A la entrada de Douna Pen, nuestra siguiente etapa, a
donde llegamos tras dejar atrás las nieves y a Nicolás en la escuela de Patin,
divisamos un gran poblado de la etnia trashumante peulh, los pastores nómadas
que siguen rutas milenarias a la búsqueda de pastos para su ganado, a través de
media docena de países, y el doble de fronteras, del África subsahariana.
Pastos y agua, ambos cada vez más escasos frente al desierto que avanza inexorable,
ampliando de generación en generación su frente inmisericorde de sequía y
destrucción. Los peulhs se establecen por pequeñas temporadas, hasta que el
agua o los pastos se agotan en la comarca, en chozas, de forma cónica,
construidas con cañas que desmantelan y transportan cada vez que se desplazan.
En la época de sequía hacia el sur, cuando llueve hacia el norte, hasta las
zonas pantanosas del Níger inundado.
Claramente distinguibles por su fisonomía,
especialmente los rostros de las mujeres, suelen ser bastante más altos y longilíneos
que los dogones. Algo tendrán que ver las extremadas condiciones de vida que
llevan, con su peregrinación de por vida, siempre con la casa a cuestas. En las
aldeas donde se establecen, aunque sea temporalmente, bien que con el paso del
tiempo también algunos se hayan tornado sedentarios, viven en barrios separados
del resto de los habitantes. En sus desplazamientos a la búsqueda de agua, los
conflictos con las poblaciones sedentarias son frecuentes. Salvando las
distancias, su profesión y la historia, de alguna manera y, para entendernos
rápido, podríamos compararlos con los gitanos de otras épocas que iban de
pueblo en pueblo como quincalleros. En cualquier caso, tienen una historia
fascinante que, según algunos antropólogos, los más discutidos, eso sí, se
remontaría, nada más y nada menos, a pueblos indoeuropeos (¡anda, como los
gitanos!), mesopotámicos o al Egipto faraónico.
En la recepción de Douna Pen, multitudinaria en
jóvenes y abundantísima en polvo, como a un par de kilómetros del proyecto
financiado por la Fundación Polaris, no advertimos a ningún peulh. De hecho,
raramente se les ve junto con los dogones, salvo en los mercados, aunque sí
encontraremos un representante entre los dignatarios del ayuntamiento, durante
el almuerzo oficial, dentro de un par de horas. Caminamos entre la algarabía
del pueblo, a lo largo de las calles extremadamente polvorientas, bordeadas de
casas de adobe y tapiales. Una caminata, que sin la protección de los
vehículos, resulta asfixiante por el polvo que nos vemos obligados a tragar.
Salvo Ramonet que aprovechando su privilegio de fotógrafo oficioso se las
arregla para ponerse al frente de la procesión y así respirar hondo el aire de
la estepa reseca que nos acoge. Los niños de la escuela se han vestido de gala.
Todos portan con orgullo, y no dejan de señalarlo una y otra vez, unas mochilas
azules con las siglas de UNICEF mientras se arremolinan al paso de Narcisse, el
presidente de la Fundación, a su vez rodeado de músicos y autoridades locales.
Y como el resto, con el polvo en la glotis sino más dentro.
Douna Pen, por una vez el significado del nombre en
dogón soslaya las fantásticas tradiciones orales de asignación de los nombres a
las aldeas, recurre a términos más banales, similares a las denominaciones de
los pueblos castellanos: “tal y tal de arriba o de abajo, cual y cual del llano
o del valle”. En este caso Pen es, simplemente, nada de mitología, “viejo”, lo
que implica que hay un Douna (Bulto, como en carga) más nuevo. Douna Pen es un
poblado relativamente popular, mencionado con frecuencia -aunque para llegar hace
falta bien saber cómo- en ciertas guías turísticas porque, sí, aquí, en medio
de la estepa sahariana, más reseca que el alma de Judas, que dicen en mi
pueblo, rodeados de la nada por todas partes, el Níger está a centenas de
kilómetros, hay caimanes. En unas charcas que, en época de lluvias rebosan de
agua pero que ahora, mediados de diciembre, dos meses o tres, tras haber
desaparecido las nubes, comienzan a menguar. Dentro de unas semanas, cuando las
charcas estén completamente agotadas, los caimanes buscarán refugio en la
sombra –es un decir- de las casas o se
resguardarán al frescor –otro decir- bajo los graneros ligeramente levantados
del suelo. Hasta que vuelva a llover, principios de junio, y regresen a su
hábitat natural.
La única razón de la supervivencia de este centenar
largo de caimanes se basa en que son considerados animales totémicos,
protectores de clanes locales, aunque otras versiones les atribuyen virtudes
portadoras del espíritu de los ancestros. Mal que bien, pese a la sequía,
sobreviven en este medio inhóspito. Desde la orilla de la charca les observamos
con cierta precaución, totémicos o no, tienen unos colmillos terroríficos. Media
docena han salido a tomar el sol, inmisericorde a esta hora, mientras vemos
otros cuantos, semiescondidos en el agua, al acecho de cualquier movimiento en
las aguas empantanadas. Los niños del poblado, acostumbrados a su presencia,
aunque siempre con respeto y guardando las distancias (seguro que habrá habido
más de un accidente), se aproximan hasta una decena de metros. Uno lanza un
pajarillo muerto que estaba atrapado en un espino y las fauces de uno de estos
monstruos devora el insignificante aperitivo.
El proyecto desarrollado y ejecutado por la FundaciónPolaris World en Bulto el Viejo, a través de la parroquia de Barapireli y
nuestro amigo grandullón, el padre Jean Bello ha sido muy atípico. Por primera
vez, tratándose de agua, no ha sido extraerlo de un pozo sino elevarlo hacia lo
alto, mediante un depósito. El proceso ha sido relativamente complejo y costoso
(34.755 euros, habiendo puesto los lugareños otros 3.000 más) puesto que el
depósito, con capacidad para 20.000 litros , ha tenido que ser construido en
Bamako, a 1.000
kilómetros de distancia. Esto significa que el
transporte desde la capital hasta este rincón perdido del Sáhara, ha constituido
toda una odisea, especialmente los últimos 100 kilómetros a
través de las pistas arenosas. De todos modos, la obra ha sido concluida con éxito
como podemos observar nosotros cuando, tras dar vuelta a la última esquina del
pueblo, vemos el logotipo de la Fundación campeando, bien alto, en un lateral
del tanque de agua.
De forma dramática, los 8.000 habitantes de Douna Pen
han tenido el agua, como quien dice, al alcance de la mano durante unos cuantos
años. Sin que por desgracia pudieran explotarla. Exactamente desde que otro
organismo hizo un pozo artesiano con 75 metros de profundidad.
Desafortunadamente,
el agua no tenía la suficiente presión para salir a la superficie; como tampoco
disponían de bomba el agua estaba bien cerca, pero es como si no existiera. La
financiación de Polaris World ha servido, aparte de para el depósito, para instalar
una bomba movida por energía solar –otro tipo de bomba, por falta de
combustible sería impensable en estas latitudes- que extrae el agua de las
profundidades y lo eleva al depósito. Desde allí, el agua por una serie de
cañerías se distribuye a varios puntos de agua en el poblado. La terminación, a
primera vista es modélica. Bien reluciente, algo nada extraño por lo demás,
bajo este sol abrasador. La valla impecablemente construida para proteger las
instalaciones de animales salvajes, incluso una caseta para el guarda que
durante la noche vela para que no haya intrusos. Las placas solares reverberan
la apabullante luminosidad del Sáhara. A un lado Bulto el Viejo, con sus casas
de adobe y al otro la sabana esteparia. Todo perfecto.
¿Todo perfecto? Tras las rutinarias palabras de
bienvenida, aunque por ello no menos agradecidas, el P. Jean Bello toma la
palabra y lanza una filípica impresionante a los habitantes que le miran
cariacontecidos, con la cabeza gacha, claramente avergonzados por la invectiva
de Jean Bello. Presuntamente, una parte del consejo municipal está enfrentada a
la otra en torno a la utilización del preciado elemento por el cobro de una
comisión, presuntamente para el mantenimiento de las instalaciones. Aunque por
las sinuosas indirectas del buen sacerdote no queda claro si los cobros tendrán
otros fines más venales (para algunos). Más importante aún, dí que sí, estamos
contigo grandullón, “la Fundación Polaris no ha financiado este proyecto únicamente
para todos los habitantes de Douna Pen, sino para todos los que pasen por aquí
y necesiten agua, y cuando digo todos, quiero decir todos”, asevera.
Entendemos que es una clara referencia a los pastores
peulh, así como a los pobladores de las aldeas colindantes que, presuntamente,
son discriminados. Nuestro potencial pivot de la NBA, si no se hubiera
consagrado a su vocación sacerdotal, va más allá y no se muerde la lengua, como
si nos hubiera leído el pensamiento, afirma: “mientras no se arreglen estos
problemas, la Fundación Polaris no financiará el proyecto de maternidad que
queréis pedirles”. Ahí queda eso. Jean Bello sabe de qué habla, él no es dogón,
ni peulh, sino pertenece a una etnia de la vecina Burkina Faso y, con toda
seguridad, dedicado en cuerpo y alma a la salud espiritual y material de su
rebaño, el consejo municipal de Bulto el Viejo, Nuevo, del Valle o de la
Estepa, quien sea impedimento para cumplir su misión. Como genuino líder,
independientemente de su adscripción religiosa, los asistentes parecen asentir.
Veremos si la bronca cunde sus efectos. Si este liderazgo y solidaridad de la
élite –en este caso la sacerdotal- formada en Europa, que hemos advertido en
otras ocasiones, estuviera más extendido a otros ámbitos de la sociedad civil, seguro
que otro gallo le cantaría a nuestro querido Mali.
Quizá sean percepciones equivocadas, pero pese al
multitudinario recibimiento y a las agradecidas palabras de las autoridades,
hemos notado como menos calor –emocional, se entiende- en la acogida, como si
las dimensiones de los pueblos fueran proporcionalmente inversas a las muestras
de agradecimiento. Sin ir más lejos, esta mañana el escaso centenar de
habitantes de Sono komokan han sido mucho más calurosos que los tres centenares
que nos han acogido en Douna Pen. Narcisse, en su réplica a las autoridades,
respalda las palabras de Jean Bello asegurando que la Fundación no hace
distingos de pertenencias a etnias, a divisiones geográficas, el agua es para
todos, en igualdad de condiciones. Si para el mantenimiento hay que aportar una
pequeña cantidad, todos deben aportan idéntica cantidad. Los socios de la
Fundación, señala, “no han dado sus aportaciones, pequeñas o grandes, para una
determinada etnia, o por ser devotos de una religión específica”.
En el almuerzo oficial, en el soportal de los locales
municipales, en una estampa cuasi bíblica, un grupito de ancianos ruega hablar
con el presidente de la Fundación. Por un momento pensamos que, por las
apariencias, se trata de los ediles municipales, deseosos de ofrecer
explicaciones sobre el supuesto desaguisado en la gestión económica del depósito.
Pero no. Se trata de una representación de la aldea de Toyi, encabezada por el
catequista, que conocedores de la presencia de la Fundación se han desplazado
desde 35 kilómetros ,
para pedir a la Fundación la excavación
de un pozo. Les escuchamos con detenimiento, aunque sólo fuera por el esfuerzo
que han hecho, se lo merece.
Después nos aplicamos al homenaje que habitualmente
nos brindan. El arroz con el “pollo a la bicicleta”, reservado para los días de
fiesta. Lo del “poulet a la bicyclette” (suena mucho mejor en francés) es una
broma de nuestro inestimable Abel Kassogué. Según él, como el manjar de carne
es escaso y raro en estos lares, para atrapar el pollo de las jornadas festivas
hay que correr unas vueltas detrás de él, hasta atraparlo por el gaznate, hay
que correr tanto en pos del ave que es como si se estuviera pedaleando en una bicyclette. Lo cual, por otra parte, explica la endurecida
textura de los muslos que, con todos los honores, nos ofrecen en cuanto
huéspedes.
Mientras bromeamos sobre si la necesaria dentellada a
la musculada textura del pollo a la bicicleta se extiende también a la pechuga,
observamos un grupo de niños que, desde una veintena de metros, nos miran entre
ávidos y temerosos, como si esperasen algo. Deducimos por sus ansiosas miradas
que están esperando a que nosotros acabemos para comerse las sobras. Nos
sentimos culpables. De nuestras bromas, del pollo, de observarles y mismamente
de encontrarnos aquí. Decidimos romper el protocolo y sin preguntar a las
autoridades, ni a las eclesiásticas ni a las civiles, les pasamos una de las
cacerolas. Se acurrucan al lado de una de ellas y en un santiamén, cogiendo,
literalmente, a puñados el arroz sobrante, la rebañan en un abrir y cerrar de
bocas. Y esto no es un juego de palabras.