La noche en Pel ha sido apacible. Pas de moustiques. De madrugada, hacia
las cuatro de la mañana, hemos comenzado a oír a los búfalos ¿mugiendo? en el
vecino campo reseco mientras rebuscan un pasto inexistente entre las cañas de
mijo abandonadas. Una vez recogidas nuestras pertenencias, nos dirigimos hacia
los vehículos, con aires de turistas accidentales, mientras arrastramos las
maletas estandarizadas para un vuelo de Ryan Air, pero completamente fuera de
lugar en esta senda de tierra, imposible que rueden, camino de los cuatro por
cuatro. Los lugareños nos observan entre curiosos y sorprendidos. Un consistente
almuerzo ofrecido por el padre Leon, donde no falta el pollo sobrante del día
anterior y allá vamos, a la intrincada
sabana, no tanto porque nos rodee la jungla, más bien estamos en medio de una
arenal interminable, por cuanto los cruces de caminos que van y vienen en todas
las direcciones nos resultarían imposibles de encontrar si no estuviéramos acompañados
de Abel y Leon. No es cierto que todos los caminos lleven a Roma, al menos no
aquí, en el corazón del África subsahariana. Aunque al menos uno, entre tantos,
nos llevará, si tenemos fe en nuestros guías, a Sono komokan.
Aquí el término sabana tiene un significado
particular, escasamente relacionado con los documentales televisivos verdeantes
donde las manadas de ñus corren en estampida por la ribera del Tanganika. Para
los nativos, que con frecuencia recurren al término francés: “brousse”,
literalmente “monte bajo”, tiene un significado muy particular y mucho más
emocional que la mera descripción de un paisaje. No sólo se trata de un espacio
geográfico donde los arbustos, baobabs, karités y acacias abundan, aunque no
hace falta ser un experto para entender que la sequía, ya de por sí extrema, se
anuncia este año dramática; la “brousse” es, ante todo, un espacio propio y
personal, su hogar. Para salir de él, cuando emigran a la capital o hacia la
supuesta tierra prometida de Europa tienen que obtener la bendición paternal y
la de los ancianos del pueblo. Salir de
la “brousse”, y no sólo de las aldeas de adobe, equivale a abandonar el hogar.
Entre septiembre pasado y junio del año que viene,
estamos a principios de diciembre, no caerá ni una gota, ni una sóla, en la “brousse”. Por otro lado, tampoco
estamos ante la imagen del desierto sahariano con infinitas dunas de arena,
aunque la tierra arenosa –la erosión es a ojos vista avasalladora- es lo único
que se ve en centenares de kilómetros alrededor. La capa freática está, aquí,
en la llanura, de momento, a unos 60 metros de profundidad. Y bajando. Año tras
año, la pertinaz sequía la hace descender centímetros o metros con lo que se multiplican los problemas de
aprovisionamiento de agua. El terreno arenoso tiene una ventaja, excavar
resulta relativamente fácil; una desventaja, los pozos, si no se apuntalan
debidamente, con anillos de cemento armado, se desmoronan en unos meses. A los
primeros se les denomina pozos de gran diámetro, a los segundos, pozos
tradicionales. La denominación más exacta sería de ‘gran profundidad’ para los
primeros.
En muchas aldeas, durante décadas, se han servido de
pozos tradicionales, insalubres, reexcavados
con frecuencia para evitar que caigan en desuso, a medias entre aljibe, se
recogía el agua de las lluvias, y pozo, cuando el agua estaba más cerca de la
superficie. Con la escasez de las lluvias y el descenso del punto de agua, los
pozos tradicionales terminan por obturarse.
Para excavar a cierta profundidad –el
anillado en hormigón es fundamental- se necesita una cierta técnica de la que
los pobladores de la zona no disponen o carecen de medios. Como resultado, ante
la falta de agua, no queda otro remedio
que ir a buscarla a las aldeas, ¿por cuántos años?, que resisten. Esto ocasiona
numerosas disputas entre pueblos vecinos, el agua no abunda en cualquier caso
y, sobre todo con los peulh, la etnia
trashumante, muy numerosa todavía, que se mueve entre Burkina Faso y Mali, al
ritmo de las estaciones y siguiendo rutas centenarias.
La secuela más evidente: para buscar agua, las
mujeres y los niños –los hombres nunca lo hacen- tienen que realizar grandes
caminatas, a veces expediciones de dos o tres días, a pié, carreta o lomo de
asno con los bidones de plástico. Ya no se trata sólo de la dureza del trabajo,
los niños, si tienen escuela no asisten durante muchos días. Y si no fuera
dramático, que lo es, sería cómico el saber que una de las principales causas
de divorcio en muchas aldeas proviene del hecho de que las mujeres, hartas de
esta situación acuciante y agravada de año en año, si surge la oportunidad,
prefieren casarse con lugareños de poblados donde el agua, aunque problema, no
lo sea tanto. En otras palabras, el agua se convierte en dote, y bien económico
principal. Y eso, por no hablar de las condiciones sanitarias desastrosas
motivadas por las infecciones que afectan, de una u otra manera, a cerca de un
setenta por ciento de la población. Nunca fue más indiscutible el dicho de que
donde hay vida hay agua.
Tras un enmarañado
trayecto, teniendo siempre como fondo el imponente decorado del
acantilado de Bandiagara, distante unos treinta kilómetros, a nuestra
izquierda, llegamos a la aldea de Sono
komokan, donde bajo la supervisión de la parroquia de Pel, la Fundación estáfinanciando la excavación del pozo. Tras las humildes casas de adobe, en el
fondo de una vaguada de terreno áspero, la población al completo, hombres,
mujeres, niños, adolescentes y adultos nos esperan expectantes. Este proyecto ha
sido financiado por la Fundación Polaris a “ciegas”, es decir, hemos tomado
como única referencia las explicaciones escritas de la situación que nuestro
infatigable Abel Kassogué nos ha transmitido, más un par de fotos enviadas por
el abbé Leon. Hasta el presente, la descripción de las necesidades de la pluma
de Abel ha sido impecable, confiemos en que, una vez más, haya acertado. Los
trabajos, realizados por el equipo de poceros de la parroquia, al tener que
excavar sólo en arcilla ha salido relativamente barato, 12.424 euros, más los 1.500
puestos por los aldeanos, en especies, principalmente mano de obra y la
manutención de los poceros, quienes durante la duración de los trabajos habitan
en una choza a pié de obra.
Tenemos la fortuna, se trata de la primera vez que
observamos este tipo de trabajo en directo, de llegar cuando las obras, aunque
muy adelantadas, todavía no han finalizado. Son las diez de la mañana, pero no
podían faltar los músicos y las danzas femeninas. Si acaso echamos de menos los
fusiles de los cazadores. A diferencia de otras aldeas, la población es
relativamente pequeña, no más de unas doscientas personas se congregan
alrededor.
Nos acercamos al agujero, que al decir del jefe
pocero está ya en sesenta metros. Con una bolsa de yute, usando una de las dos
poleas, la que está sostenida al dintel con una cuerda, extraen la tierra del
fondo. Advertimos que está apelmazada y húmeda, señal irrebatible de que el
agua no puede andar lejos. Alguien se asoma a la abertura para gritar a los dos
trabajadores que están en el fondo. Sesenta metros más abajo resuena el eco de
sus voces y de sus picos. Empezamos a tirar de una de las sogas, la que se
apoya, por medidas de seguridad, es un decir, en unas alambres que,
supuestamente, son más resistentes que la cuerda que sujeta la polea usada para
extraer la tierra.
Tiramos y tiramos de la soga, acompañados en el
jolgorio por una quincena de paisanos, sesenta metros de soga, vaguada adelante.
De las profundidades surge uno de los poceros, ligeramente embarrado, sudoroso.
Posa orgulloso o, para ser exactos, nosotros con él, al pié del futuro brocal.
Ya está parcialmente cimentado. Descendemos la soga y, de la misma manera,
atado a una cincha, sacamos al segundo. Todos aplaudimos. Para el
Mico-Mandante, que pergeña esta crónica, ha sido uno de los momentos más
impresionantes de todo el viaje. No pueden quedarse en el fondo más de media
hora por la carencia de oxígeno. Para alargar un poco su estancia, a falta de
algún mecanismo más sofisticado, recurren al sencillo método de descender con un
puñado de ramas ya que, aparentemente, las hojas alargan la oxigenación en las
profundidades.
Las once menos cuarto ¿Habrá almuerzo de bienvenida
en esta hora tan matinal? No, parece que es demasiado pronto para festejos
culinarios. Bien, bien, bien. Nos hemos librado de uno. Pero la danza,
afortunadamente, no falta. Algo muy sencillo, los habitantes no son numerosos, lo
que no empece para que las mujeres pongan el mismo entusiasmo, o más, que en
otros poblados. Como de costumbre, la avezada bailarina del grupo, Hellèneskova,
rápidamente se suma a los ritmos locales entre la algarabía de ancianas y
adolescentes. En menos de un cuarto de hora ya estamos rodando por los
enrevesados caminos de la llanura. Atravesamos más aldeas de adobe con graneros
dogones donde las mujeres guardan sus posesiones separadas de las de los maridos.
Para no perdernos, ni siquiera Abel ni Leon parecen muy seguros de la
dirección, una motocicleta con dos pasajeros hace la función de heraldo,
abriendo el camino. Si ya es difícil gestionar el cuatro por cuatro sobre las
arenas movedizas, la motocicleta, china, por supuesto, con un pasajero en el
asiento no para de culear, se las ve y se las desea para avanzar en la pista
arenosa. De alguna manera, consiguen mantener el equilibrio. Pasamos delante de
un gigantesco baobab. Abel se empeña en que nos hagamos una foto apoyados en su
tronco, con su Mitsubishi Pajero delante. Prometió enviársela al mecánico
francés que le revisó el vehículo, comprado de segunda mano, para demostrarle
que había hecho un buen trabajo. De los atascos en la circunvalación de Lyón a
la nada de Sono komokan.
Sopla una brisa fuerte del este, de la parte de
Burkina Faso, que arrastra la arena, con fuerza, a ras de suelo. Otra treintena
de kilómetros y llegamos a la escuela de Patin. Ya me parecía a mí. El nombre
del pueblo procede de la palabra “patte”,
en la lengua mossi, muy hablada en Burkina Faso y que quiere decir: “estoy
perdido”. Pues eso. La etimología de las palabras malienses, cualesquiera que
sea la lengua, es admirable. Sin ir más lejos, el pueblo de los camelleros de
ayer noche, Pongonon, según Abel, se explica así “vine por aquí y aquí me
quedé”. Estoy convencido que es demasiado gracioso para ser verdad. Como todos
los pueblos donde todavía predomina la tradición oral, el embellecimiento del
lenguaje es incomparable.
En el pueblo “Estoy Perdido”, nos espera Jean Bello, el párroco de
Barapireli, de donde depende la aldea. Aldea por estar donde está, en medio de
ningún dónde, porque la población, como siempre las estadísticas malienses son
sorprendentes por precisas, algo bueno dejaron los colonizadores gabachos, alcanza las 1.460 almas. ¿Algún dato más? Número de niños
menores de 7 años: 436, número de niños en la escuela: 193, número de niños en
el hangar: 40 + 28 + 49 = 117, número de hangares: 3, distancia a
la escuela más cercana: 8km.
El hangar, en la lengua de Molière, se
refiere a los tres cobertizos adosados a una de las paredes de la escuela, ésta
sí, debidamente construida, que hacen las veces de aula para los 117 alumnos que
no caben en las clases. El techo y las paredes están trenzados con hojas de
palmera y otros arbustos, hasta se podría decir que tienen un toque artístico,
salvo porque cuando llegan los calores, las temperaturas superan con facilidad
los 35 grados, peor aún, cuando sopla el viento del desierto, y lo hace con
frecuencia, arrastra tanta arena desde la llanura y con tanta fuerza que no queda otro remedio que suspender las
clases por semanas enteras. Jean Bello, con nombre francés y apellido italiano,
es un cura negro y grandote, no haría mala figura como pivot en la NBA, que
rezuma bondad y cariño por su gente y, como comprobaremos en el próximo pueblo,
llamado Responsabilidad Grande y Antigua (Douna Pen), no se arredra ante nadie,
si tiene que cantar las cuarenta a los aldeanos y autoridades.
Visitamos uno de los cobertizos. Los niños
que seguramente no han visto tantos blancos y blancas juntas aparecen un poco
atemorizados. La directora, elegantísima con su tocado nativo, además de
guapísima, anima a los chavales con las preguntas habituales: horario de clases,
si son buenos estudiantes y todas esas cosas que se suelen preguntar en
ocasiones similares. Les preguntamos qué asignatura les resulta más difícil.
¿Las mates, la historia, le français? La lectura. Touché. Los pocos libros de que disponen son de uso común, no
propios, un puñado de cuadernos, pizarra y pizarrín y para de contar, así que
no es de extrañar que la lectura, que no pueden practicar, les resulte
enrevesada.
Atravesamos el enorme patio de recreo, por
espacio no será, en una algarabía escolar inenarrable que el presidente de la
Fundación, Narcisse, anima con la suelta de globos en direcciones varias.
Justamente en el otro extremo, vemos como ya están echados los cimientos de lastres clases financiadas por la Fundación. Los lugareños, en este caso, aportan
mano de obra en especie, lo que me recuerda una antigua palabra castellana y
costumbre usada en mi pueblo cuando la gente era tan comunitaria como en “Estoy Perdido”: huebra. No
podemos sino sentirnos satisfechos. Los bloques de cemento armado, quizá la
calidad no sea de lo mejorcito, pero parecen suficientemente sólidos, los
fabrican in situ. Las obras avanzan a
buen ritmo, aunque el jefe de obra no es el maliense más locuaz con que nos
hayamos topado, terminamos por arrancarle una fecha de finalización: un par de
meses más. También están echando los cimientos de las letrinas. La financiación
será por un total de 29.729 euros.
Habíamos previsto repartir entre los
alumnos carteras donadas por una empresa cartagenera, como no tenemos para
tantos alumnos se las entregamos a la bellísima directora para que las distribuya
según su mejor criterio, a modo de premio, entre los alumnos que más se
esfuercen en sus deberes escolares. Aprovechamos la ocasión para hacer entrega
de un lote de libros infantiles –cuentos, leyendas, narraciones, fábulas- cedido
por el Liceo Francés de Murcia. Bajamos la media docena de cajas con los libros
infantiles de lectura de la camioneta. Para que quede constancia de la
generosidad del Liceo Francés y para la posteridad preparamos una pequeña
ceremonia de entrega oficial al pié del vehículo. Abrimos una de las cajas, nos
aprestamos con las cámaras e Isabelle, la traductora y representante no oficial
de monsieur Sarkozy, saca uno de los libros de cuentos al azar que, con
solemnidad, deposita en las manos de la bellísima directora. “Isabelle,
Isabelle, muestra el libro a la cámara”, grita Ramonet, nuestro redactor
gráfico oficioso. Dicho y hecho, el libro se llama “Nicolas au pays de neiges”, que en román paladino se traduce por “Nicolás
en el país de las nieves”. ¿Nicolás en el país de las nieves? No está mal como
fábula para este rincón perdido en medio del Sáhara.
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