lunes, 19 de marzo de 2012

JORNADA V: AGUA EN BAJO, AGUA EN ALTO (1 de 2)


La noche en Pel ha sido apacible. Pas de moustiques. De madrugada, hacia las cuatro de la mañana, hemos comenzado a oír a los búfalos ¿mugiendo? en el vecino campo reseco mientras rebuscan un pasto inexistente entre las cañas de mijo abandonadas. Una vez recogidas nuestras pertenencias, nos dirigimos hacia los vehículos, con aires de turistas accidentales, mientras arrastramos las maletas estandarizadas para un vuelo de Ryan Air, pero completamente fuera de lugar en esta senda de tierra, imposible que rueden, camino de los cuatro por cuatro. Los lugareños nos observan entre curiosos y sorprendidos. Un consistente almuerzo ofrecido por el padre Leon, donde no falta el pollo sobrante del día anterior y allá vamos,  a la intrincada sabana, no tanto porque nos rodee la jungla, más bien estamos en medio de una arenal interminable, por cuanto los cruces de caminos que van y vienen en todas las direcciones nos resultarían imposibles de encontrar si no estuviéramos acompañados de Abel y Leon. No es cierto que todos los caminos lleven a Roma, al menos no aquí, en el corazón del África subsahariana. Aunque al menos uno, entre tantos, nos llevará, si tenemos fe en nuestros guías, a Sono komokan.

Aquí el término sabana tiene un significado particular, escasamente relacionado con los documentales televisivos verdeantes donde las manadas de ñus corren en estampida por la ribera del Tanganika. Para los nativos, que con frecuencia recurren al término francés: “brousse”, literalmente “monte bajo”, tiene un significado muy particular y mucho más emocional que la mera descripción de un paisaje. No sólo se trata de un espacio geográfico donde los arbustos, baobabs, karités y acacias abundan, aunque no hace falta ser un experto para entender que la sequía, ya de por sí extrema, se anuncia este año dramática; la “brousse” es, ante todo, un espacio propio y personal, su hogar. Para salir de él, cuando emigran a la capital o hacia la supuesta tierra prometida de Europa tienen que obtener la bendición paternal y la de los ancianos del pueblo.  Salir de la “brousse”, y no sólo de las aldeas de adobe, equivale a abandonar el hogar.

Entre septiembre pasado y junio del año que viene, estamos a principios de diciembre, no caerá ni una gota, ni una sóla, en la “brousse”. Por otro lado, tampoco estamos ante la imagen del desierto sahariano con infinitas dunas de arena, aunque la tierra arenosa –la erosión es a ojos vista avasalladora- es lo único que se ve en centenares de kilómetros alrededor. La capa freática está, aquí, en la llanura, de momento, a unos 60 metros de profundidad. Y bajando. Año tras año, la pertinaz sequía la hace descender centímetros o metros con lo  que se multiplican los problemas de aprovisionamiento de agua. El terreno arenoso tiene una ventaja, excavar resulta relativamente fácil; una desventaja, los pozos, si no se apuntalan debidamente, con anillos de cemento armado, se desmoronan en unos meses. A los primeros se les denomina pozos de gran diámetro, a los segundos, pozos tradicionales. La denominación más exacta sería de ‘gran profundidad’ para los primeros.

En muchas aldeas, durante décadas, se han servido de pozos tradicionales, insalubres,  reexcavados con frecuencia para evitar que caigan en desuso, a medias entre aljibe, se recogía el agua de las lluvias, y pozo, cuando el agua estaba más cerca de la superficie. Con la escasez de las lluvias y el descenso del punto de agua, los pozos tradicionales terminan por  obturarse. Para  excavar a cierta profundidad –el anillado en hormigón es fundamental- se necesita una cierta técnica de la que los pobladores de la zona no disponen o carecen de medios. Como resultado, ante la falta de agua,  no queda otro remedio que ir a buscarla a las aldeas, ¿por cuántos años?, que resisten. Esto ocasiona numerosas disputas entre pueblos vecinos, el agua no abunda en cualquier caso y, sobre todo con los peulh, la etnia trashumante, muy numerosa todavía, que se mueve entre Burkina Faso y Mali, al ritmo de las estaciones y siguiendo rutas centenarias.

La secuela más evidente: para buscar agua, las mujeres y los niños –los hombres nunca lo hacen- tienen que realizar grandes caminatas, a veces expediciones de dos o tres días, a pié, carreta o lomo de asno con los bidones de plástico. Ya no se trata sólo de la dureza del trabajo, los niños, si tienen escuela no asisten durante muchos días. Y si no fuera dramático, que lo es, sería cómico el saber que una de las principales causas de divorcio en muchas aldeas proviene del hecho de que las mujeres, hartas de esta situación acuciante y agravada de año en año, si surge la oportunidad, prefieren casarse con lugareños de poblados donde el agua, aunque problema, no lo sea tanto. En otras palabras, el agua se convierte en dote, y bien económico principal. Y eso, por no hablar de las condiciones sanitarias desastrosas motivadas por las infecciones que afectan, de una u otra manera, a cerca de un setenta por ciento de la población. Nunca fue más indiscutible el dicho de que donde hay vida hay agua.

Tras un enmarañado  trayecto, teniendo siempre como fondo el imponente decorado del acantilado de Bandiagara, distante unos treinta kilómetros, a nuestra izquierda,  llegamos a la aldea de Sono komokan, donde bajo la supervisión de la parroquia de Pel, la Fundación estáfinanciando la excavación del pozo. Tras las humildes casas de adobe, en el fondo de una vaguada de terreno áspero, la población al completo, hombres, mujeres, niños, adolescentes y adultos nos esperan expectantes. Este proyecto ha sido financiado por la Fundación Polaris a “ciegas”, es decir, hemos tomado como única referencia las explicaciones escritas de la situación que nuestro infatigable Abel Kassogué nos ha transmitido, más un par de fotos enviadas por el abbé Leon. Hasta el presente, la descripción de las necesidades de la pluma de Abel ha sido impecable, confiemos en que, una vez más, haya acertado. Los trabajos, realizados por el equipo de poceros de la parroquia, al tener que excavar sólo en arcilla ha salido relativamente barato, 12.424 euros, más los 1.500 puestos por los aldeanos, en especies, principalmente mano de obra y la manutención de los poceros, quienes durante la duración de los trabajos habitan en una choza a pié de obra.

Tenemos la fortuna, se trata de la primera vez que observamos este tipo de trabajo en directo, de llegar cuando las obras, aunque muy adelantadas, todavía no han finalizado. Son las diez de la mañana, pero no podían faltar los músicos y las danzas femeninas. Si acaso echamos de menos los fusiles de los cazadores. A diferencia de otras aldeas, la población es relativamente pequeña, no más de unas doscientas personas se congregan alrededor.

Nos acercamos al agujero, que al decir del jefe pocero está ya en sesenta metros. Con una bolsa de yute, usando una de las dos poleas, la que está sostenida al dintel con una cuerda, extraen la tierra del fondo. Advertimos que está apelmazada y húmeda, señal irrebatible de que el agua no puede andar lejos. Alguien se asoma a la abertura para gritar a los dos trabajadores que están en el fondo. Sesenta metros más abajo resuena el eco de sus voces y de sus picos. Empezamos a tirar de una de las sogas, la que se apoya, por medidas de seguridad, es un decir, en unas alambres que, supuestamente, son más resistentes que la cuerda que sujeta la polea usada para extraer la tierra.

Tiramos y tiramos de la soga, acompañados en el jolgorio por una quincena de paisanos, sesenta metros de soga, vaguada adelante. De las profundidades surge uno de los poceros, ligeramente embarrado, sudoroso. Posa orgulloso o, para ser exactos, nosotros con él, al pié del futuro brocal. Ya está parcialmente cimentado. Descendemos la soga y, de la misma manera, atado a una cincha, sacamos al segundo. Todos aplaudimos. Para el Mico-Mandante, que pergeña esta crónica, ha sido uno de los momentos más impresionantes de todo el viaje. No pueden quedarse en el fondo más de media hora por la carencia de oxígeno. Para alargar un poco su estancia, a falta de algún mecanismo más sofisticado, recurren al sencillo método de descender con un puñado de ramas ya que, aparentemente, las hojas alargan la oxigenación en las profundidades.

Las once menos cuarto ¿Habrá almuerzo de bienvenida en esta hora tan matinal? No, parece que es demasiado pronto para festejos culinarios. Bien, bien, bien. Nos hemos librado de uno. Pero la danza, afortunadamente, no falta. Algo muy sencillo, los habitantes no son numerosos, lo que no empece para que las mujeres pongan el mismo entusiasmo, o más, que en otros poblados. Como de costumbre, la avezada bailarina del grupo, Hellèneskova, rápidamente se suma a los ritmos locales entre la algarabía de ancianas y adolescentes. En menos de un cuarto de hora ya estamos rodando por los enrevesados caminos de la llanura. Atravesamos más aldeas de adobe con graneros dogones donde las mujeres guardan sus posesiones separadas de las de los maridos. Para no perdernos, ni siquiera Abel ni Leon parecen muy seguros de la dirección, una motocicleta con dos pasajeros hace la función de heraldo, abriendo el camino. Si ya es difícil gestionar el cuatro por cuatro sobre las arenas movedizas, la motocicleta, china, por supuesto, con un pasajero en el asiento no para de culear, se las ve y se las desea para avanzar en la pista arenosa. De alguna manera, consiguen mantener el equilibrio. Pasamos delante de un gigantesco baobab. Abel se empeña en que nos hagamos una foto apoyados en su tronco, con su Mitsubishi Pajero delante. Prometió enviársela al mecánico francés que le revisó el vehículo, comprado de segunda mano, para demostrarle que había hecho un buen trabajo. De los atascos en la circunvalación de Lyón a la nada de Sono komokan.

Sopla una brisa fuerte del este, de la parte de Burkina Faso, que arrastra la arena, con fuerza, a ras de suelo. Otra treintena de kilómetros y llegamos a la escuela de Patin. Ya me parecía a mí. El nombre del pueblo procede de la palabra “patte”, en la lengua mossi, muy hablada en Burkina Faso y que quiere decir: “estoy perdido”. Pues eso. La etimología de las palabras malienses, cualesquiera que sea la lengua, es admirable. Sin ir más lejos, el pueblo de los camelleros de ayer noche, Pongonon, según Abel, se explica así “vine por aquí y aquí me quedé”. Estoy convencido que es demasiado gracioso para ser verdad. Como todos los pueblos donde todavía predomina la tradición oral, el embellecimiento del lenguaje es incomparable.

En el pueblo “Estoy Perdido”,  nos espera Jean Bello, el párroco de Barapireli, de donde depende la aldea. Aldea por estar donde está, en medio de ningún dónde, porque la población, como siempre las estadísticas malienses son sorprendentes por precisas, algo bueno dejaron los colonizadores gabachos, alcanza las 1.460 almas. ¿Algún dato más? Número de niños menores de 7 años: 436, número de niños en la escuela: 193, número de niños en el hangar: 40 + 28 + 49  =  117, número de hangares: 3, distancia a la escuela más cercana: 8km.

El hangar, en la lengua de Molière, se refiere a los tres cobertizos adosados a una de las paredes de la escuela, ésta sí, debidamente construida, que hacen las veces de aula para los 117 alumnos que no caben en las clases. El techo y las paredes están trenzados con hojas de palmera y otros arbustos, hasta se podría decir que tienen un toque artístico, salvo porque cuando llegan los calores, las temperaturas superan con facilidad los 35 grados, peor aún, cuando sopla el viento del desierto, y lo hace con frecuencia, arrastra tanta arena desde la llanura y con tanta fuerza  que no queda otro remedio que suspender las clases por semanas enteras. Jean Bello, con nombre francés y apellido italiano, es un cura negro y grandote, no haría mala figura como pivot en la NBA, que rezuma bondad y cariño por su gente y, como comprobaremos en el próximo pueblo, llamado Responsabilidad Grande y Antigua (Douna Pen), no se arredra ante nadie, si tiene que cantar las cuarenta a los aldeanos y autoridades.

Visitamos uno de los cobertizos. Los niños que seguramente no han visto tantos blancos y blancas juntas aparecen un poco atemorizados. La directora, elegantísima con su tocado nativo, además de guapísima, anima a los chavales con las preguntas habituales: horario de clases, si son buenos estudiantes y todas esas cosas que se suelen preguntar en ocasiones similares. Les preguntamos qué asignatura les resulta más difícil. ¿Las mates, la historia, le français? La lectura. Touché. Los pocos libros de que disponen son de uso común, no propios, un puñado de cuadernos, pizarra y pizarrín y para de contar, así que no es de extrañar que la lectura, que no pueden practicar, les resulte enrevesada.

Atravesamos el enorme patio de recreo, por espacio no será, en una algarabía escolar inenarrable que el presidente de la Fundación, Narcisse, anima con la suelta de globos en direcciones varias. Justamente en el otro extremo, vemos como ya están echados los cimientos de lastres clases financiadas por la Fundación. Los lugareños, en este caso, aportan mano de obra en especie, lo que me recuerda una antigua palabra castellana y costumbre usada en mi pueblo cuando la gente era tan comunitaria como en “Estoy Perdido”: huebra. No podemos sino sentirnos satisfechos. Los bloques de cemento armado, quizá la calidad no sea de lo mejorcito, pero parecen suficientemente sólidos, los fabrican in situ. Las obras avanzan a buen ritmo, aunque el jefe de obra no es el maliense más locuaz con que nos hayamos topado, terminamos por arrancarle una fecha de finalización: un par de meses más. También están echando los cimientos de las letrinas. La financiación será por un total de 29.729 euros.

Habíamos previsto repartir entre los alumnos carteras donadas por una empresa cartagenera, como no tenemos para tantos alumnos se las entregamos a la bellísima directora para que las distribuya según su mejor criterio, a modo de premio, entre los alumnos que más se esfuercen en sus deberes escolares. Aprovechamos la ocasión para hacer entrega de un lote de libros infantiles –cuentos, leyendas, narraciones, fábulas- cedido por el Liceo Francés de Murcia. Bajamos la media docena de cajas con los libros infantiles de lectura de la camioneta. Para que quede constancia de la generosidad del Liceo Francés y para la posteridad preparamos una pequeña ceremonia de entrega oficial al pié del vehículo. Abrimos una de las cajas, nos aprestamos con las cámaras e Isabelle, la traductora y representante no oficial de monsieur Sarkozy, saca uno de los libros de cuentos al azar que, con solemnidad, deposita en las manos de la bellísima directora. “Isabelle, Isabelle, muestra el libro a la cámara”, grita Ramonet, nuestro redactor gráfico oficioso. Dicho y hecho, el libro se llama “Nicolas au pays de neiges”, que en román paladino se traduce por “Nicolás en el país de las nieves”. ¿Nicolás en el país de las nieves? No está mal como fábula para este rincón perdido en medio del Sáhara.

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