lunes, 19 de marzo de 2012

JORNADA V: AGUA EN BAJO, AGUA EN ALTO (1 de 2)


La noche en Pel ha sido apacible. Pas de moustiques. De madrugada, hacia las cuatro de la mañana, hemos comenzado a oír a los búfalos ¿mugiendo? en el vecino campo reseco mientras rebuscan un pasto inexistente entre las cañas de mijo abandonadas. Una vez recogidas nuestras pertenencias, nos dirigimos hacia los vehículos, con aires de turistas accidentales, mientras arrastramos las maletas estandarizadas para un vuelo de Ryan Air, pero completamente fuera de lugar en esta senda de tierra, imposible que rueden, camino de los cuatro por cuatro. Los lugareños nos observan entre curiosos y sorprendidos. Un consistente almuerzo ofrecido por el padre Leon, donde no falta el pollo sobrante del día anterior y allá vamos,  a la intrincada sabana, no tanto porque nos rodee la jungla, más bien estamos en medio de una arenal interminable, por cuanto los cruces de caminos que van y vienen en todas las direcciones nos resultarían imposibles de encontrar si no estuviéramos acompañados de Abel y Leon. No es cierto que todos los caminos lleven a Roma, al menos no aquí, en el corazón del África subsahariana. Aunque al menos uno, entre tantos, nos llevará, si tenemos fe en nuestros guías, a Sono komokan.

Aquí el término sabana tiene un significado particular, escasamente relacionado con los documentales televisivos verdeantes donde las manadas de ñus corren en estampida por la ribera del Tanganika. Para los nativos, que con frecuencia recurren al término francés: “brousse”, literalmente “monte bajo”, tiene un significado muy particular y mucho más emocional que la mera descripción de un paisaje. No sólo se trata de un espacio geográfico donde los arbustos, baobabs, karités y acacias abundan, aunque no hace falta ser un experto para entender que la sequía, ya de por sí extrema, se anuncia este año dramática; la “brousse” es, ante todo, un espacio propio y personal, su hogar. Para salir de él, cuando emigran a la capital o hacia la supuesta tierra prometida de Europa tienen que obtener la bendición paternal y la de los ancianos del pueblo.  Salir de la “brousse”, y no sólo de las aldeas de adobe, equivale a abandonar el hogar.

Entre septiembre pasado y junio del año que viene, estamos a principios de diciembre, no caerá ni una gota, ni una sóla, en la “brousse”. Por otro lado, tampoco estamos ante la imagen del desierto sahariano con infinitas dunas de arena, aunque la tierra arenosa –la erosión es a ojos vista avasalladora- es lo único que se ve en centenares de kilómetros alrededor. La capa freática está, aquí, en la llanura, de momento, a unos 60 metros de profundidad. Y bajando. Año tras año, la pertinaz sequía la hace descender centímetros o metros con lo  que se multiplican los problemas de aprovisionamiento de agua. El terreno arenoso tiene una ventaja, excavar resulta relativamente fácil; una desventaja, los pozos, si no se apuntalan debidamente, con anillos de cemento armado, se desmoronan en unos meses. A los primeros se les denomina pozos de gran diámetro, a los segundos, pozos tradicionales. La denominación más exacta sería de ‘gran profundidad’ para los primeros.

En muchas aldeas, durante décadas, se han servido de pozos tradicionales, insalubres,  reexcavados con frecuencia para evitar que caigan en desuso, a medias entre aljibe, se recogía el agua de las lluvias, y pozo, cuando el agua estaba más cerca de la superficie. Con la escasez de las lluvias y el descenso del punto de agua, los pozos tradicionales terminan por  obturarse. Para  excavar a cierta profundidad –el anillado en hormigón es fundamental- se necesita una cierta técnica de la que los pobladores de la zona no disponen o carecen de medios. Como resultado, ante la falta de agua,  no queda otro remedio que ir a buscarla a las aldeas, ¿por cuántos años?, que resisten. Esto ocasiona numerosas disputas entre pueblos vecinos, el agua no abunda en cualquier caso y, sobre todo con los peulh, la etnia trashumante, muy numerosa todavía, que se mueve entre Burkina Faso y Mali, al ritmo de las estaciones y siguiendo rutas centenarias.

La secuela más evidente: para buscar agua, las mujeres y los niños –los hombres nunca lo hacen- tienen que realizar grandes caminatas, a veces expediciones de dos o tres días, a pié, carreta o lomo de asno con los bidones de plástico. Ya no se trata sólo de la dureza del trabajo, los niños, si tienen escuela no asisten durante muchos días. Y si no fuera dramático, que lo es, sería cómico el saber que una de las principales causas de divorcio en muchas aldeas proviene del hecho de que las mujeres, hartas de esta situación acuciante y agravada de año en año, si surge la oportunidad, prefieren casarse con lugareños de poblados donde el agua, aunque problema, no lo sea tanto. En otras palabras, el agua se convierte en dote, y bien económico principal. Y eso, por no hablar de las condiciones sanitarias desastrosas motivadas por las infecciones que afectan, de una u otra manera, a cerca de un setenta por ciento de la población. Nunca fue más indiscutible el dicho de que donde hay vida hay agua.

Tras un enmarañado  trayecto, teniendo siempre como fondo el imponente decorado del acantilado de Bandiagara, distante unos treinta kilómetros, a nuestra izquierda,  llegamos a la aldea de Sono komokan, donde bajo la supervisión de la parroquia de Pel, la Fundación estáfinanciando la excavación del pozo. Tras las humildes casas de adobe, en el fondo de una vaguada de terreno áspero, la población al completo, hombres, mujeres, niños, adolescentes y adultos nos esperan expectantes. Este proyecto ha sido financiado por la Fundación Polaris a “ciegas”, es decir, hemos tomado como única referencia las explicaciones escritas de la situación que nuestro infatigable Abel Kassogué nos ha transmitido, más un par de fotos enviadas por el abbé Leon. Hasta el presente, la descripción de las necesidades de la pluma de Abel ha sido impecable, confiemos en que, una vez más, haya acertado. Los trabajos, realizados por el equipo de poceros de la parroquia, al tener que excavar sólo en arcilla ha salido relativamente barato, 12.424 euros, más los 1.500 puestos por los aldeanos, en especies, principalmente mano de obra y la manutención de los poceros, quienes durante la duración de los trabajos habitan en una choza a pié de obra.

Tenemos la fortuna, se trata de la primera vez que observamos este tipo de trabajo en directo, de llegar cuando las obras, aunque muy adelantadas, todavía no han finalizado. Son las diez de la mañana, pero no podían faltar los músicos y las danzas femeninas. Si acaso echamos de menos los fusiles de los cazadores. A diferencia de otras aldeas, la población es relativamente pequeña, no más de unas doscientas personas se congregan alrededor.

Nos acercamos al agujero, que al decir del jefe pocero está ya en sesenta metros. Con una bolsa de yute, usando una de las dos poleas, la que está sostenida al dintel con una cuerda, extraen la tierra del fondo. Advertimos que está apelmazada y húmeda, señal irrebatible de que el agua no puede andar lejos. Alguien se asoma a la abertura para gritar a los dos trabajadores que están en el fondo. Sesenta metros más abajo resuena el eco de sus voces y de sus picos. Empezamos a tirar de una de las sogas, la que se apoya, por medidas de seguridad, es un decir, en unas alambres que, supuestamente, son más resistentes que la cuerda que sujeta la polea usada para extraer la tierra.

Tiramos y tiramos de la soga, acompañados en el jolgorio por una quincena de paisanos, sesenta metros de soga, vaguada adelante. De las profundidades surge uno de los poceros, ligeramente embarrado, sudoroso. Posa orgulloso o, para ser exactos, nosotros con él, al pié del futuro brocal. Ya está parcialmente cimentado. Descendemos la soga y, de la misma manera, atado a una cincha, sacamos al segundo. Todos aplaudimos. Para el Mico-Mandante, que pergeña esta crónica, ha sido uno de los momentos más impresionantes de todo el viaje. No pueden quedarse en el fondo más de media hora por la carencia de oxígeno. Para alargar un poco su estancia, a falta de algún mecanismo más sofisticado, recurren al sencillo método de descender con un puñado de ramas ya que, aparentemente, las hojas alargan la oxigenación en las profundidades.

Las once menos cuarto ¿Habrá almuerzo de bienvenida en esta hora tan matinal? No, parece que es demasiado pronto para festejos culinarios. Bien, bien, bien. Nos hemos librado de uno. Pero la danza, afortunadamente, no falta. Algo muy sencillo, los habitantes no son numerosos, lo que no empece para que las mujeres pongan el mismo entusiasmo, o más, que en otros poblados. Como de costumbre, la avezada bailarina del grupo, Hellèneskova, rápidamente se suma a los ritmos locales entre la algarabía de ancianas y adolescentes. En menos de un cuarto de hora ya estamos rodando por los enrevesados caminos de la llanura. Atravesamos más aldeas de adobe con graneros dogones donde las mujeres guardan sus posesiones separadas de las de los maridos. Para no perdernos, ni siquiera Abel ni Leon parecen muy seguros de la dirección, una motocicleta con dos pasajeros hace la función de heraldo, abriendo el camino. Si ya es difícil gestionar el cuatro por cuatro sobre las arenas movedizas, la motocicleta, china, por supuesto, con un pasajero en el asiento no para de culear, se las ve y se las desea para avanzar en la pista arenosa. De alguna manera, consiguen mantener el equilibrio. Pasamos delante de un gigantesco baobab. Abel se empeña en que nos hagamos una foto apoyados en su tronco, con su Mitsubishi Pajero delante. Prometió enviársela al mecánico francés que le revisó el vehículo, comprado de segunda mano, para demostrarle que había hecho un buen trabajo. De los atascos en la circunvalación de Lyón a la nada de Sono komokan.

Sopla una brisa fuerte del este, de la parte de Burkina Faso, que arrastra la arena, con fuerza, a ras de suelo. Otra treintena de kilómetros y llegamos a la escuela de Patin. Ya me parecía a mí. El nombre del pueblo procede de la palabra “patte”, en la lengua mossi, muy hablada en Burkina Faso y que quiere decir: “estoy perdido”. Pues eso. La etimología de las palabras malienses, cualesquiera que sea la lengua, es admirable. Sin ir más lejos, el pueblo de los camelleros de ayer noche, Pongonon, según Abel, se explica así “vine por aquí y aquí me quedé”. Estoy convencido que es demasiado gracioso para ser verdad. Como todos los pueblos donde todavía predomina la tradición oral, el embellecimiento del lenguaje es incomparable.

En el pueblo “Estoy Perdido”,  nos espera Jean Bello, el párroco de Barapireli, de donde depende la aldea. Aldea por estar donde está, en medio de ningún dónde, porque la población, como siempre las estadísticas malienses son sorprendentes por precisas, algo bueno dejaron los colonizadores gabachos, alcanza las 1.460 almas. ¿Algún dato más? Número de niños menores de 7 años: 436, número de niños en la escuela: 193, número de niños en el hangar: 40 + 28 + 49  =  117, número de hangares: 3, distancia a la escuela más cercana: 8km.

El hangar, en la lengua de Molière, se refiere a los tres cobertizos adosados a una de las paredes de la escuela, ésta sí, debidamente construida, que hacen las veces de aula para los 117 alumnos que no caben en las clases. El techo y las paredes están trenzados con hojas de palmera y otros arbustos, hasta se podría decir que tienen un toque artístico, salvo porque cuando llegan los calores, las temperaturas superan con facilidad los 35 grados, peor aún, cuando sopla el viento del desierto, y lo hace con frecuencia, arrastra tanta arena desde la llanura y con tanta fuerza  que no queda otro remedio que suspender las clases por semanas enteras. Jean Bello, con nombre francés y apellido italiano, es un cura negro y grandote, no haría mala figura como pivot en la NBA, que rezuma bondad y cariño por su gente y, como comprobaremos en el próximo pueblo, llamado Responsabilidad Grande y Antigua (Douna Pen), no se arredra ante nadie, si tiene que cantar las cuarenta a los aldeanos y autoridades.

Visitamos uno de los cobertizos. Los niños que seguramente no han visto tantos blancos y blancas juntas aparecen un poco atemorizados. La directora, elegantísima con su tocado nativo, además de guapísima, anima a los chavales con las preguntas habituales: horario de clases, si son buenos estudiantes y todas esas cosas que se suelen preguntar en ocasiones similares. Les preguntamos qué asignatura les resulta más difícil. ¿Las mates, la historia, le français? La lectura. Touché. Los pocos libros de que disponen son de uso común, no propios, un puñado de cuadernos, pizarra y pizarrín y para de contar, así que no es de extrañar que la lectura, que no pueden practicar, les resulte enrevesada.

Atravesamos el enorme patio de recreo, por espacio no será, en una algarabía escolar inenarrable que el presidente de la Fundación, Narcisse, anima con la suelta de globos en direcciones varias. Justamente en el otro extremo, vemos como ya están echados los cimientos de lastres clases financiadas por la Fundación. Los lugareños, en este caso, aportan mano de obra en especie, lo que me recuerda una antigua palabra castellana y costumbre usada en mi pueblo cuando la gente era tan comunitaria como en “Estoy Perdido”: huebra. No podemos sino sentirnos satisfechos. Los bloques de cemento armado, quizá la calidad no sea de lo mejorcito, pero parecen suficientemente sólidos, los fabrican in situ. Las obras avanzan a buen ritmo, aunque el jefe de obra no es el maliense más locuaz con que nos hayamos topado, terminamos por arrancarle una fecha de finalización: un par de meses más. También están echando los cimientos de las letrinas. La financiación será por un total de 29.729 euros.

Habíamos previsto repartir entre los alumnos carteras donadas por una empresa cartagenera, como no tenemos para tantos alumnos se las entregamos a la bellísima directora para que las distribuya según su mejor criterio, a modo de premio, entre los alumnos que más se esfuercen en sus deberes escolares. Aprovechamos la ocasión para hacer entrega de un lote de libros infantiles –cuentos, leyendas, narraciones, fábulas- cedido por el Liceo Francés de Murcia. Bajamos la media docena de cajas con los libros infantiles de lectura de la camioneta. Para que quede constancia de la generosidad del Liceo Francés y para la posteridad preparamos una pequeña ceremonia de entrega oficial al pié del vehículo. Abrimos una de las cajas, nos aprestamos con las cámaras e Isabelle, la traductora y representante no oficial de monsieur Sarkozy, saca uno de los libros de cuentos al azar que, con solemnidad, deposita en las manos de la bellísima directora. “Isabelle, Isabelle, muestra el libro a la cámara”, grita Ramonet, nuestro redactor gráfico oficioso. Dicho y hecho, el libro se llama “Nicolas au pays de neiges”, que en román paladino se traduce por “Nicolás en el país de las nieves”. ¿Nicolás en el país de las nieves? No está mal como fábula para este rincón perdido en medio del Sáhara.

domingo, 4 de marzo de 2012

JORNADA IV (2 de 2): CARRERAS DE CABALLOS Y CAMELLOS


Poco antes de atravesar la falla de Bandiagara, la carretera deja de estar asfaltada y se convierte en una pista de tierra. Avanzamos por la Ruta del Pescado. Como es la época seca, que durará hasta junio, aproximadamente, el estado de la calzada es aceptable. Los vehículos apenas si botan, aunque levantan una polvareda enorme. Para evitar que la nube de tamo levantada por el primero caiga sobre el segundo, circulamos a una distancia de medio kilómetro. Además, como el tráfico es inexistente, salvo alguna carreta ocasional, uno circula por el carril de la derecha y el otro por el de la izquierda. Los del vehículo de atrás, con Omar, nos divertimos intentando esquivar, acelerando y desacelerando, la tremenda nube de polvo levantada por el Nissan de Abel.

Una ligera brisa proveniente desde el acantilado, nada más descender a la llanura hemos girado a la izquierda, empezamos a circular en paralelo a él, arrastra la polvareda en la dirección de Burkina Faso, cuya frontera se encuentra a una veintena de kilómetros. El paisaje es, simplemente, extraordinario. A nuestra izquierda, la muralla interminable, cortada a pico, de la falla que se prolonga durante doscientos kilómetros, hasta Koudianga, se eleva majestuosa, un despeñadero imponente de 500 metros de altura, impenetrable en su color rojizo y en su verticalidad inextricable. A nuestra derecha la llanura, inmensa, salpicada de baobabs, karités y acacias. Reseca a más no poder en esta época del año. Pasamos Bankass y llegamos a Pel donde nos acoge, con la sencilla pero calurosa generosidad que ya conocemos de otros años, el párroco,  Leon Douyon. Leon, de la etnia dogón, pastorea  su rebaño espiritual a lo largo y ancho de 230 aldeas –en la sala que hace de comedor tiene los nombres de todos ellos en una lista – pueblos, caseríos y villorrios. Aunque cuenta con la ayuda de otro colega y un estudiante de teología en prácticas, pasan muchos meses, incluso años, antes de que la cura de almas llegue a buen puerto con su visita pastoral. De ahí la importancia que para el seguimiento de los parroquianos tienen los catequistas locales.

Precisamente cuando, con frecuencia los catequistas vienen a Pel para recibir formación, se alojan en unas habitaciones del amplio complejo, en clara decadencia, fundado por los padres blancos en los años cincuenta y donde nosotros nos hospedaremos durante dos noches, bordeando un campo de mijo ocupado por un tropel de cabras.  Lo justo en cuanto a comodidades pero aseado y más que suficiente para reposarnos de nuestras fatigas. Aunque sea un poco tarde para el almuerzo, no podemos rechazar el arroz de los días de fiesta que han preparado con mimo. Nos sentamos a la mesa, gozosos, tras la imponente polvareda, de disfrutar de nuestra cervecita Castle, mientras nos ponemos al día de los proyectos que, mediante la supervisión de la parroquia, la Fundación Polaris está ejecutando en la zona. Las informaciones nos han llegado a cuentagotas, pues el P. Leon tiene que acercarse, es un decir, a ciento cincuenta kilómetros, hasta Mopti para poder conectarse a Internet, a fin de enviarnos la documentación e imágenes con el progreso de los trabajos.

El primero, bien sencillo, que hemos llevado a cabo está aquí al lado, en el dispensario de la parroquia. Cuando hace tres años vinimos por primera vez nos quedamos acongojados de ver bebé, de pocos meses, tirado en el suelo de tierra para que se le bajara la fiebre de la malaria. Nos quedamos tan impresionados que decidimos financiar “ipso facto” la reforma de la maternidad, así como de la farmacia. Como no tenían electricidad, la Fundación acordó, asimismo, financiar tres placas solares que ahora campean en el techo.

Las obras realizadas han convertido, mejor dicho adecentado, porque uno de los principales problemas era el de la suciedad, los locales existentes en unas instalaciones dignas y, sobre todo limpias. Donde antes reinaba la insalubridad, ahora reina una cierta pulcritud. Se ha saneado la estructura (pintura, puertas, ventanas, etc.) y las placas solares (3.146 euros) evitan que las madres den a luz en la oscuridad. El costo total de lareforma se ha elevado a 21.436 euros, habiendo sido gestionada por Cáritasdiocesana.  El dispensario da servicio a los habitantes de Pel y las poblaciones localizadas en la vecindad, en torno a las 20.300 personas. Los principales beneficiarios serán las mujeres y los niños, que constituyen la población más vulnerable. Aproximadamente un niño de cada cinco muere antes de la edad de 5 años. La tasa de mortalidad infantil en el primer año de vida se sitúa en el 150% sobre 1.000. Las patologías infecciosas (paludismo, enfermedades respiratorias, etc.) están muy extendidas, llegando a alcanzar el 70% de las personas que vienen al centro de salud. También servirá para acrecentar la cobertura de vacunación en la zona, que  sólo alcanza el 65% de la población.

Si los datos ya son de por sí bastante dramáticos, resulta aún más fácil atragantarse con ellos cuando el bueno del Père Leon, con la mejor intención culinaria del mundo, nos ofrece un manjar de cordero. La palabra original en francés (mouton) no es tan explícita como en español donde la edad del animalico influye en la semántica: lechazo, añojo, etc. así que quizá hemos entendido mal o nuestro francés es mediocre (¡que lo es!) porque el “mouton” seguro que estaba entrado en años y en carnes. Salvo que sea camello. Disimulo como si estuviera en el internado, con once años, y me las arreglo para esconder entre la piel de plátano –el fruto del banano otra vez salvación para mis escasas normas de urbanidad- esa carne portentosamente inmasticable.

Camino de Iweré a una veintena de kilómetros de Pel, atravesamos una zona que no hace mucho tiempo se denominaba el “granero del mijo”, pero en los últimos años, debido a la escasez de agua –la pluviometría no supera los 150 mm. anuales, salvo en años excepcionales- no puede, ni siquiera, soportar a los propios habitantes  de la zona. La ganadería también ha ido a menos, a causa de la falta de agua, provocando numerosos conflictos entre las etnias trashumantes que recorren la llanura con sus ganados, y las poblaciones más sedentarias. El agua es, pues, un bien tan escaso, a veces inexistente, como preciado.

La Fundación, en colaboración con Cáritas diocesana, financia la excavación de tres pozos en las aldeas de Ganssagou, Tina y Tinsagou. Nos dirigimos a la primera donde el pozo, con un costo aproximado de 10.500 euros, está casi acabado. Los poceros, con amplia experiencia en su cometido, pertenecen a un equipo de excavadores organizado por la propia parroquia, así que, además de hacer el pozo, también se emplea, durante tres meses, a media docena de personas. Se eligió el de Ganssagou después de conocer que poco antes de solicitar la financiación, una madre con un bebé a la espalda, al intentar sacar agua del pozo tradicional, un aljibe para recoger el agua de la lluvia, cayó dentro con su hijo, ahogándose ambos, tras ceder las maderas podridas que hacían las veces de brocal. En honor a la madre y al niño, fallecidas de una forma tan banal, en la simple tarea de extraer agua, la Fundación decidió comenzar por Ganssagou. Una aldea con una diminuta, casi de juguete, a la vez que preciosa, mezquita de barro. Nos acercamos a Ganssogou por un laberinto de caminos arenosos que parecen entrecruzarse una y otra vez a lo largo y ancho de la llanura. Leon, más conocedor del laberinto de pistas y senderos ha sustituido a Omar al volante del Toyota.

Medio kilómetro antes de la llegada, toda la aldea nos espera. Curiosamente, la infraestructura de redes móviles en Mali puede ser tildada de excelente. Electricidad no hay, pero Malitel llega a los rincones más alejados de la geografía nacional. Las mujeres con sus vestidos de algodón multicolores, un nutrido grupo de músicos con instrumentos tradicionales, el grupo de ancianos que nos miran con la devoción del agradecimiento en sus ojos, a la vez que con firmeza nos estrechan las manos, a su manera, con una palma puesta sobre el envés de la que nosotros le ofrecemos, mientras que con la izquierda nos agarran con fuerza la muñeca, como si no quisieran que nos escapáramos, aunque se trata sólo de la bienvenida. Como de costumbre, la jarana la lideran las mujeres, las más alborotadoras con sus gritos, cánticos y chillidos, especialmente las más ancianas. La mayoría con el rostro curtido por el ardiente sol y la arena, muchas descalzas, los dedos de los pies llagados. Son ellas las que, en cuanto el pozo esté operativo se ahorrarán hasta siete horas diarias, se dice pronto, en acarrear agua desde otros pueblos. Como mal menor, ahora se desplaza en carretas.

Antes de comenzar la ceremonia, para la que han preparado una lona, al pié de un grandioso árbol, al lado del cual el pozo sólo le falta el brocal, nos ofrecen una exhibición equina. Caballos de pura raza, bastante más pequeños que los occidentales, pero de una elegancia extraordinaria. La mayoría montados a pelo. Algunos poseen una silla donde el arnés está sujeto por tiras de cuero más o menos estables. No faltan los fusileros. En un de los caminos de acceso a la aldea demuestran sus habilidades. Aparecen no menos de catorce o quince jinetes, algunos son adolescentes que muestran su destreza haciendo que el caballo baje la grupa y termine por tirarse sobre la arena por un lado, como si estuviéramos en el circo Krone. Suenan salvas, el equipo de cazadores dispara al aire mientras examinamos el pozo. A sesenta metros han encontrado agua en abundancia. Han anillado con cemento unos cuantos metros, con lo cual el pozo resistirá los embates del tiempo. Sólo falta el brocal, de momento la extracción se hace con una polea colocada sobre una cruceta de madera retorcida colocada sobre dos horquillas verticales.

Nos situamos debajo de la lona que hace de parapeto contra el sol, aunque la temperatura no es excesiva. Han preparado una sillas para los extranjeros y enfrente se sientan los ancianos, detrás nuestro, autoridades civiles, militares, gente más joven. Comienzan los discursos de bienvenida y agradecimiento. El alcalde lleva, al estilo francés, una banderola que cruzadas sobre el pecho se anuda a la cintura. Mientras las mujeres, al pié del árbol, a lo suyo. Cantan, bailan, ululan. No paran. Los discursos se entrecortan por sus jaleos, hasta que uno de los ancianos con cara de pocos amigos, sin moverse de su posición sedente, las manda callar con un gesto enérgico. Sorprende la formalidad de la ceremonia, perdidos en medio de unarenal inmenso, de la nada, es como si estuviéramos en el salón de plenos deNaciones Unidas. Sólo faltan los nombres y los cargos de los intervinientes caligrafiados en cartoncillos, así como los micrófonos. Nos queda otra visita y esto tiene toda la pinta de prolongarse. Finalmente, acabadas las palabras, viene la segunda parte: el almuerzo, deben de ser como las cuatro de la tarde. Ramonet, Hellène y un servidor, de manera poco disimulada, que me perdone mi profesor de Normas de Urbanidad del internado, a mediados de los sesenta, aprovechamos el ruido de cacerolas y distribución de pollo y arroz para dejar sólo ante el peligro al presidente de la Fundación, Narcisse, y a su infatigable traductora, Isabelle que, durante unos días, no le queda otro remedio que abandonar su dieta vegetariana. Por cortesía, por inculturización y por hablar bastante bien el francés.

Hellène se acerca al círculo de señoras que rápidamente la acogen en su seno, mediante el sencillo signo de ponerle encima de los hombros una especie de chal, y otro que le atan a la cintura. A bailar. Una señora, con cara de ser la más veterana, aunque probablemente no pase de la cuarentena, ofrece toda una lección de cómo se baila. Con la ligereza de la experiencia levanta una y otra vez, en saltos aparentemente discontinuados, a la vez que extraordinariamente rítmicos, las rodillas por encima de la cintura. Se nota que no es la primera vez. Hellène se las ve y se las desea para intentar imitarla. En todo caso, sus buenas intenciones son acogidas con aplausos y carcajadas. Mientras, Ramonet, gran aficionado a los caballos, se las ha arreglado para subirse encima de uno, un grupo de jóvenes, posiblemente por desconfianza hacia el jinete, ha atado las patas al animal. Pese a la experiencia hípica de nuestro egregio periodista, aquello tiene toda la pinta de acabar mal. El caballo remolonea, pifia e intenta levantar las patas delanteras. De repente al mico-mandante, esto es, a un servidor, se le pasa por la cabeza que el hospital más cercano donde tratar una rotura de pierna está a 150 kilómetros, así que para evitar males mayores, ruega a Ramonet que se baje. Tenemos Europ Assistance pero vete  a saber donde se encuentra el helicóptero de salvamento más cercano. ¿En Sudáfrica?

Ha sido, como dicen los jóvenes, alucinante, el festejo que han montado con la pequeña carpa, la danza, los fusileros y los caballos en esta aldea que nos parece de juguete. Nos hemos sentido muy a gusto. El gentío, es un decir, nos acompaña hasta la salida del pueblo, a modo de despedida, el alcalde entrega a Narcisse dos pollos. Como tiene las manos ocupadas con dos balones de reglamento para entregar al alcalde, este le cuelga los pollos del hombre. La chavalería nos acompaña a la carrera, hasta que los cuatro por cuatro toman velocidad y nos metemos en otro zigzag interminable de caminos laberínticos y arenosos.

Ahora nos dirigimos a Pongonon, a unos 30 kilómetros, tras la maraña de caminos salimos de nuevo a la Ruta del Pescado, para desviarnos poco antes de llegar a la frontera de Burkina Faso. Pasamos Koro, una de las poblaciones más importantes y comenzamos a inquietarnos ligeramente porque estamos en un territorio muy desconocido, apenas habitado. Nos desviamos de nuevo para atravesar un secarral inmenso de matas y alguna palmera aislada. Apenas nos queda una hora de luz. Desde Pongonon también se inquietan y telefonean en repetidas ocasiones para saber cuando llegamos. Pongonon está como a diez kilómetros de la frontera, aunque aquí las líneas divisorias sean, más que en cualquier otro sitio, imaginarias.

Si en Iweré hemos tenido una tarde de caballos, ahora nos toca un ocaso de camellos. No es raro ver en la llanura dogón camellos, aunque siempre de forma aislada, aquí aparecen unos cuantos, con sus jinetes. Una vez que hemos bajado  a saludar, se exhiben en cortas carreras hasta la entrada del pueblo. Una carrera de camellos, mucho más veloces de lo que se puede pensar, es una especialidad deportiva que tiene su intríngulis. En todo momento, sea el jinete o el animal parece que se van a deslomar. Es sólo una apariencia. Incluso a Abel y, sobre todo a Omar, que viene de la capital, les llama la atención. Con los camellos a la zaga y un gentío considerable nos dirigimos, sin perder tiempo, comienza a esconderse el sol tras las casas de la aldea, a inspeccionar el pozo. El pocero, el mismo de Iweré, nos explica las características de la obra. Impecable, han tenido que cavar hasta sesenta y cinco metros, pero el agua es abundante. Lo comprobamos. Con polea y todo mientras bajan el recipiente, uncuero en forma de pelota, y lo vuelven a subir, pasan cuatro buenos minutos. El brocal a media altura, con un desagüe para que beban las bestias, 4.000 cabezas en bueyes, cabras, ovejas y camellos, está impecable. Más importante, los 3.200 habitantes tienen el agua en las afueras de la aldea. Hasta ahora, una vez agotados los aljibes, debían desplazarse, a partir de marzo, a dos puntos de agua situados a 15 y 17 kilómetros respectivamente. Sin duda, los 15.483 euros aportados por la Fundación Polaris han merecido la pena.

La noche comienza a caer, majestuosa, no hay luces en derredor, se contemplan en contraluz las chozas de la aldea, las palmeras, los arbustos, la sabana rebosa de contraluces y siluetas. La ceremonia se acelera ante la caída de la oscuridad, sólo hablan el anciano, el alcalde y el pocero que agradece la colaboración de los vecinos, cuya aportación en especies consiste en alojar y avituallar a los poceros durante el tiempo de excavación, y Narcisse que se apresura para exhortar al buen uso comunal del agua. Un intercambio rápido de regalos, una danza en un círculo ovalado, otra polvareda y nos vamos. Nos íbamos, quiero decir, a oscuras, en una caseta que hace las veces de salón comunal sirven la cena, merienda o lo que sea. Al presidente, Narcisse, no le queda otro remedio que echar mano, literalmente, al arroz y al pollo. El resto nos conformamos con un refresco y así salimos del apuro, aunque el arroz no tiene mala pinta. Alguien nos ofrece la tradicional cerveza de mijo, pero ante la bebienda de la coca cola preferimos no mezclar.

El camino de regreso a Pel en medio de la oscuridad, aunque nada tenemos que temer, o eso creemos, termina por resultar pavoroso. Por alguna razón, el vehículo de Abel acelera y entre los matorrales y los cruces de caminos que parecen ir y venir en todas las direcciones, durante tres interminables minutos perdemos de vista las luces traseras del Nissan. No decimos nada, pero tenemos la ligera sensación de que Omar está tan perdido como nosotros. Tan perdido o nervioso que en un momento determinado tiene que dar un volantazo para esquivar un matorral que se nos aparece encima del parachoques. Respiramos hondo, contorneamos una curva y a lo lejos vemos las luces rojas y salvadoras del vehículo de Abel. Si hemos cruzado, de manera ilegal, sin mostrar el pasaporte, la frontera y estamos en Burkina Faso, no estaremos sólos.