Por más que lo hemos intentado, no ha habido manera
de dejar con un palmo de narices a la policía. Resultarán ideales para llamar
la atención a cien leguas a la redonda. Como apenas si hay turistas, ya somos,
de por sí, bastante visibles, si además arrastramos un par de caballeros
uniformados en la chepa, la buena nueva de nuestro recorrido puede, sin muchas
dificultades, alcanzar los oidos de cualquier barbudo con Kalashnikov que se
precie de secuestrar europeos (y europeas, claro), sea a la vuelta de la
esquina o en Tombuctú. Debatimos durante el desayuno –té con miel de baobab- en
el agradable patio interior del hotelito, como dar esquinazo la autoridad
competente que, según nos anuncian, espera, repontingada en un sillón a la
entrada, mientras observa, con tranquilidad y nada de firmes, como discurre la vida bajo su
jurisdicción. Un loro saltimbanqui, se pasea de copa en copa por los arbustos
del jardín dando los buenos días a todo el que quiera escucharle. En inglés.
Intentamos enseñarle alguna palabrota en la lengua del imperio donde nunca se
ponía el sol. Impossible. Seguro que no
es la hora de los idiomas. “Bon jour, Bon jour”, ni siquiera se atreve con el
gabacho.O quizá sea problema de mi acento.
Efectivamente, el guardia, porque sólo hay uno y nada
más que uno, apoltronado delante de la puerta, en postura poco diligente, conversa
tranquilamente con los guías, los camareros del hotel, el mecánico del
tallercito –por llamarlo de alguna manera, ya que es un chamizo destartalado de
adobe- donde nos están arreglando el pinchazo del Toyota y los peatones que
transitan por la plazoleta. Hace un par de años, la rotonda estaba llena de
carteles ilustrativos sobre cómo prevenir el SIDA, mejorar la higiene o
gestionar el granero familiar. Ahora, un lugareño que se ha hecho rico con una
fábrica de abonos está levantando una imponente estructura, fea como ella sóla,
de más de 20 metros
sobre la que están colocando un artilugio en cemento armado que imita la gigantesca mitad de una calabaza. Alusiones
patrioteras a la versión dogón, la etnia mayoritaria en la zona, del
significado de Bandiagara: “la gran calabaza”, en términos patrios obsoletos el
partido judicial y centro de la comarca. El policía es un imberbe que no aparenta y,
seguramente, no tiene más de 18 años. No parece que se muestre muy inquieto por
nuestra supuesta inseguridad. Resulta poco creíble que el buen mozo pueda
interponerse entre nosotros y cualquier fanático que aparezca de improviso por
detrás de cualquier duna gritando que Alá es grande. Conviene arrancar porque tenemos
que visitar tres proyectos de la Fundación, en otras tantas aldeas: Tabitongo,
Ouroly y Nandoly, no muy alejadas de Bandiagara, aunque con un acceso muy
complicado.
Molineras de mijo |
Lo de prisa y agenda son dos conceptos más bien
ignorados a la puerta de La Falaise, mejor tomarse la vida con pausa. No merece
la pena mirar el reloj. Nos dedicamos a jugar a tres bandas. Bromeamos con los guías
y los vendedores de artesanía. Somos sus potenciales clientes favoritos y
únicos. El mecánico, a la antigua usanza, aporrea el neumático para despegarlo
de la llanta. Habilidoso, fruto de la práctica y la carencia de herramientas
adecuadas, arregla el pinchazo sin excesivas dificultades. Todo por poco menos
de dos euros. Persuadir a la autoridad paramilitar para que siga repontingada
en el sillón y deje de cumplir con su deber nos va a costar un poco más.
Finalmente, por 7,62 euros, o sea, 5.000 CFAs locales, le convencemos de que ya
somos mayorcitos para viajar sólos. No ha sido fácil el conseguirlo. Nos
quedará la duda si la dificultad ha estribado en su sentido extremo de la
legalidad hacia las órdenes de sus superiores jerárquicos o el “quid” ha
consistido en fijar la cantidad adecuada por la cual dejará de salvaguardar
nuestra integridad. Esperemos que no tome gusto a esta modalidad, poco
ejemplar, de persuasión y regrese mañana con medio cuartelillo. Porque parece
enclenque, pero de tonto no tiene un pelo.
A policía muerto, gendarme puesto. Enterados de que
el desplazamiento de la jornada tendrá lugar en la zona rural, aunque sea en
los aledaños de Bandiagara, aparecen dos gendarmes. Estas precisiones
administrativas no aparecen en nuestra Guide
du Routard. Éstos, al menos, vienen en pareja, como la guardia civil, y traen
fusil. Su correa está deshilachada, el modelo –aunque seamos ignorantes en
armamento- no nos parece de última generación. Es dudoso que porten balas, salvo
que tengan el cargador cargado o en el bolso de atrás del pantalón caqui, porque
cartuchera no llevan. Estar protegidos –sobreprotegidos
en nuestra opinión- parece nuestro sino en esta mañana dominical. Nos resulta
excesivo sobornar a un segundo cuerpo para que se tomen el Día del Señor en
serio, aunque sean musulmanes, así que nos resignamos a viajar, pese a nuestras
intenciones de desplazarnos de forma discreta, acompañados de los gendarmes. A
regañadientes, aceptamos su vigilancia. No parece muy adecuado visitar
proyectos de ayuda humanitaria acompañados de autoridades uniformadas y
armadas. Como apenas hablan francés, tampoco les ofrecemos muchas explicaciones
sobre el plan del día. Previsiblemente en la academia de la gendarmería han
aprendido algunas normas básicas: rechazan aposentarse en el asiento trasero.
Desde delante, observan mejor, dicen, los peligros que nos acechan de frente. Uno
en el Toyota, prestado generosamente por lo salesianos de Bamako y conducido
por Omar, y otro al Pajero, conducido por nuestro Abel Kassogué. Pretendíamos empontingar
a los dos, bien juntitos, en la banqueta de atrás de uno de los vehículos, pero no ha
habido manera.
Pasamos por la misión católica para cargar una
pequeña parte del bazar que con mejor intención que lógica iremos repartiendo
en las aldeas a medida que durante la semana vayamos visitando los diferentes
proyectos. Al sacar, en Bamako, la mercancía del contenedor enviado con
antelación todo el material ha quedado revuelto, así que cargamos los cuatro
por cuatro, más o menos al azar, aunque intentando guardar un mínimo equilibrio
del material y de la cantidad. Las medicinas adquiridas (unos 3.000 euros) a Farmamundi,
de Valencia, son fácilmente identificables. Esta ONG, muy especializada en
suministro de medicamentos, realiza un trabajo ejemplar. Añadimos una docena de
balones de fútbol, deshinchados por mor del espacio, seguro que los niños se
las apañarán para inflarlos; material de escritorio diverso; juguetes variados,
mochilas donadas por una empresa de Cartagena. Al final, la carga tiene poco
que envidiar a un “chino”, pero reabrir y reclasificar las cajas nos llevaría
excesivo tiempo, y entre corromper (¡Que el Altísimo no nos lo tenga en
cuenta!) a los guardianes del orden y reparar la rueda, nos han dado las nueve.
¡A trabajaaaar!
Nos detenemos a una quincena de kilómetros de
Bandiagara. La ruta se ha convertido, apenas abandonada la ciudad de la Gran
Calabaza (entre 10.000 y 15.000 habitantes, censados por aproximación), en un enorme
traqueteo de aceleraciones y desaceleraciones entre la primera y la segunda
marcha. Pocas postales tan africanas como un grupo de mujeres, bebés a la
espalda y una reata innumerable de niños jugando alrededor, moliendo el mijo.
La ligera brisa del este, procedente del desierto, hace ondear sus multicolores
vestimentas. En un peñascal, más o menos aplanado por la erosión, han instalado
su era. Mortero y mazo para moler este cereal originado en Extremo Oriente hace
más de 10.000 años y sustento de poblaciones en zonas semidesérticas o áridas.
Mali, con cerca de 1,5 millones de toneladas, es el cuarto productor del mundo,
tras India, Nigeria y Níger.
Las mazorcas alargadas, cuidadosamente colocadas al
pié del mortero de madera, se introducen a medida que las machacadas se
desgranan. Faltará aventar la molienda para separar la paja del grano. Encontraremos
decenas de veces la misma estampa, siempre mujeres o adolescentes, casi a
cualquier hora del día, pero especialmente al atardecer, al llegar a cada
aldea. Se muestran reacias a ser fotografiadas y no es de extrañar. Estamos en
una de las rutas más turísticas de todo Mali, la que conduce hasta el
acantilado de Bandiagara. Seguro que están hartas de turistas profesionales y
fotógrafos aficionados. La intermediación de Abel Kassogué, nuestro guía y
corresponsal de la Fundación, nativo de la comarca, allana todos los obstáculos.
No sólo aceptan ser fotografiadas, hasta prestan el mortero y el mazo para que,
Isabelle y Hellène practiquen, sin mucho éxito, todo hay que decirlo, sus
habilidades campesinas. Parece poco probable que dos oriundas de Paris y Murcia
sean, sin entrenamiento de veinte o treinta años en esta ardua tarea, muy diestras
en un ejercicio tan rural. Al menos quedan, para la posteridad, sus gestos
desmañados en la tarjeta digital en la Nikon. Narcisse, en un gesto que
repetirá insondablemente, su mochila parece no agotarse jamás, reparte
golosinas y unos globos entre la consabida algarabía de la chiquillería. Algún bebé
de los que llevan las madres (¿o son sus hermanas?) a la espalda es tan pequeño
que, por miedo a que se atragante, no parece muy conveniente entregarle el
chupachups. Mejor dejárselo a la madre. Los gendarmes, impasibles y ojo avizor,
se han colocado en dos altozanos, atentos a nuestro inocente contacto con los
nativos.
Panorámica del Centro de Salud de Tabitongo |
Poco a poco, una vez que nos adentramos en la meseta
que se extiende hasta perderse de vista, horizontal y plana, sólo divisamos
rocas y arbustos, el camino se vuelve más y más complicado. Parece impensable
que el Sahara se encuentre a tan pocos kilómetros. En algunas vaguadas, donde
han retenido con presas el agua de las lluvias, nos sorprende el verdor de los
campos de cebolletas. Monocultivo, que decían en la clase de geografía. Como sólo
han pasado un par de meses desde el fin de la estación de las lluvias, el agua
en las pozas todavía es abundante. Hacia mediados de febrero, con las altas
temperaturas el riego de los bancales de cebolletas y algunas verduras es
necesariamente cotidiano, no quedará ni una gota de agua en las ramblas. En
todo caso, hasta el mes de junio no volverá a llover. Aparentemente, cada año
menos que el anterior. Los bancales se riegan “a manta”, lo que sin duda requiere
un dispendio de agua considerable. Se ven bastantes más motobombas que en
viajes anteriores, aunque muchos agricultores siguen recurriendo al método
tradicional de acarrear el agua con calabazas. Más postales africanas para las
cámaras digitales.
Entramos en el camino de Tabitongo, ocho kilómetros
infernales, prácticamente en su totalidad sobre roca erosionada por los
caprichos de la madre naturaleza. El vehículo bota, rebota y vuelve a botar. Como
en el cuento de Pulgarcito, los “arcenes” están señalizados con pedruscos que
marcan la dirección a seguir. Con todo y con eso, si no viniéramos con Abel, es
muy posible que apareciéramos en Mauritania o Chad. Difícil orientarse en esta
llanura tan simétricamente idéntica en sus ralos zarzales y escasos campos de
mijo cosechados. Ocasionalmente nos cruzamos y saludamos con discreción a algún
pastor nómada, de la etnia “peulh”, fácilmente distinguible por su indumentaria
y fisionomía. Las señoras portan en la cabeza –ocho o diez unidades- todos los
cuencos en madera de sus cocinas portátiles. El camino, pura roca, no afloja. Llegar a Tabitongo, cuya traducción es algo
similar al “pueblo que está en la ladera” (en verdad que hace honor a su
nombre) es un verdadero alivio para el cuerpo.
Cuando hace tres años, en otro viaje de la Fundación,
guiados por Abel, caímos por este lugar recóndito e inhóspito paraje, dos
aspectos resultaron llamativos, incluso chocantes. Por un lado, los 15 kilómetros de ruta
(¡y vaya ruta¡) que hay hasta Shanga, donde se encuentra el dispensario más
próximo. A lomos de asno o en bicicleta para sacar los enfermos. Al menos los
que podían ser transportados. Los nacimientos, ni que decirlo tiene, se hacían
en el hogar, no por modernidad, sino por necesidad. En unas condiciones higiénicas
que eran, cuando menos, lamentables. Por otro lado, que en un lugar tan carente
de necesidades básicas, esencialmente la sanidad y el acceso al agua potable
–al menos la escuela tiene un aspecto muy digno- y con una población no
superior a los 1.500 parroquianos, había, hay tres lugares de culto: iglesia
católica, mezquita y espacio de culto animista. Y los dos primeros no son
precisamente un par de chamizos de mala muerte. ¿No hubiera sido más adecuado
gastarse el dinero en un dispensario, un pozo en condiciones o en ampliar la
escuela? Pero ¿quiénes somos nosotros para establecer prioridades? Y menos “a
posteriori”.
Sea como fuere, la Fundación decidió en su momento construir un pozo, cuya dificultad estribaba en que había que excavar,
dinamitar, para ser exactos, el terreno rocoso. Eso fue en 2008. Tras el
abandono de un primer pocero, ante las dificultades encontradas, se recurrió a
un segundo que logró finalizar la obra, no sin sobrepasar el presupuesto
inicial de los 20.000 euros. Aunque como se encontró el agua a 35 metros , el déficit
presupuestario no ocasionó demasiados contratiempos. A continuación, en 2009,
vino el dispensario, también finalizado y en funcionamiento, por un valor de
42.000 euros.
Comité de recepción femenino con las deidades en la cabeza |
No es de extrañar, pues, que en nuestra tercera
visita, ahora ya para revisar las obras de ambos proyectos terminadas, nos
organicen la tercera fiesta en otros tantos años. A un kilómetro de la entrada
nos espera el gentío habitual: ancianos de luenga barba, niños descalzos,
músicos a golpe de tambor, cazadores ataviados con gorros de piel y fusiles. Una
señora con la estatuilla de la pareja primordial dogón, en madera, sobre la cabeza
lidera la procesión. Otras damas llevan estatuas de Nommo, dioses bisexuales, creados por el
dios principal Amma, que descendieron del cielo a la Tierra en un arca. Los
dioses Nommo crearon los ocho linajes dogones y enseñaron a sus descendientes
humanos el arte del tejido, la herrería y la agricultura. Para no alargar la
descripción mitológica, imaginemos que la cofradía de mi pueblo saca la imagen
del Sagrado Corazón hasta la carretera por donde llegará el obispo para que la
bendiga. Tan atractiva como complicada –aunque no menos que la explicación del
misterio de la Santísima Trinidad- la mitología dogón, tiene un trasfondo
claramente agrario relacionado con la fertilidad. Como no podía ser de otra
manera en esta región, frontera del desierto durante siglos, donde la escasa
agua que fecunda la tierra, si llueve, es el fundamento esencial de la supervivencia.
Por lo tanto,
aunque parezca un poco excesiva una tercera fiesta, en ella nos sumergimos en
cuerpo y alma, no sin antes contar la rocambolesca, providencial que dirían
algunos teólogos, historia de la financiación del pozo. Salvo para complementar
el presupuesto inicial con unos 8.000 euros, la Fundación Polaris, ha actuado
más bien de gestora en el proyecto. En realidad, el pozo, se llevó a gracias a
la generosa contribución (20.000 euros) de un donante español, murciano por más
señas.
En efecto, los
1.500 habitantes de la aldea de Tabitongo, una vez terminada la época de las
lluvias, a principios del otoño, sobreviven, mal que bien, a decir verdad, más
mal que bien, de la pequeña agricultura irrigada mediante el acarreo de
calabazas que, con paciencia interminable, rellenan una y otra vez en las pozas
de un cauce sin corriente. Llegado febrero, el cielo inmisericorde con esta
región abrasadora, la pequeña presa que ha retenido las aguas de lluvia termina
por agotarse.
Revisando el brocal del pozo "El Señor de los Milagros" |
No queda otro
remedio que desplazarse entre 10 y 15
kilómetros cauce, siempre reseco,
arriba. Los acarreadores, en exclusiva mujeres y niños, escarban en el lecho un
par de metros hasta encontrar bajo las arenas húmedas pequeñas retenciones del
líquido elemento. Vuelta con la calabaza en la cabeza otros quince kilómetros
hasta “el pueblo que está en la ladera”. A estas alturas del año, principios de
verano, los cultivos ya se han marchitado semanas atrás. El agua arenosa sirve,
como mucho, para la cocción del mijo, el sustento cotidiano de los lugareños.
La cadena de
favores, aquí narrada, comienza a más de 4.000 kilómetros del país dogón, donde el final feliz
tiene lugar. En Churra, una pedanía de Murcia, absorbida por la expansión de la
capital y los nuevos centros comerciales. Un buen hombre, difícilmente puede el
calificativo emplearse con más propiedad, a quien a partir de aquí llamaremos
por su nombre de pila, Agustín, decide cumplir su promesa, de hacer una buena
obra, prometida a “El Moreno”, una advocación de Jesús crucificado muy popular
en…Colombia y conocido como el “Señor de los Milagros”.
El compromiso
del señor Agustín, viene, pues, de lejos, de muy lejos. Exactamente se ha
originado 9.021 kilómetros más al este, en el colombiano valle de
Cauca a donde peregrinos de todo el mundo afluyen para venerar a “El Moreno”, en
la localidad de Buga. El señor Agustín
conoce desde hace años a los salesianos de Churra, a quienes acude para que le
orienten sobre qué obra buena podría financiar. Los salesianos ponen al señor
Agustín en contacto con la Fundación Polaris World. De esta forma tan inverosímil,
el cuadrilátero (Agustín, Fundación Polaris World, Buga, Tabitongo) se
convierte en un círculo perfecto.
El del brocal
excavado en la roca de Tabitongo, el pueblo que está en la ladera… sin una gota
de agua. La promesa al “Señor de los Milagros” comienza a cumplirse en una
pequeña explanada de Tabitongo a principios de 2010. La tarea no es fácil, el
pueblo está asentado en una meseta rocosa, así que los 30 metros de profundidad del pozo tienen que ser
excavados con barrenos de dinamita y un martillo neumático de segunda mano.
Afortunadamente, perdón, providencialmente, a los 30 metros comienza a brotar agua, hecho que da
la razón al zahorí que ha indicado el lugar exacto, localizado a medio camino
entre la iglesia y la mezquita, donde resultaba imperativo excavar.
Se ha creado un
comité de gestión del pozo para cuidar de su mantenimiento y limpieza. Todo el
mundo puede acudir a extraer agua del pozo, el cual, por cierto, produce agua
de excelente calidad. Cualesquiera sea la etnia o religión, sin distinciones de
ningún tipo, extraen el agua que sirve para cocinar, beber, y una mínima
higiene. El sobrante se usa para el ganado y el riego de los pequeños huertos
familiares. La localización del pozo, a sólo 300
metros de la escuela facilita que
las madres y los niños que acuden a la misma no ocupen su tiempo en
interminables acarreos del agua, lo que, sin duda ninguna, les permite dedicar
más tiempo al aprendizaje escolar.
Todos los
vericuetos recorridos para conseguir extraer el agua de la roca, dejando aparte
connotaciones anticotestamentarias, reflejan una moraleja que rezuma
sincretismo por los cuatro costados. La
devoción de nuestro generoso murciano a “El Moreno” colombiano, propició que
Amma, la principal divinidad animista maliense, ya mencionada con anterioridad,
hiciera honor a su nombre, el “Señor de las Aguas”, en esta franja sedienta del
África subsahariana. Sin olvidarnos de Alá que vela sobre la cercana mezquita
que da sombra al pozo.
El enfermero con el Registro de Nacimientos |
La maternidad, situada justamente al lado, fue la
primera que la Fundación Polaris World construyó en la región. Cuando todavía se
tanteaba el terreno ante la época de vacas flacas que se adivinaba en el
horizonte y el Patronato decidió concentrar sus esfuerzos en una zona
geográfica específica y en pequeños proyectos, bien identificables, y de fácil
seguimiento. Se consideró adecuado un modelo mixto de maternidad y centro de
salud, con una planta en forma de U, dotado de un pequeño despacho para los
gestores y una pequeña oficina de farmacia. A unos cien metros, para mejorar
las condiciones higiénicas, se construyeron unas letrinas. Todo ello por un
costo que rondaba y ronda los 42.000 euros. El modelo se ha replicado en los
otros diez Centros de Salud Comunitarios como se denominan en la parla oficial
administrativa. Algunos ya terminados y
otros en fase de construcción. En los terminados más recientemente se ha
preferido separar en dos edificios individuales, para guardar la intimidad de
las parturientas, el bloque de consultas del de maternidad.
Advertimos, con enorme satisfacción, los pequeños
detalles, apenas perceptibles, que confortan
nuestro sentimiento de que el esfuerzo de socios, amigos y simpatizantes ha
merecido la pena. Tras dos años en funcionamiento, han ajardinado el patio con
un cierto mimo, pese a la escasez de agua; todo el perímetro ha sido vallado en
un murete de piedra elevado por los propios aldeanos a fin de proteger el
recinto de los animales que se mueven a su aire por el poblado. Una ONG francesa de Rennes ha traido
mobiliario básico, camas, camillas y utensilios médicos, atravesando Marruecos
y Mauritania. Y casi rizando el rizo, dada la precariedad en la que viven,
hasta han contratado un enfermero. Sus conocimientos tienen toda la pinta de
ser más bien someros, pero realiza tareas tan elementales como importantes:
mantener la higiene del lugar, pequeña curas y, ¡sorpresa, sorpresa! Mantiene un
cuaderno de registro con los nacimientos. Ochenta y dos durante el último año.
Dentro de un par de décadas todo el mundo sabrá la fecha exacta de su
nacimiento, podrá ser escolarizado sin problemas y conocerá el nombre de los
progenitores, etcétera. Un aspecto aparentemente banal pero de gran
trascendencia en la vida cotidiana del “pueblo en la ladera”. Donamos al
alcalde un lote de medicinas genéricas, siguen media docena de discursos de
agradecimiento y el inevitable ofrecimiento de los regalos. Nos llevamos la
pareja dogón primordial, en madera, que encabezaba la marcha del comité de
bienvenida a nuestra llegada.
Nos entregamos de lleno a la danza. Aunque no todos. Las
señoras, siempre ellas, ululan y se mueven en círculos, alguna se destaca al
centro y exacerba sus rítmicos movimientos, acelerando hasta levantar una
polvareda con sus pies. Los hombres las rodean con sus tamborines y fusiles en
el aire. Hasta, Narcisse, el presidente de la Fundación se atreve a agitar los
brazos y levantar las rodillas hasta la altura de la cintura. Una vaga versión
cartagenera del frenético ritmo local. Hellène, aparentemente más habilidosa,
se acompasa mejor con las ancianas del lugar. Pero con todo y con eso… Isabelle
descansa del rompecabezas de traducir del francés al español algo que ha sido
hablado en dogón. Ramonet le da a la Nikon. ¡Señoras y señores, damas y
caballeros, todavía nos quedan dos aldeas por visitar!.
Almuerzo de fiesta con Abel Kassogué (segundo por la izda.) |
Apelando a nuestro sentido de la puntualidad
occidental terminamos por encaramarnos, rodeados de danzantes con máscaras,
jóvenes disparando salvass al aire, mujeres agitando febrilmente los brazos, a
los vehículos salvadores. Todo en vano, Abel anuncia que su madre ha preparado
un almuerzo de fiesta. Por más prisa que tengamos no podemos hacer ese feo.
Nuestra primera comida rural en el patio de la familia Kassogué, la primera en
una larga serie -hoy nos caerán tres- está compuesta de higadillos, sangre
frita, y otras variopintas entrañas. Nada que no haya comido decenas de veces
la víspera del santo patrón en mi villorrio, mi abuelo degollaba el lechazo,
cuando tenía, teníamos menos miramientos, éramos jóvenes y, sobre todo, disponíamos
de cuchillo, tenedor y servilleta. Esto de comer con las manos, por muy natural
que sea el gesto, meter los dedos todos a la vez en la misma palangana con
pollo y arroz… Nos falta una pizca de inculturización o nos sobran demasiadas normas
de urbanidad. De las nuestras, por supuesto.
(Continuará…)
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