauce ha recogido el agua de lluvia –a mediados de diciembre todavía queda bastante en este inmenso aljibe natural- así que nos extasiamos ante los verdeantes campos de cebolletas en ambos márgenes. Extraordinario contraste con los páramos vacíos que acabamos de pasar. Pero en cuanto subimos del otro lado, otra vez el pedregal inhóspito, sólo cubierto de matorrales.

Tras cinco kilómetros, Orintouno. Desde más de un kilómetro oímos los tambores batir, mientras el sol comienza a bajar en el horizonte. El poblado, construido en la piedra local, queda a la izquierda, arremansado entre una decena de pelados árboles karité, los cuales, seguro que alguna vez estuvieron más frondosos. Tras descender de los vehículos y los saludos habituales en medio de la algarabía de la chiquillería -¡Ronaldo, Ronaldo, grita uno de ellos que lleva una camiseta del Barsa con el 10 a la espalda!- la comitiva, encabezada por los viejos del lugar, precedida de un nutrido grupo de niños, nos guía hacia el pozo que ha financiado la Fundación Polaris. Por alguna razón, el zahorí local, algunas veces la misma persona desempeña el  papel de brujo, decidió que el mejor lugar para encontrar agua estaba en medio de un descampado, como a un kilómetro del pueblo. Esto, donde hay abundancia del líquido elemento puede parecer un disparate de distancia, pero si antes tenían que ir a buscarlo a ocho o diez kilómetros, es como tenerlo a la puerta de la casa.

En cualquier caso, y ésto es lo importante, el zahorí ha acertado de pleno. La profundidad del pozo, comparado con los de la llanura arenosa, que suelen superar los sesenta metros, no es muy honda, unos 35 metros, eso sí, excavado en plena roca triturada a golpe de cartucho de dinamita. El pocero, Monsieur Kené, es un excelente profesional y ha dejado la obra impecable. Anillado en cemento armado de los primeros veinte metros, murillo de protección contra suciedad y animales, brocal cubierto con una chapa metálica pintada de rojo, sólido soporte, en forma de puente, para sostener la polea. Felicitacions, monsieur Kené. El costo total ha sido de 17.540 euros, de los cuales, los lugareños han aportado 1,524 euros, principalmente contabilizados en especies (horas de labor de apoyo, acarreo de material, etc.). Esta cantidad puede parecer modesta, pero para los 632 habitantes (vuelta a las infalibles precisiones estadísticas) es una auténtica fortuna. Como consecuencia, el resto de la Fundación Polaris ha ascendido a 16.015 euros, esto es, unos seis mil euros más de lo que cuesta excavar un pozo, con el doble de profundidad, en la llanura arenosa.

Como siempre, las más agradecidas, al menos quienes más lo exteriorizan, son las mujeres. No es de extrañar, porque ellas son, junto con los niños, las encargadas de acarrear el agua. Ni una sóla vez, ni en este viaje ni en los precedentes, hemos visto a un adulto tocar una garrafa de agua o tirar de una polea. Así que las señoras nos agarran las manos con las suyas rugosas, curtidas por el clima y las labores cotidianas, aprietan las nuestras con fuerza entre las suyas, inclinan la cabeza y murmuran, repetidamente, palabras de agradecimiento. Parece que cuanta más edad tienen, más les brilla el agradecimiento en los ojos. Suelen guardar las distancias, pero en estos momentos, no. Algunas, obviamente poco habituadas a estas efusiones terminan por agarrarte por las muñecas y hasta del antebrazo. No lloran, pero algunas de entre ellas se les notan los ojos humedecidos de la emoción.

Tan de cerca, es una excelente ocasión para observar sus vestidos multicolores, sus iris resplandecientes en medio de las cuencas hundidas, sus pómulos salientes y huesudos, sus decenas de arrugas en el rostro. Como con las orientales, resulta difícil adivinar la edad, pero salvo algún caso raro, las más ancianas no parecen pasar de los cuarenta años, aunque para nuestros adentros pensamos que deben tener más allá de sesenta. Con toda la chiquillería alrededor, tras una pequeña demostración de que el agua brota limpia y cristalina de la roca, como una literalidad bíblica en medio del África negra, se procede a la solemnísima ceremonia de inauguración: el corte de un trozo de tela, más o menos blanco, que hace las veces de cinta olímpica.

Narcisse, el presidente de la Fundación, arriesga su cuerpo y su alma subiéndose encima de la tapadera del brocal. Si una soldadura no está bien, observamos que la chapa se dobla con facilidad notablemente inquietante, corre el riesgo de refrescarse en las profundidades. Isabelle, la traductora le aconseja encarecidamente que ponga los pies sobre el brocal de cemento, más que sobre la chapa, no sea que por cortar una cinta se pierda un presidente. Estirando el brazo y la tijera, el diámetro del brocal supera claramente los dos metros, Narcisse logra -no sin un ligero esfuerzo- cortar la cinta blanca. Redoblan los tambores, se incrementa el ulular de las señoras, el griterío de los chavales se eleva sobre la sabana de roca y mijo cosechado. De repente, media docena de ellos echan a correr a través de los campos de mijo, sollozando, desconsolados y, claramente aterrorizados. Nos quedamos, en un primer momento, de piedra, algo grave debe haber pasado para que de repente la fiesta se haya convertido en drama.

Rápidamente llegan las explicaciones. Por una de las esquinas del pueblo han comenzado a aparecer los danzantes con máscaras y los niños, quienes deben de conocer de memoria decenas de leyendas aterradoras sobre las mismas,  han echado a correr despavoridos. Lo mismito que hacíamos algunos de nosotros en el pueblo el día de Carnaval, cuando aparecía el tío Sinforioso vestido de diablo, con cuernos y todo, aunque nosotros nunca sospechamos que tras la máscara de yute se escondiera el tío Sinforioso. Las máscaras se dan la vuelta, reentran en la aldea y todo vuelve a su calma habitual. Aparentemente las máscaras no pueden salir a bailar antes del atardecer, cuando el sol toca el horizonte, así que para esperar la hora adecuada nos guían hasta un inmenso árbol en las cercanías del pozo. Acomodan, en forma de círculo, unos bancos de madera que deben guardar para las grandes ocasiones. Nos sentamos todos. Todos los hombres, quiero decir. Ancianos por una lado, jóvenes por otro, los huéspedes en medio, las mujeres y los niños detrás, de pié.

Comienzan los discursos de agradecimiento y requeteagradecimiento. Primero tres o cuatro ancianos cuya responsabilidad exacta no conseguimos discernir. Respuesta breve de Narcisse agradeciendo la cooperación de todos los presentes.  Llega el turno de la representante de las señoras, que como en anteriores ocasiones, a pesar de que es difícil percibir el tono real por las traducciones, parece terriblemente enfadada cuando hablan. Pero no, es la forma que tienen, no deben de tener muchas oportunidades, si alguna, para expresarse en público, así que aprovechan la ocasión para reiterar el agradecimiento, para embalarse, acto seguido, entre la reprobación de los hombres, en reivindicar otros asuntos completamente ajenos al propósito de nuestra visita. Rápidamente se eleva un cuchicheo desde los bancos de los hombres. Poco a poco se transforma de murmullo y en menos de medio minuto uno de entre ellos, azuzado por el resto, se levanta y claramente, no hace falta mucha traducción, la manda callar. Esto envalentona a la señora, ataviada con un elegante tocado, y grita más alto. Al principio nos sentimos ligeramente violentos, pero dado el contexto terminamos, quizá equivocadamente, por echarnos a reír. Finalmente, todos se suman a nuestras risas, hasta la misma señora, a quien apenas se podía oír, aunque no puede ocultar su aire ofendido.

Llegan los regalos. El inevitable cabrito blanco, vamos por el tercero, que acabará sus días en la próxima vigilia navideña de Cáritas. Esta vez el animalico viene acompañado de cincuenta kilos de cacahuetes. Al menos, de estos podemos llevarnos un puñado en los bolsillos, el resto lo repartirán entre los estudiantes internos de la escuela católica que nos han ayudado a almacenar material deportivo y escolar que habíamos enviado por contenedor. Como el sol todavía sigue relativamente alto, se resiste el ocaso en pleno diciembre luminoso, nos sentamos. Para pasar el rato, entablamos una conversación de lo más curiosa y dislocada que uno se pueda imaginar. Un verdadero choque cultural en torno a la lingüística y la comprensión, incomprensión, para ser exactos, de las metáforas locales y las hispanas.

Empezamos preguntando de dónde viene el nombre de Orintouno. Debaten unos con otros durante unos minutos y cuando parece que se han puesto de acuerdo, el anciano, erigido en portavoz, cuenta –a veces uno tiene la impresión que las leyendas se las inventan sobre la marcha- que, por resumirlo en pocas palabras, Orintouno quiere decir “por aquí pasaba y aquí me quedé”. Resulta difícil traducir la literalidad de la expresión. La cual, por otra parte, encaja perfectamente con muchos otros nombres de aldeas, los cuales hacen referencia al paso de la vida nómada a la trashumante. ¿Hace dos lustros, hace veinte centurias? Algunos afirman que ciertas etnias malienses tienen su origen en la Mesopotamia bíblica, así que vaya ud. a saber.

Pasamos a un segundo tramo de conversación donde las diferencias culturales se hacen más intrincadas. Nosotros sabemos vagamente donde está Bamako, Bandiagara, Mali, aunque a cierra ojos no sepamos con que países linda. Lo de África occidental, nos suena bastante,  casi podemos señalarlo en el mapa sin dudar. Y, por supuesto, África. ¿Alguien sabe donde está España? Ni idea, aunque los jóvenes repiten de carrerilla unos cuantos jugadores del Madrid y Barcelona, pero la situación geográfica les resulta ajena, marciana. Tras otro debate entre ellos, de nuevo el portavoz: “Está muy lejos, es peligroso llegar, se puede ganar mucho dinero, pero hay que ir en patera”. Touché. Nadie de los presentes ha visto jamás el ancho y traicionero océano.

La conversación adquiere tintes filosóficos cuando empezamos a explicarles un refrán, puesto que estamos debajo de uno: “Al que buen árbol se arrima, buena sombra le cobija”. Primero al francés, lo que ya entraña una cierta dificultad, eso que están al lado,  al otro lado de los Pirineos, después al dogón, con diversas precisiones y matices. Ya que el dogón de Abel Kassogué es casi incomprensible para el de Monsieur Kené, el pocero. Cuanto más para los orintouneses. Desde luego el sentido metafórico de la frase queda completamente perdido, y el literal, por más explicaciones que demos sobre las ramas, el sol, etc. también les resulta difícil atraparlo. El juego les ha gustado. Contraatacan con un refrán suyo.

“Jiridon; sodon; jidon; yeredon nyogon tè”. Me gusta el sonido de “Jiridon; sodon; jidon, yeredon nyogon”, aunque la literalidad de las palabras no ayuda mucho. Tras unos diez minutos de balbuceos lingüísticos llegamos a la, presunta, claro, conclusión de que se podría traducir por algo como: “Escalar los árboles, saber nadar; cabalgar; está bien, pero nada es comparable a conocerse a sí mismo”. ¡Pero que listos somos los occidentales! Si esto ya lo afirmaban los viejos principios de filosofía griega hace más de dos mil años. Claro que si los dogones tienen origen mesopotámico…

El sol, un círculo inmenso, anaranjado comienza a siluetear el karité bajo el que nos cobijamos en la contraluz del atardecer y recortarse sobre el horizonte. Nos quedamos con las ganas de que el anciano comience a hablarnos de la sorprendente cosmogonía local. Ahora que nos hemos iniciado en sus metáforas, quizá estemos preparados para entender las misteriosas explicaciones dogones sobre la fiesta de Sigi y la luna de Sirius. Pero los danzantes enmascarados salen ahora de Orintouno, encaramados a sus zancos, uno se desvía del grupo para perseguir a los chavales. Por alguna extraña razón, éstos ya no se echan a llorar, antes bien se burlan del perseguidor. El sol se esconde, comienza la fiesta a la luz de su resplandor.

domingo, 8 de julio de 2012

JORNADA VII: HASTA EL ACANTILADO Y MÁS ALLÁ - 1


En el mismo pueblo de Barapireli, donde nos hospedamos en la parroquia, la Fundación Polaris World financia el proyecto de reforma y ampliación de la maternidad. Atravesamos el pueblo para visitar el edificio. Según la información recibida por el Patronato hace unos meses, las instalaciones están desvencijadas y el ministerio de Sanidad maliense pide una serie de requisitos para seguir apoyando el centro de salud comunitario. Lo primero no se puede decir que no sea cierto, la suciedad campea por todas partes, de manera sobresaliente en el espacio, por llamarlo de alguna manera, que hace de sala de consultas. El lavabo donde supuestamente los enfermeros deberían asearse, la negrura de la porcelana es inquietante.

Comentamos entre nosotros que las reformas de la estructura, ciertamente, son más que necesarias, aunque un poco de higiene elemental, que sale casi gratis, acaso no vendría nada mal. En las paredes, grandes carteles ilustrativos alertan sobre la necesidad de protegerse con mosquiteras, contra la malaria, de usar preservativos, contra el SIDA y alguna plaga más. Irónicamente, también hay uno donde, en formato comic, se detalla como debe el personal lavarse las manos. Si han hecho tanto caso al resto de carteles informativos como a éste, apañados estamos.

El resto de instalaciones notienen mucho mejor aspecto. En la maternidad, una pareja de nuevas madres, casi adolescentes, están a medio recostar en el suelo de cemento. Contra las paredes hay algún colchón, pero casi mejor así porque hace meses, sino años, que estuvieron limpios por última vez. Construido en 1958, hace más de medio siglo, necesita todo lo que han pedido a la Fundación: renovación de la sala de espera, reforma completa del dispensario: pintura, electricidad, sanitarios, techo, puertas y ventanas, ampliación de la maternidad, de todos los techos; en el espacio que hace de farmacia: aislamiento del techo, toldo de protección contra las inclemencias del sol, reconstrucción de la fosa séptica y adecentamiento de la cisterna de agua.

El presupuesto solicitado –de lejos parecía una barbaridad, pero visto de cerca no tanto- se acerca a los 30.000 euros. Por unos euros más, acaso saldría más económico y práctico rehacer las instalaciones desde los mismos cimientos.  Finalmente, se llegó  a una solución de compromiso. Los trabajos, para los que la Fundación aportará 12.835 euros, han comenzado. En un lateral de la maternidad actual, se han excavado las zanjas para poner los cimientos de la ampliación. Aún con los escasos medios de que dispone y pese a su estado, manifiestamente mejorable, el Centro de Salud ofrece servicio a una población que se extiende sobre 8.500 kilómetros cuadrados. Más o menos como la provincia de Almería.

Al terminar la visita, asistimos a la partida de una de las madres jóvenes. Habita a unos 15 kilómetros. La abuela, orgullosa, nos muestra al nieto blanquecino, tardarán unos días en volverse negros, si se me permite la expresión, envuelto en una especie de esterilla de colores. La jovencísima mamá, como mucho tendrá 16 o 17 años, se acomoda en un lateral de la carreta, dejando las piernas colgadas hacia el exterior. El hermano, o quizá sea el marido, no mucho mayor que ella, ha aparejado el asno con parsimonia, para guiarlo por una de las sendas de arena que salen del pueblo. La madre, ha dado a luz apenas unas seis horas antes, ya vuelve al hogar donde, con toda certeza, las condiciones higiénicas serán, y ya es decir, mucho peores que en el dispensario-maternidad. No es, pues, sorprendente que la tasa de mortalidad infantil en el país se sitúe en torno a 105 fallecidos por cada 1.000 nacimientos. La mayoría en los primeros días de vida o en el parto. Un par de kilómetros más adelante, mientras nos dirigimos hacia el acantilado de Bandiagara les adelantamos. Han buscado el cobijo de la sombra de un tamarindo. La abuela sigue con el bebé en brazos, la madre, la mirada perdida en algún punto de la llanura arenosa escucha, sin prestar mucha atención, la conversación del marido, o quizá sea su hermano, en idéntica postura que cuando la vimos abandonar Barapireli. Inmóvil, sobre un lateral de la carreta.

Nombori, hacia donde nos dirigimos, está colgado, en parte, de la pared del espectacular acantilado de Bandiagara. Esto ha convertido a la aldea en uno de los centros turísticos de la zona. Eso que llegar no resulta fácil. Nosotros venimos de la llanura con lo que el rompecabezas de caminos entrecruzados es abrumador. Incluso Abel, que durante años ha oficiado de párroco por estas latitudes, no las tiene todas consigo. Así que hemos recurrido a la ayuda de un motorista, profundo conocedor, aparentemente, de la región. Montado en un velocípedo chino se las apaña, mal que bien, para mantener el equilibrio. La rueda trasera patina constantemente en cuanto gestiona la mínima curva de arena y aún en las rectas. Un par de veces se le sale la cadena. A la tercera,  le montamos la motocicleta en la caja del todo terreno. Con el aire acondicionado a tope,  llevamos las ventanillas cerradas, así que cuando llega la siguiente encrucijada aporrea el techo de la cabina y Omar, el conductor, por el retrovisor observa al guía guiado que hace señas para girar hacia la izquierda, la derecha o seguir de frente.

Poco a poco, la pared rocosa del acantilado se vuelve imponente, flotando en la bruma del horizonte, levemente desdibujados sus contornos, un espejismo vertical de tonos rojizos. Infranqueable, tras las dunas de arena que tenemos delante de nosotros. El acantilado, en algunos puntos tiene hasta 300 metros de altura, se eleva sobre la llanura, sus paredes verticales bajo el sol abrasador, van perfilando sus agrietados contornos que, poco a poco, a medida que nos acercamos, como una cámara fotográfica que enfoca la distancia, ofrecen la perspectiva de la aldea de Nombori y sus casas, colgadas, parcialmente, de la pared rocosa.

Dejamos los vehículos en la parte alta de las dunas, por temor de que si las bajamos con ellos, nos resultará imposible remontar el camino, una cuesta, no excesivamente larga, pero imposible de transitar pendiente arriba. La distancia hasta Nombori, de un par de kilómetros, resulta cómoda, pese al asfixiante calor. Veremos a la vuelta. Tenemos en Nombori un proyecto de dispensario, liderado por nuestros entusiastas amigos catalanes de la Associació Catalana d’Ajuda al Sahel. Un buen ejemplo de cómo con buena voluntad y pese a los escasos recursos, si se quiere ayudar en África, resulta posible. No importa la cantidad, sino la calidad y las intenciones. Sin alharacas, caravanas mediáticas o grandes aspavientos. Ellos han trabajado en la zona y, aquí mismo, en la escuela del pueblo han montado, nada más y nada menos, que una biblioteca infantil. Modesta, pero biblioteca al fin y al cabo. Un lujo necesario para los chavales de la escuela.

Nuestro propósito es analizar la situación porque las informaciones recibidas, sea a través de Ajuda al Sahel, sea a través de Abel Kassogué, nuestro corresponsal, son ligeramente confusas, sino contradictorias. Especialmente, y esto para la Fundación resulta imprescindible, la ayuda financiera se condiciona a la colaboración de los aldeanos, sea en especies, sea con modestas cantidades, a fin de que la Fundación Polaris se implique de lleno. La colaboración con Ajuda al Sahel se ha concertado al 50%, ellos pondrán unos 20.000 euros y la Fundación una cantidad similar. Este procedimiento de cofinanciación es habitual en la Fundación Polaris World y se ha seguido en ocasiones precedentes con otras ONG’s como Manos Unidas y Jóvenes y Desarrollo.

Nos reunimos con un grupo de notables en uno de los hotelitos para turistas, cuando el pueblo se estira en pendiente buscando el cobijo del acantilado. Imágenes inconfundibles de guías de turismo y documentales en la hora de la siesta con los graneros, las casas de piedra, la “toguna”, bajo la que se reúnen a discutir los lugareños; aunque dada la difícil situación política no nos cruzamos ni con uno sólo. Nuestro interlocutor principal es un joven, entrado en la treintena, cuyo padre es el anciano del pueblo, el cual con 101 años no ha podido acudir a la cita. A la sombra de un cobertizo de ramas, en una terraza a media altura, por encima de las casas, intentamos, una botellita de cerveza Castle en la mano, descifrar lo que se nos explica, lo que no se nos explica, lo que se podría habernos explicado y lo que no se nos explicará.

En todo caso, la conversación resulta cordial, aunque la actitud del hijo del anciano resulta ligeramente chocante, por alguna razón, ¿quizá la contaminación del turismo? rezuma un aire pretendidamente presumido, lindando con la chulería, con su tono de parla, con su polo rojo impoluto y su reloj de marca. No desentonaría en una esquina de los Campos Elíseos o en una gran avenida de Nueva York. ¡Y eso que estamos, como quien dice, en el fin del mundo!. Narcisse, el Presidente, que no suele tener pelos en la lengua, deja meridianamente claro, al “heredero” como al resto de dignatarios, que si no hay solidaridad en el mismo pueblo, difícilmente puede resultar eficaz la que venga de fuera.

No se puede decir que hablar en dogón, traducir al francés, vuelta del revés, más alguna palabra en inglés y los adornos en catalán que pone Ramonet para animar la situación (¡Esto se va al carajo!, o como se diga en la lengua de Josep Pla,) resulte fácil comprender adecuadamente el transfondo de la situación. Al final creemos haber entendido, que el entramado que, presuntamente, mina las excelentes intenciones de nuestros amigos de Ajuda al Sahel se ha forjado en algún tipo de disputa local por un quítame unos turistas. Aparentemente, una parte del pueblo está enfrentada a la otra, posiblemente, por rencillas económicas muy recientes o ranciamente seculares. A un servidor, que es de pueblo de toda la vida, esto le suena más de lo justo y necesario (“Tu bisabuelo movió el mojón de sitio en la tierra que linda a la mía”, por ejemplo).

Manifestadas nuestras condiciones con nitidez, creyendo haberles persuadido de que podemos y queremos echar una mano en la construcción del dispensario, a poco que pongan de su parte, retomamos la cuesta de las dunas. Pasamos por delante de unos locales, construidos por una ONG alemana, muy sencillos,  originalmente destinados a consultorio médico. Desgraciadamente, esto incrementa nuestra desconfianza ante la situación, ahora hacen las funciones de almacén para materiales de construcción. Concluimos que lo mejor será, a nuestra vuelta, ponernos en contacto con nuestros amigos de Molins de Rei e intentar, entre todos, despejar las dudas que puedan existir en el proyecto antes de que empiece la construcción del mismo. Atesoramos una modesta experiencia en la zona y, no deja de ser sorprendente, quizás en otras aldeas no nos hayamos enterado, el hecho de que una comunidad tan pequeña, relativamente aislada y que ha tenido la fortuna de que alguien venga a echar una mano se muestre tan desunida.

Subimos renqueantes las dunas. El calor, aunque fuerte, es seco, lo cual, de alguna forma, permite que, bien que con lentitud, avancemos sobre la arena, intentando buscar las zonas firmes, la arena aplastada en las rodadas marcadas por las carretas. Nos cruzamos con un par de ellas, bien cargadas, hasta los topes de mijo geométricamente alineado. Y por fin, alcanzamos las dos camionetas. El presidente de la Fundación, Narcisse, acusando el esfuerzo del debate previo y el peso del calor a esta hora de la jornada, hace las funciones de coche escoba. Helléne et Isabelle le escoltan. De fondo, una vez más, el imponente acantilado empieza a difuminarse en la distancia. Misión cumplida. Arrancamos los coches. El Mitsubishi Pajero de Abel comienza a escarbar con sus ruedastraseras en la arena, se hunden casi hasta el eje. Menos mal que el Toyota ha salido sin dificultades. Con una soga de circunstancias lo atamos al Mitsubishi. Metemos ramas de arbustos debajo de las ruedas, quitamos tanta arena como podemos con las manos. Al primer intento, crac, la soga que nos iba a salvar se rompe.

Mediodía ideal para llamar a una grúa. Narcisse, gran especialista en vehículos y reparaciones varias le da un subidón de adrenalina, hace un minuto exhausto, al siguiente, ni corto ni perezoso se mete debajo del Toyota, los sesenta años largos –y quizá los años de escuela en la Fiat de Turín- dan experiencia para saber como se desatasca una camioneta en medio del Sahara. Si se vuelve a romper la soga por la mitad, no tenemos otra, ya podemos empezar a cavilar si es preferible esperar a que llegue la tarde y baje el calor o requisar todos los asnos en cincuenta kilómetros a la redonda. A la una, a las dos, a las tres. Brummmm y crac, la soga se vuelve a romper, pero en el último momento, las ruedas han debido de coger algo de firme y el vehículo, mal que bien, ha salido del atolladero. Salvados por la campana. Nombori desaparece tras las dunas. El acantilado se queda flotando sobre ellas. Más caminos enrevesados para el regreso a Bandiagara. Pero ya, afortunadamente, sin arena.