domingo, 4 de marzo de 2012

JORNADA IV (2 de 2): CARRERAS DE CABALLOS Y CAMELLOS


Poco antes de atravesar la falla de Bandiagara, la carretera deja de estar asfaltada y se convierte en una pista de tierra. Avanzamos por la Ruta del Pescado. Como es la época seca, que durará hasta junio, aproximadamente, el estado de la calzada es aceptable. Los vehículos apenas si botan, aunque levantan una polvareda enorme. Para evitar que la nube de tamo levantada por el primero caiga sobre el segundo, circulamos a una distancia de medio kilómetro. Además, como el tráfico es inexistente, salvo alguna carreta ocasional, uno circula por el carril de la derecha y el otro por el de la izquierda. Los del vehículo de atrás, con Omar, nos divertimos intentando esquivar, acelerando y desacelerando, la tremenda nube de polvo levantada por el Nissan de Abel.

Una ligera brisa proveniente desde el acantilado, nada más descender a la llanura hemos girado a la izquierda, empezamos a circular en paralelo a él, arrastra la polvareda en la dirección de Burkina Faso, cuya frontera se encuentra a una veintena de kilómetros. El paisaje es, simplemente, extraordinario. A nuestra izquierda, la muralla interminable, cortada a pico, de la falla que se prolonga durante doscientos kilómetros, hasta Koudianga, se eleva majestuosa, un despeñadero imponente de 500 metros de altura, impenetrable en su color rojizo y en su verticalidad inextricable. A nuestra derecha la llanura, inmensa, salpicada de baobabs, karités y acacias. Reseca a más no poder en esta época del año. Pasamos Bankass y llegamos a Pel donde nos acoge, con la sencilla pero calurosa generosidad que ya conocemos de otros años, el párroco,  Leon Douyon. Leon, de la etnia dogón, pastorea  su rebaño espiritual a lo largo y ancho de 230 aldeas –en la sala que hace de comedor tiene los nombres de todos ellos en una lista – pueblos, caseríos y villorrios. Aunque cuenta con la ayuda de otro colega y un estudiante de teología en prácticas, pasan muchos meses, incluso años, antes de que la cura de almas llegue a buen puerto con su visita pastoral. De ahí la importancia que para el seguimiento de los parroquianos tienen los catequistas locales.

Precisamente cuando, con frecuencia los catequistas vienen a Pel para recibir formación, se alojan en unas habitaciones del amplio complejo, en clara decadencia, fundado por los padres blancos en los años cincuenta y donde nosotros nos hospedaremos durante dos noches, bordeando un campo de mijo ocupado por un tropel de cabras.  Lo justo en cuanto a comodidades pero aseado y más que suficiente para reposarnos de nuestras fatigas. Aunque sea un poco tarde para el almuerzo, no podemos rechazar el arroz de los días de fiesta que han preparado con mimo. Nos sentamos a la mesa, gozosos, tras la imponente polvareda, de disfrutar de nuestra cervecita Castle, mientras nos ponemos al día de los proyectos que, mediante la supervisión de la parroquia, la Fundación Polaris está ejecutando en la zona. Las informaciones nos han llegado a cuentagotas, pues el P. Leon tiene que acercarse, es un decir, a ciento cincuenta kilómetros, hasta Mopti para poder conectarse a Internet, a fin de enviarnos la documentación e imágenes con el progreso de los trabajos.

El primero, bien sencillo, que hemos llevado a cabo está aquí al lado, en el dispensario de la parroquia. Cuando hace tres años vinimos por primera vez nos quedamos acongojados de ver bebé, de pocos meses, tirado en el suelo de tierra para que se le bajara la fiebre de la malaria. Nos quedamos tan impresionados que decidimos financiar “ipso facto” la reforma de la maternidad, así como de la farmacia. Como no tenían electricidad, la Fundación acordó, asimismo, financiar tres placas solares que ahora campean en el techo.

Las obras realizadas han convertido, mejor dicho adecentado, porque uno de los principales problemas era el de la suciedad, los locales existentes en unas instalaciones dignas y, sobre todo limpias. Donde antes reinaba la insalubridad, ahora reina una cierta pulcritud. Se ha saneado la estructura (pintura, puertas, ventanas, etc.) y las placas solares (3.146 euros) evitan que las madres den a luz en la oscuridad. El costo total de lareforma se ha elevado a 21.436 euros, habiendo sido gestionada por Cáritasdiocesana.  El dispensario da servicio a los habitantes de Pel y las poblaciones localizadas en la vecindad, en torno a las 20.300 personas. Los principales beneficiarios serán las mujeres y los niños, que constituyen la población más vulnerable. Aproximadamente un niño de cada cinco muere antes de la edad de 5 años. La tasa de mortalidad infantil en el primer año de vida se sitúa en el 150% sobre 1.000. Las patologías infecciosas (paludismo, enfermedades respiratorias, etc.) están muy extendidas, llegando a alcanzar el 70% de las personas que vienen al centro de salud. También servirá para acrecentar la cobertura de vacunación en la zona, que  sólo alcanza el 65% de la población.

Si los datos ya son de por sí bastante dramáticos, resulta aún más fácil atragantarse con ellos cuando el bueno del Père Leon, con la mejor intención culinaria del mundo, nos ofrece un manjar de cordero. La palabra original en francés (mouton) no es tan explícita como en español donde la edad del animalico influye en la semántica: lechazo, añojo, etc. así que quizá hemos entendido mal o nuestro francés es mediocre (¡que lo es!) porque el “mouton” seguro que estaba entrado en años y en carnes. Salvo que sea camello. Disimulo como si estuviera en el internado, con once años, y me las arreglo para esconder entre la piel de plátano –el fruto del banano otra vez salvación para mis escasas normas de urbanidad- esa carne portentosamente inmasticable.

Camino de Iweré a una veintena de kilómetros de Pel, atravesamos una zona que no hace mucho tiempo se denominaba el “granero del mijo”, pero en los últimos años, debido a la escasez de agua –la pluviometría no supera los 150 mm. anuales, salvo en años excepcionales- no puede, ni siquiera, soportar a los propios habitantes  de la zona. La ganadería también ha ido a menos, a causa de la falta de agua, provocando numerosos conflictos entre las etnias trashumantes que recorren la llanura con sus ganados, y las poblaciones más sedentarias. El agua es, pues, un bien tan escaso, a veces inexistente, como preciado.

La Fundación, en colaboración con Cáritas diocesana, financia la excavación de tres pozos en las aldeas de Ganssagou, Tina y Tinsagou. Nos dirigimos a la primera donde el pozo, con un costo aproximado de 10.500 euros, está casi acabado. Los poceros, con amplia experiencia en su cometido, pertenecen a un equipo de excavadores organizado por la propia parroquia, así que, además de hacer el pozo, también se emplea, durante tres meses, a media docena de personas. Se eligió el de Ganssagou después de conocer que poco antes de solicitar la financiación, una madre con un bebé a la espalda, al intentar sacar agua del pozo tradicional, un aljibe para recoger el agua de la lluvia, cayó dentro con su hijo, ahogándose ambos, tras ceder las maderas podridas que hacían las veces de brocal. En honor a la madre y al niño, fallecidas de una forma tan banal, en la simple tarea de extraer agua, la Fundación decidió comenzar por Ganssagou. Una aldea con una diminuta, casi de juguete, a la vez que preciosa, mezquita de barro. Nos acercamos a Ganssogou por un laberinto de caminos arenosos que parecen entrecruzarse una y otra vez a lo largo y ancho de la llanura. Leon, más conocedor del laberinto de pistas y senderos ha sustituido a Omar al volante del Toyota.

Medio kilómetro antes de la llegada, toda la aldea nos espera. Curiosamente, la infraestructura de redes móviles en Mali puede ser tildada de excelente. Electricidad no hay, pero Malitel llega a los rincones más alejados de la geografía nacional. Las mujeres con sus vestidos de algodón multicolores, un nutrido grupo de músicos con instrumentos tradicionales, el grupo de ancianos que nos miran con la devoción del agradecimiento en sus ojos, a la vez que con firmeza nos estrechan las manos, a su manera, con una palma puesta sobre el envés de la que nosotros le ofrecemos, mientras que con la izquierda nos agarran con fuerza la muñeca, como si no quisieran que nos escapáramos, aunque se trata sólo de la bienvenida. Como de costumbre, la jarana la lideran las mujeres, las más alborotadoras con sus gritos, cánticos y chillidos, especialmente las más ancianas. La mayoría con el rostro curtido por el ardiente sol y la arena, muchas descalzas, los dedos de los pies llagados. Son ellas las que, en cuanto el pozo esté operativo se ahorrarán hasta siete horas diarias, se dice pronto, en acarrear agua desde otros pueblos. Como mal menor, ahora se desplaza en carretas.

Antes de comenzar la ceremonia, para la que han preparado una lona, al pié de un grandioso árbol, al lado del cual el pozo sólo le falta el brocal, nos ofrecen una exhibición equina. Caballos de pura raza, bastante más pequeños que los occidentales, pero de una elegancia extraordinaria. La mayoría montados a pelo. Algunos poseen una silla donde el arnés está sujeto por tiras de cuero más o menos estables. No faltan los fusileros. En un de los caminos de acceso a la aldea demuestran sus habilidades. Aparecen no menos de catorce o quince jinetes, algunos son adolescentes que muestran su destreza haciendo que el caballo baje la grupa y termine por tirarse sobre la arena por un lado, como si estuviéramos en el circo Krone. Suenan salvas, el equipo de cazadores dispara al aire mientras examinamos el pozo. A sesenta metros han encontrado agua en abundancia. Han anillado con cemento unos cuantos metros, con lo cual el pozo resistirá los embates del tiempo. Sólo falta el brocal, de momento la extracción se hace con una polea colocada sobre una cruceta de madera retorcida colocada sobre dos horquillas verticales.

Nos situamos debajo de la lona que hace de parapeto contra el sol, aunque la temperatura no es excesiva. Han preparado una sillas para los extranjeros y enfrente se sientan los ancianos, detrás nuestro, autoridades civiles, militares, gente más joven. Comienzan los discursos de bienvenida y agradecimiento. El alcalde lleva, al estilo francés, una banderola que cruzadas sobre el pecho se anuda a la cintura. Mientras las mujeres, al pié del árbol, a lo suyo. Cantan, bailan, ululan. No paran. Los discursos se entrecortan por sus jaleos, hasta que uno de los ancianos con cara de pocos amigos, sin moverse de su posición sedente, las manda callar con un gesto enérgico. Sorprende la formalidad de la ceremonia, perdidos en medio de unarenal inmenso, de la nada, es como si estuviéramos en el salón de plenos deNaciones Unidas. Sólo faltan los nombres y los cargos de los intervinientes caligrafiados en cartoncillos, así como los micrófonos. Nos queda otra visita y esto tiene toda la pinta de prolongarse. Finalmente, acabadas las palabras, viene la segunda parte: el almuerzo, deben de ser como las cuatro de la tarde. Ramonet, Hellène y un servidor, de manera poco disimulada, que me perdone mi profesor de Normas de Urbanidad del internado, a mediados de los sesenta, aprovechamos el ruido de cacerolas y distribución de pollo y arroz para dejar sólo ante el peligro al presidente de la Fundación, Narcisse, y a su infatigable traductora, Isabelle que, durante unos días, no le queda otro remedio que abandonar su dieta vegetariana. Por cortesía, por inculturización y por hablar bastante bien el francés.

Hellène se acerca al círculo de señoras que rápidamente la acogen en su seno, mediante el sencillo signo de ponerle encima de los hombros una especie de chal, y otro que le atan a la cintura. A bailar. Una señora, con cara de ser la más veterana, aunque probablemente no pase de la cuarentena, ofrece toda una lección de cómo se baila. Con la ligereza de la experiencia levanta una y otra vez, en saltos aparentemente discontinuados, a la vez que extraordinariamente rítmicos, las rodillas por encima de la cintura. Se nota que no es la primera vez. Hellène se las ve y se las desea para intentar imitarla. En todo caso, sus buenas intenciones son acogidas con aplausos y carcajadas. Mientras, Ramonet, gran aficionado a los caballos, se las ha arreglado para subirse encima de uno, un grupo de jóvenes, posiblemente por desconfianza hacia el jinete, ha atado las patas al animal. Pese a la experiencia hípica de nuestro egregio periodista, aquello tiene toda la pinta de acabar mal. El caballo remolonea, pifia e intenta levantar las patas delanteras. De repente al mico-mandante, esto es, a un servidor, se le pasa por la cabeza que el hospital más cercano donde tratar una rotura de pierna está a 150 kilómetros, así que para evitar males mayores, ruega a Ramonet que se baje. Tenemos Europ Assistance pero vete  a saber donde se encuentra el helicóptero de salvamento más cercano. ¿En Sudáfrica?

Ha sido, como dicen los jóvenes, alucinante, el festejo que han montado con la pequeña carpa, la danza, los fusileros y los caballos en esta aldea que nos parece de juguete. Nos hemos sentido muy a gusto. El gentío, es un decir, nos acompaña hasta la salida del pueblo, a modo de despedida, el alcalde entrega a Narcisse dos pollos. Como tiene las manos ocupadas con dos balones de reglamento para entregar al alcalde, este le cuelga los pollos del hombre. La chavalería nos acompaña a la carrera, hasta que los cuatro por cuatro toman velocidad y nos metemos en otro zigzag interminable de caminos laberínticos y arenosos.

Ahora nos dirigimos a Pongonon, a unos 30 kilómetros, tras la maraña de caminos salimos de nuevo a la Ruta del Pescado, para desviarnos poco antes de llegar a la frontera de Burkina Faso. Pasamos Koro, una de las poblaciones más importantes y comenzamos a inquietarnos ligeramente porque estamos en un territorio muy desconocido, apenas habitado. Nos desviamos de nuevo para atravesar un secarral inmenso de matas y alguna palmera aislada. Apenas nos queda una hora de luz. Desde Pongonon también se inquietan y telefonean en repetidas ocasiones para saber cuando llegamos. Pongonon está como a diez kilómetros de la frontera, aunque aquí las líneas divisorias sean, más que en cualquier otro sitio, imaginarias.

Si en Iweré hemos tenido una tarde de caballos, ahora nos toca un ocaso de camellos. No es raro ver en la llanura dogón camellos, aunque siempre de forma aislada, aquí aparecen unos cuantos, con sus jinetes. Una vez que hemos bajado  a saludar, se exhiben en cortas carreras hasta la entrada del pueblo. Una carrera de camellos, mucho más veloces de lo que se puede pensar, es una especialidad deportiva que tiene su intríngulis. En todo momento, sea el jinete o el animal parece que se van a deslomar. Es sólo una apariencia. Incluso a Abel y, sobre todo a Omar, que viene de la capital, les llama la atención. Con los camellos a la zaga y un gentío considerable nos dirigimos, sin perder tiempo, comienza a esconderse el sol tras las casas de la aldea, a inspeccionar el pozo. El pocero, el mismo de Iweré, nos explica las características de la obra. Impecable, han tenido que cavar hasta sesenta y cinco metros, pero el agua es abundante. Lo comprobamos. Con polea y todo mientras bajan el recipiente, uncuero en forma de pelota, y lo vuelven a subir, pasan cuatro buenos minutos. El brocal a media altura, con un desagüe para que beban las bestias, 4.000 cabezas en bueyes, cabras, ovejas y camellos, está impecable. Más importante, los 3.200 habitantes tienen el agua en las afueras de la aldea. Hasta ahora, una vez agotados los aljibes, debían desplazarse, a partir de marzo, a dos puntos de agua situados a 15 y 17 kilómetros respectivamente. Sin duda, los 15.483 euros aportados por la Fundación Polaris han merecido la pena.

La noche comienza a caer, majestuosa, no hay luces en derredor, se contemplan en contraluz las chozas de la aldea, las palmeras, los arbustos, la sabana rebosa de contraluces y siluetas. La ceremonia se acelera ante la caída de la oscuridad, sólo hablan el anciano, el alcalde y el pocero que agradece la colaboración de los vecinos, cuya aportación en especies consiste en alojar y avituallar a los poceros durante el tiempo de excavación, y Narcisse que se apresura para exhortar al buen uso comunal del agua. Un intercambio rápido de regalos, una danza en un círculo ovalado, otra polvareda y nos vamos. Nos íbamos, quiero decir, a oscuras, en una caseta que hace las veces de salón comunal sirven la cena, merienda o lo que sea. Al presidente, Narcisse, no le queda otro remedio que echar mano, literalmente, al arroz y al pollo. El resto nos conformamos con un refresco y así salimos del apuro, aunque el arroz no tiene mala pinta. Alguien nos ofrece la tradicional cerveza de mijo, pero ante la bebienda de la coca cola preferimos no mezclar.

El camino de regreso a Pel en medio de la oscuridad, aunque nada tenemos que temer, o eso creemos, termina por resultar pavoroso. Por alguna razón, el vehículo de Abel acelera y entre los matorrales y los cruces de caminos que parecen ir y venir en todas las direcciones, durante tres interminables minutos perdemos de vista las luces traseras del Nissan. No decimos nada, pero tenemos la ligera sensación de que Omar está tan perdido como nosotros. Tan perdido o nervioso que en un momento determinado tiene que dar un volantazo para esquivar un matorral que se nos aparece encima del parachoques. Respiramos hondo, contorneamos una curva y a lo lejos vemos las luces rojas y salvadoras del vehículo de Abel. Si hemos cruzado, de manera ilegal, sin mostrar el pasaporte, la frontera y estamos en Burkina Faso, no estaremos sólos.

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