viernes, 27 de enero de 2012

JORNADA III (2 de 2): CAMBIAMOS DOS DISPENSARIOS POR DOS CABRITOS

Volvemos al camino de Pulgarcito, punteado por las piedras con la dirección a seguir. Durante una mera quincena de kilómetros, se nos hacen una eternidad, el traqueteo del vehículo resulta insoportable. Atravesamos una sabana bien alejada de las estampas kenianos con sus colinas onduladas, verdeantes e idílicas. Aquí la llanura es áspera, arisca, infinita. Ocasionalmente algún tramo de pista arenoso, bordeando los campos recién cosechados de sorgo y mijo, permiten a Omar y Abel circular en segunda. No por mucho tiempo. Repentinamente la pista vuelve a transitar sobre la roca. Los árboles ralos, adaptados a las condiciones climatológicas adversas del viento y la escasa pluviometría, como 350 mm. anuales en la época de lluvias, de junio a septiembre, resisten al abrigo de pequeñas vaguadas. Los troncos retorcidos, las ramas asimétricas, crecidas al albur del sol que más calienta y del viento que sopla racheado desde el Sahara, siempre terminan por formar una pequeña copa como para protegerse a sí mismos del sol. A esta primera hora de la tarde en torno a unos soportables treinta grados. Y subiendo. Al menos la senda rocosa tiene una bondad: los vehículos avanzan sin apenas polvareda. Descendemos una cárcava y al remanso de las peñas unas cabras ramonean unos esqueléticos espinos.

Seguimos avanzando por la meseta de roca. Unos veinte kilómetros a nuestra derecha, hacia el este, adivinamos, con el calima del mediodía resulta imposible de percibir, la falla de Bandiagara, patrimonio mundial de la UNESCO. Junto con esta meseta calcárea y la llanura que se extiende por debajo de la misma falla, hasta la frontera de Burkina Faso, 40.000 kilómetros del país dogón, un territorio cultural y étnicamente muy homogéneo, habitado por clanes familiares venidos, en el siglo XV, desde Guinea, al oeste. Por más que la geografía física sea interesante, sus costumbres, arquitectura, tradiciones, y cultura resultan tan apasionantes como etéreas para el extranjero, ancladas como están, quizá no por mucho tiempo, en entresijos familiares extremadamente cerrados y laberínticos. Un mundo que, según el decir de los ancianos, no perdurará más allá de unos años. Como nos dirán unos días más tarde en Pel, los viejos -¿quién no ha oído semejante estribillo en su vida?- se quejan de que ya nada es como era antes y que en menos de una generación las tradiciones tan celosamente guardadas durante siglos se desvanecerán.

Por más que miremos hacia adelante, siempre la misma tabla rocosa salpicada de arbustos bajos, algún árbol karité (cuyos frutos son muy apreciados para fabricar cremas) y, puntualmente, en algún recoveco, donde queda un puñado de tierra, las elegantes y estilizadas palmeras de la variedad ronier, con sus palmas en forma de abanico, ascienden, majestuosas y aisladas, hasta los 25 metros. Por unos instantes, tan lejos se divisa el horizonte, parece que toda la superficie de la tierra en derredor, al menos hasta donde alcanza la vista, esté moldeada por el mismo patrón paisajístico, hasta hacernos perder ligeramente el sentido del tiempo y, más que nada, de la orientación. Nos sobresaltan las primeras salvas de fusil cuando todavía restan un par de kilómetros para llegar a Ouroly, nuestra siguiente parada y fonda (“Más banquetes de agradecimiento, no,  por favor, cortemos la cinta de inauguración de la maternidad, saludemos, cantemos, bailemos, bebamos, pero no más almuerzos!”).

El pueblo de Ouroly pertenece al municipio deWadouba, que a su vez forma parte del distrito de Bandiagara. Los habitantes de Ouroly, al igual que los de los doce pueblos colindantes, subsisten con la pequeña agricultura y la cría de caprino. El clima de tipo subsahariano, con 3 o 4 meses de lluvias, sólo les permite cultivar un poco de mijo, sorgo, cacahuetes y las cebolletas, allí donde es posible retener el agua de la lluvia en las ramblas. El municipio de Wadouba tiene 27.885 habitantes, siendo la densidad de 35 habitantes por kilómetro cuadrado. La población está, en su mayoría, compuesta por jóvenes: en torno al 75%. En cuanto terminan las labores del campo, una buena parte emigra hacia las ciudades en búsqueda de oportunidades laborales. Y algunos, si se lo pueden permitir, arriesgando sus vidas, hacia Europa.

Una muchedumbre de niños y adolescentes rodean los “jeeps”. Nos bajamos y todos se arremolinan para chocar las palmas, acariciarnos los brazos peludos, tocar nuestras manos, mientras repiten, una y otra vez, “¿Coma sa va? ¿Coma sa va?”. El jolgorio es extraordinario. Abrumador y agobiante en el sentir de Isabelle, la traductora. Para intentar acortarlo, echamos a correr. No sé si ha sido una buena idea. Los chavales entienden que forma parte de un juego y hacen otro tanto. Como consecuencia, se levanta una aparatosa nube de polvo. Todos se apiñan alrededor. Muchos van descalzos, abundan las camisetas deportivas, muchas del Barça y Madrid, los ropajes, en los más mayores, vistosamente estampados y multicolores. Casi un kilómetro después, la bienvenida ha comenzado bien lejos, se divisa la aldea, escondida detrás de los peñascos. Los mayores nos esperan a la entrada, bajo un baobab, más disparos al aire, música de tambores, saludos formales, siempre con las dos manos juntas, se notan bien curtidas, de las autoridades. Cierto aire de solemnidad en los rostros. Las mujeres agrupadas, con sus santones y abalorios en la cabeza, al frente de la marcha. Muchos niños portan, sobre  mástiles hechos de cañas, la bandera de España o de Mali, o su aproximación, pintadas en una cuartilla. Ramonet está hecho un atleta, en su reencarnación de reportero fotográfico, él, tan dado a la pluma, se ha colocado sobre un pequeño promontorio desde donde los ángulos de la Nikon deben ser inmejorables. El sonido rítmico, acelerado, de los tambores no se detiene. Uno de los músicos marca el soniquete con un instrumento exótico: un cencerro para el ganado.

En todos los festejos y en Ouroly no es excepción, siempre aparece un maestro de ceremonias –por una razón ignota suele ir vestido con una americana oscura, previsiblemente signo de elegancia- que intenta, sin mucho éxito, organizar el caos. El de Tabitongo llevaba incluso el orden de la ceremonia escrito en un folio. En esta ocasión porta la indumentaria típica de los cazadores. Si acaso, consigue, mediante el espartano método de blandir una caña reseca y amenazar con golpes en el suelo, delante de la chiquillería, aunque sin llegar a golpearles, abrirnos paso. La peregrinación, que no el alboroto, puesto que la música y la danza no se detendrán hasta que abandonemos dentro de tres horas el lugar, acaba frente al edificio del centro de salud comunitario financiado por la Fundación Polaris. El constructor ha seguido el modelo habitual en forma de U muy abierta. A un lado la maternidad, al otro, el consultorio y algunas dependencias de apoyo. Según los requisitos exigidos a la hora de aprobar la aportación monetaria, todo el edificio se ha recubierto con la piedra local, combinando losas de color crema y rojizas. Esto facilita que la nueva edificación no desentone para nada, de hecho queda razonablemente integrada, del paisaje circundante y las construcciones locales. El constructor afirma que ha tenido no pocas dificultades para completar la obra, dado que ésta se asienta en plena ladera rocosa. Efectivamente una parte se asoma al precipicio. Por una de los ventanales, al otro lado del barranco, se divisan los campos de cebolletas.

El dispensario y la maternidad tendrán como pacientes principales a las mujeres de Ouraly –como claramente demuestran a grito pelado y visible alegría durante toda la celebración- así como a los niños de los 12 pueblos vecinos. Hasta ahora, todos los partos tienen lugar, en condiciones sanitarias pésimas, en los hogares. Los beneficiarios de la maternidad serán, pues, los 13 pueblos (Ouroly-Tolo, Tenné, Dianou, Oyé, Gagnaga, Embissom, Bolmo, Irely-Bolo, Sal-Ogol, Sal-Dimi, Sal-Sombogou, Sol-Djeninké y Sol-Dogon), en particular, y el municipio de Wadouba, en general. La población total de estos 13 pueblos es de 10.278 habitantes, las mujeres, que representan, aproximadamente el 53%, son 5.449. Estamos perdidos en el corazón del África subsahariana, pero por estadísticas no será.

En todo el concejo de Wadouba sólo hay dos maternidades: la Kani Gogouna y la de Tabitongo, de donde venimos y que ha entrado en funcionamiento hace unos meses. Aunque la obra de Ouroly es en sí modesta, parece que cumplirá los principales objetivos para los que ha sido financiada: mejorar la salud infantil y de las embarazadas en la zona, sensibilizar y educar a la población en el marco de la planificación familiar, luchar contra las enfermedades infantiles, permitir a la población de Ouraly y alrededores el acceso a cuidados sanitarios adecuados sin tener que recorrer grandes distancias, además de mejorar la cobertura de vacunas en la zona. El coste de la obra ha sido de 42.687 euros, de los cuales la Fundación Polaris World ha aportado 40.400.

Pese a la algarabía de la celebración -los gritos de los niños y el sonido de los instrumentos de percusión no cesarán ni un momento- siempre existe la formalidad, casi se puede decir la pompa, de la inauguración. Nos ponemos a las órdenes del cazador, nuestro maestro de ceremonias. Han extendido una cinta y las autoridades, junto con el constructor, se sitúan detrás de la misma para cortarla. Ni siquiera falta la simpática niña, claramente asustada por el pequeño grupo de tez diferente, con su bandejita y sus tijeras. Todos, salvo los que están bailando y tocando, aplauden. Es la hora de que Narcisse, el presidente de la Fundación, inspeccione con detenimiento el interior. La terminación es buena, los pisos bien cementados, las ventanas y las puertas de hierro perfectamente ancladas, nada que envidiar a los albañiles incapaces de arreglar la gotera en el tejado de mi casa. Quizá le falte un muro externo para proteger el recinto de animales domésticos y salvajes. Por el resto, parece impecable.

Eso sí, las salas, el despacho del futuro enfermero, la farmacia están desnudas. Normalmente, la Fundación no financia ni material, ni utensilios con el propósito de que los beneficiarios intenten completar por sus propios medios el equipamiento. Algo ya han conseguido. En una de las salas hay una camilla para las parturientas, con pocas sofisticaciones, pero limpia,  utilizable al fin y al cabo. El edil ofrece las oportunas explicaciones sobre la disposición y el uso de los diferentes espacios. Dado el visto bueno a las instalaciones, nos guían hasta un edificio cercano de planta baja que hace el oficio de sala de recepciones para los festejos populares. Es nuestro sino. No queda otro remedio que almorzar por segunda vez en apenas tres horas. El menú es similar, más pollo, menos higadillos, aunque sorprendentemente hay espaguetis. Intento acaparar, creo que no soy el único extranjero en hacerlo, como si saliera de una huelga de hambre, el racimo de plátanos, ¡qué fortuna!, colocado enfrente de donde me sientan. Salvado por el fruto del Musa sapientum, más conocido como bananero. Las coca colas y refrescos, del tiempo, como dicen en el bar de mi pueblo, completan el menú.

En el soportal de entrada tienen lugar los discursos. El presidente de la Fundación insiste, como lo hará en todas y cada una de las 22 visitas que realizaremos durante el viaje, en que la Fundación tiene por fin ayudar a los que la vida ha dado menos sin distinción de razas, credos o condición social. Isabelle se concentra en traducir el francés que, de forma majestuosa, enuncia David, el coordinador de ayudas de las ONG para toda la zona, quien a su vez traduce del dogón. Del dogón de este puntito geográfico. Nos extrañamos que Abel, nuestro guía, no traduzca, pues conoce al dedillo el ideario de la Fundación Polaris. Además, estamos como a veinte kilómetros de su pueblo. Pero resulta que aunque entiende la parla de Ouroly, en líneas generales, el dialecto es lo suficientemente diferente como para que le incapacite para la traducción. Bueno, si hay 320 dialectos y lenguas en el conjunto del país, la fragmentación lingüística parece inevitable. ¿Babel no estaba en Mesopotamia?

Entregamos el segundo lote de medicinas genéricas del día y a modo de agradecimiento nos entregan una cabra, inmaculadamente blanca como dicta la tradición. En realidad no es una cabra, sino un cabrón. Bien grande. Tanto que se requieren tres personas para cargarla en la caja del todoterreno. Para que no salte fuera, o el camino la haga saltar, maniatan sus patas. Nos desternillamos de risa. No pretendemos ser descorteses con el obsequio, una verdadera fortuna que habrán pagado entre todos, pero no deja de ser cómico el imaginarnos negociando con Spanair para transportar la cabra hasta Barcelona. Ya tuvimos una buena bronca con ellos para ¡sacar las tarjetas de embarque en Barcelona, figurémonos para convencerles de que nuestro animal de compañía,  a la vuelta, es un cabrito¡ Hacemos planes sobre la cabra: que si echaremos suertes a ver quien se queda con ella, que si la azafata podrá ponerla el cinturón, que si pasará por el escáner sin pitar. Proponemos a Hellène comprarla un zurrón y hacer que sea adoptada, junto con el cabrito, por los pastores trashumantes “peulh” con quienes nos hemos cruzado por la mañana, guiando su reata de ganado y sus hogares a cuestas. Pero no está por la labor. Así que sin más discusión dejamos atrás Ouroly con su flamante maternidad y el cabrito en la parte trasera del vehículo.

El sol empieza a ocultarse tras los cocoteros (no, esto es broma). El paisaje no ha cambiado ni un ápice, ni en cuanto a su belleza, aunque no haya cocoteros, ni en cuanto a su hosquedad, como tampoco el desabrido camino que nos conduce, es un decir, hasta la última etapa del día, el pueblo de Nandoly, para visitar la tercera maternidad de la jornada. Modestia aparte, por lo que concierne al que esto pergeña, llevamos el plan de trabajo del día, pese al infame camino, tan puntual como si fuera la agenda de un consejero de comunidad autonómica periférica, ¡qué digo¡ como la de un ministro centralista. Algún gracioso del grupo, de cuyo nombre no me quiero acordar, con yerno nica, esto es, de Nicaragua, imitando las bromas de los nicayos hacia su impresentable presidente, al que denominan “mico mandante”, me atribuye idéntico apelativo por llevar el reloj en hora. Corremos el serio riesgo de recoger la segunda cabra, el tercer almuerzo, que por la hora será merienda cena, el tercer festejo de la jornada, el vigésimo discurso de bienvenida. Como era previsible, a poco más de un kilómetro de la entrada a la aldea se oye clara y nítidamente, en el sereno ocaso africano, la salva de los fusileros aficionados deseándonos la bienllegada.

Hemos visto algo semejante en los dos pueblos anteriores, pero, aparentemente, debe tratarse de la especialidad local de Nandoly. No menos de cuarenta o cincuenta jóvenes, tanto zagales como zagalas, ataviados de forma cuanto menos heterogénea, bailan frenéticamente en dos columnas, los visitantes caminamos en el pasillo central, mientras descargan una y otra vez sus rifles. Un mozo pretende, a toda costa, mostrarnos sus habilidades con el arma. Se planta delante de nosotros y hace girar el fusil por encima de su cabeza, lo pasa por detrás de su espalda, y lo vuelve a presentar en posición de firmes, antes de apretar el gatillo: el John Wayne dogón. Extremadamente diestro con las manos, no lo ha sido tanto con la pólvora. El rifle no termina de descargarse y cuando por fin lo consigue emite un ruido mortecino y apagado, de escopeta de feria. Evidentemente, pese al clima reseco, la pólvora la tiene mojada.  Arropado por las dos columnas de fusileros y fusileras, más músicos, la chavalería, la asociación de mujeres y el grupo de ancianos, nos dirigimos hacia el centro de salud comunitaria financiado por la Fundación, situado en las afueras del pueblo.

Por primera vez, a sugerencia del constructor y, siguiendo las recomendaciones del ministerio de sanidad maliense, se ha evitado la forma de U abierta y se han levantado dos edificios completamente separados a fin de otorgar una mayor privacidad a las futuras mamás. En una carpa improvisada, bajo una lona sostenida con unos palos de fortuna, cuyo intenso color anaranjado queda acentuado por el sol poniente, repetimos el ritual de discursos de bienvenida, agradecimientos, entrega de medicinas. Narcisse, el presidente de la Fundación, tiene un mensaje y no se cansa de repetirlo: la Fundación ha financiado la obra para beneficio de todos, sin distinciones de ningún tipo. El costo de la obra –realizada en menos de seis mesess- de Nandoly ha sido de 40.628 euros, de los cuales, la Fundación Polaris ha financiado 38.112 euros. En este caso, los beneficiarios directos del proyecto serán los habitantes de los 14 pueblos que conforman la agrupación rural de Nandoly y alrededores. En total, estamos hablando de 4.382 personas. La sanidad local no se puede decir que sea boyante, pero el servicio de estadísticas es una maravilla.

Aquí la fiesta tiene otras variantes, más elaboradas. Un pequeño grupo de adolescentes interpreta una danza deliciosamente coreografiada a medio camino con la representación teatral. En una de las dependencias han preparado la “nourriture”: más pollo, más arroz, Catalina. Con todo el ir y venir de la gente que entra y sale para ver el establecimiento, el “mico mandante”, dejando cobardemente en la mesa presidencial al presidente de la Fundación y a la traductora, se escaquea para acercarse a un grupo de jóvenes que -no pueden negarlo-  llevan el ritmo en la sangre y en el alma, incluso aunque porten camisetas de la NBA o con la efigie de Obama. Hellène más aficionada a la danza que a la gastronomía local hace otro tanto. Ramonet, ¿dónde está Ramonet? Echando las dos manos a tres paisanos para montar el segundo cabrito en la Toyota.

En África la noche llega tan veloz como aparece el día. En apenas unos minutos nos quedamos a oscuras, salvo por la luna menguante elevándose por encima de las casas de adobe. En el poblado, carentes de electricidad, la única luz es la de las hogueras para preparar la cena. Hora de regreso a Bandiagara. Como a lo largo de la jornada hemos viajado en círculo por toda la meseta dogón, el trayecto de vuelta resulta, por suerte, relativamente corto. No ha estado nada mal la jornada. La Fundación Polaris World no salvará el mundo pero el ayuntamiento de Wadouba dispone de tres aseados dispensarios más. Según carta del alcalde, retorno a las gloriosas estadísticas locales, han cumplido el 67% de los objetivos propuestos por el nuevo equipo de gobierno en materia de sanidad. En la caja de la camioneta, los cabritos, a fuerza de patadas, han conseguido desliarse y amenazan con tirarse por la borda. Allá ellos.

Por cierto, los gendarmes, bien viajados y comidos, no se han perdido una, van tan panchos en sus asientos, aunque bastante menos alerta que por la mañana. No tiene mucho sentido que vengamos en son de paz –en Ouroly los niños echaron a correr cuando les vieron descender de los vehículos- y llevemos a remolque a dos guripas. Mañana les despediremos, unos eurillos mediante. Como decía nuestro Abel Kassogué al alcalde de Ouroly: “Si hace falta, llevaremos a nuestros huéspedes a aúpas para que no les pase nada”. Gracias, Abel, por el gesto de solidaridad. La verdad es que nos hemos sentido como, hasta sobra el como, en casa. Una cervecita Castle cuando lleguemos a Bandiagara, mientras debatimos el enrevesado futuro  de los dos cabrones saltarines, o viceversa, de la caja, será la guinda de la jornada. ¡Tiembla, Spanair!

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