lunes, 9 de enero de 2012

JORNADA III: EL PUEBLO QUE ESTÁ EN LA LADERA


Por más que lo hemos intentado, no ha habido manera de dejar con un palmo de narices a la policía. Resultarán ideales para llamar la atención a cien leguas a la redonda. Como apenas si hay turistas, ya somos, de por sí, bastante visibles, si además arrastramos un par de caballeros uniformados en la chepa, la buena nueva de nuestro recorrido puede, sin muchas dificultades, alcanzar los oidos de cualquier barbudo con Kalashnikov que se precie de secuestrar europeos (y europeas, claro), sea a la vuelta de la esquina o en Tombuctú. Debatimos durante el desayuno –té con miel de baobab- en el agradable patio interior del hotelito, como dar esquinazo la autoridad competente que, según nos anuncian, espera, repontingada en un sillón a la entrada, mientras observa, con tranquilidad y nada de firmes, como discurre la vida bajo su jurisdicción. Un loro saltimbanqui, se pasea de copa en copa por los arbustos del jardín dando los buenos días a todo el que quiera escucharle. En inglés. Intentamos enseñarle alguna palabrota en la lengua del imperio donde nunca se ponía el sol. Impossible. Seguro que no es la hora de los idiomas. “Bon jour, Bon jour”, ni siquiera se atreve con el gabacho.O quizá sea problema de mi acento.

Efectivamente, el guardia, porque sólo hay uno y nada más que uno, apoltronado delante de la puerta, en postura poco diligente, conversa tranquilamente con los guías, los camareros del hotel, el mecánico del tallercito –por llamarlo de alguna manera, ya que es un chamizo destartalado de adobe- donde nos están arreglando el pinchazo del Toyota y los peatones que transitan por la plazoleta. Hace un par de años, la rotonda estaba llena de carteles ilustrativos sobre cómo prevenir el SIDA, mejorar la higiene o gestionar el granero familiar. Ahora, un lugareño que se ha hecho rico con una fábrica de abonos está levantando una imponente estructura, fea como ella sóla, de más de 20 metros sobre la que están colocando un artilugio en cemento armado que imita  la gigantesca mitad de una calabaza. Alusiones patrioteras a la versión dogón, la etnia mayoritaria en la zona, del significado de Bandiagara: “la gran calabaza”, en términos patrios obsoletos el partido judicial y centro de la comarca.  El policía es un imberbe que no aparenta y, seguramente, no tiene más de 18 años. No parece que se muestre muy inquieto por nuestra supuesta inseguridad. Resulta poco creíble que el buen mozo pueda interponerse entre nosotros y cualquier fanático que aparezca de improviso por detrás de cualquier duna gritando que Alá es grande. Conviene arrancar porque tenemos que visitar tres proyectos de la Fundación, en otras tantas aldeas: Tabitongo, Ouroly y Nandoly, no muy alejadas de Bandiagara, aunque con un acceso muy complicado.

Molineras de mijo
Lo de prisa y agenda son dos conceptos más bien ignorados a la puerta de La Falaise, mejor tomarse la vida con pausa. No merece la pena mirar el reloj. Nos dedicamos a jugar a tres bandas. Bromeamos con los guías y los vendedores de artesanía. Somos sus potenciales clientes favoritos y únicos. El mecánico, a la antigua usanza, aporrea el neumático para despegarlo de la llanta. Habilidoso, fruto de la práctica y la carencia de herramientas adecuadas, arregla el pinchazo sin excesivas dificultades. Todo por poco menos de dos euros. Persuadir a la autoridad paramilitar para que siga repontingada en el sillón y deje de cumplir con su deber nos va a costar un poco más. Finalmente, por 7,62 euros, o sea, 5.000 CFAs locales, le convencemos de que ya somos mayorcitos para viajar sólos. No ha sido fácil el conseguirlo. Nos quedará la duda si la dificultad ha estribado en su sentido extremo de la legalidad hacia las órdenes de sus superiores jerárquicos o el “quid” ha consistido en fijar la cantidad adecuada por la cual dejará de salvaguardar nuestra integridad. Esperemos que no tome gusto a esta modalidad, poco ejemplar, de persuasión y regrese mañana con medio cuartelillo. Porque parece enclenque, pero de tonto no tiene un pelo.

A policía muerto, gendarme puesto. Enterados de que el desplazamiento de la jornada tendrá lugar en la zona rural, aunque sea en los aledaños de Bandiagara, aparecen dos gendarmes. Estas precisiones administrativas no aparecen en nuestra Guide du Routard. Éstos, al menos, vienen en pareja, como la guardia civil, y traen fusil. Su correa está deshilachada, el modelo –aunque seamos ignorantes en armamento- no nos parece de última generación. Es dudoso que porten balas, salvo que tengan el cargador cargado o en el bolso de atrás del pantalón caqui, porque cartuchera no llevan. Estar  protegidos –sobreprotegidos en nuestra opinión- parece nuestro sino en esta mañana dominical. Nos resulta excesivo sobornar a un segundo cuerpo para que se tomen el Día del Señor en serio, aunque sean musulmanes, así que nos resignamos a viajar, pese a nuestras intenciones de desplazarnos de forma discreta, acompañados de los gendarmes. A regañadientes, aceptamos su vigilancia. No parece muy adecuado visitar proyectos de ayuda humanitaria acompañados de autoridades uniformadas y armadas. Como apenas hablan francés, tampoco les ofrecemos muchas explicaciones sobre el plan del día. Previsiblemente en la academia de la gendarmería han aprendido algunas normas básicas: rechazan aposentarse en el asiento trasero. Desde delante, observan mejor, dicen, los peligros que nos acechan de frente. Uno en el Toyota, prestado generosamente por lo salesianos de Bamako y conducido por Omar, y otro al Pajero, conducido por nuestro Abel Kassogué. Pretendíamos empontingar a los dos, bien juntitos, en la banqueta de atrás de uno de los vehículos, pero no ha habido manera.


Pasamos por la misión católica para cargar una pequeña parte del bazar que con mejor intención que lógica iremos repartiendo en las aldeas a medida que durante la semana vayamos visitando los diferentes proyectos. Al sacar, en Bamako, la mercancía del contenedor enviado con antelación todo el material ha quedado revuelto, así que cargamos los cuatro por cuatro, más o menos al azar, aunque intentando guardar un mínimo equilibrio del material y de la cantidad. Las medicinas adquiridas (unos 3.000 euros) a Farmamundi, de Valencia, son fácilmente identificables. Esta ONG, muy especializada en suministro de medicamentos, realiza un trabajo ejemplar. Añadimos una docena de balones de fútbol, deshinchados por mor del espacio, seguro que los niños se las apañarán para inflarlos; material de escritorio diverso; juguetes variados, mochilas donadas por una empresa de Cartagena. Al final, la carga tiene poco que envidiar a un “chino”, pero reabrir y reclasificar las cajas nos llevaría excesivo tiempo, y entre corromper (¡Que el Altísimo no nos lo tenga en cuenta!) a los guardianes del orden y reparar la rueda, nos han dado las nueve. ¡A trabajaaaar!

Nos detenemos a una quincena de kilómetros de Bandiagara. La ruta se ha convertido, apenas abandonada la ciudad de la Gran Calabaza (entre 10.000 y 15.000 habitantes, censados por aproximación), en un enorme traqueteo de aceleraciones y desaceleraciones entre la primera y la segunda marcha. Pocas postales tan africanas como un grupo de mujeres, bebés a la espalda y una reata innumerable de niños jugando alrededor, moliendo el mijo. La ligera brisa del este, procedente del desierto, hace ondear sus multicolores vestimentas. En un peñascal, más o menos aplanado por la erosión, han instalado su era. Mortero y mazo para moler este cereal originado en Extremo Oriente hace más de 10.000 años y sustento de poblaciones en zonas semidesérticas o áridas. Mali, con cerca de 1,5 millones de toneladas, es el cuarto productor del mundo, tras India, Nigeria y Níger.

Las mazorcas alargadas, cuidadosamente colocadas al pié del mortero de madera, se introducen a medida que las machacadas se desgranan. Faltará aventar la molienda para separar la paja del grano. Encontraremos decenas de veces la misma estampa, siempre mujeres o adolescentes, casi a cualquier hora del día, pero especialmente al atardecer, al llegar a cada aldea. Se muestran reacias a ser fotografiadas y no es de extrañar. Estamos en una de las rutas más turísticas de todo Mali, la que conduce hasta el acantilado de Bandiagara. Seguro que están hartas de turistas profesionales y fotógrafos aficionados. La intermediación de Abel Kassogué, nuestro guía y corresponsal de la Fundación, nativo de la comarca, allana todos los obstáculos. No sólo aceptan ser fotografiadas, hasta prestan el mortero y el mazo para que, Isabelle y Hellène practiquen, sin mucho éxito, todo hay que decirlo, sus habilidades campesinas. Parece poco probable que dos oriundas de Paris y Murcia sean, sin entrenamiento de veinte o treinta años en esta ardua tarea, muy diestras en un ejercicio tan rural. Al menos quedan, para la posteridad, sus gestos desmañados en la tarjeta digital en la Nikon. Narcisse, en un gesto que repetirá insondablemente, su mochila parece no agotarse jamás, reparte golosinas y unos globos entre la consabida algarabía de la chiquillería. Algún bebé de los que llevan las madres (¿o son sus hermanas?) a la espalda es tan pequeño que, por miedo a que se atragante, no parece muy conveniente entregarle el chupachups. Mejor dejárselo a la madre. Los gendarmes, impasibles y ojo avizor, se han colocado en dos altozanos, atentos a nuestro inocente contacto con los nativos.

Panorámica del Centro de Salud de Tabitongo
Poco a poco, una vez que nos adentramos en la meseta que se extiende hasta perderse de vista, horizontal y plana, sólo divisamos rocas y arbustos, el camino se vuelve más y más complicado. Parece impensable que el Sahara se encuentre a tan pocos kilómetros. En algunas vaguadas, donde han retenido con presas el agua de las lluvias, nos sorprende el verdor de los campos de cebolletas. Monocultivo, que decían en la clase de geografía. Como sólo han pasado un par de meses desde el fin de la estación de las lluvias, el agua en las pozas todavía es abundante. Hacia mediados de febrero, con las altas temperaturas el riego de los bancales de cebolletas y algunas verduras es necesariamente cotidiano, no quedará ni una gota de agua en las ramblas. En todo caso, hasta el mes de junio no volverá a llover. Aparentemente, cada año menos que el anterior. Los bancales se riegan “a manta”, lo que sin duda requiere un dispendio de agua considerable. Se ven bastantes más motobombas que en viajes anteriores, aunque muchos agricultores siguen recurriendo al método tradicional de acarrear el agua con calabazas. Más postales africanas para las cámaras digitales.

Entramos en el camino de Tabitongo, ocho kilómetros infernales, prácticamente en su totalidad sobre roca erosionada por los caprichos de la madre naturaleza. El vehículo bota, rebota y vuelve a botar. Como en el cuento de Pulgarcito, los “arcenes” están señalizados con pedruscos que marcan la dirección a seguir. Con todo y con eso, si no viniéramos con Abel, es muy posible que apareciéramos en Mauritania o Chad. Difícil orientarse en esta llanura tan simétricamente idéntica en sus ralos zarzales y escasos campos de mijo cosechados. Ocasionalmente nos cruzamos y saludamos con discreción a algún pastor nómada, de la etnia “peulh”, fácilmente distinguible por su indumentaria y fisionomía. Las señoras portan en la cabeza –ocho o diez unidades- todos los cuencos en madera de sus cocinas portátiles. El camino, pura roca, no afloja.  Llegar a Tabitongo, cuya traducción es algo similar al “pueblo que está en la ladera” (en verdad que hace honor a su nombre) es un verdadero alivio para el cuerpo.

Cuando hace tres años, en otro viaje de la Fundación, guiados por Abel, caímos por este lugar recóndito e inhóspito paraje, dos aspectos resultaron llamativos, incluso chocantes. Por un lado, los 15 kilómetros de ruta (¡y vaya ruta¡) que hay hasta Shanga, donde se encuentra el dispensario más próximo. A lomos de asno o en bicicleta para sacar los enfermos. Al menos los que podían ser transportados. Los nacimientos, ni que decirlo tiene, se hacían en el hogar, no por modernidad, sino por necesidad. En unas condiciones higiénicas que eran, cuando menos, lamentables. Por otro lado, que en un lugar tan carente de necesidades básicas, esencialmente la sanidad y el acceso al agua potable –al menos la escuela tiene un aspecto muy digno- y con una población no superior a los 1.500 parroquianos, había, hay tres lugares de culto: iglesia católica, mezquita y espacio de culto animista. Y los dos primeros no son precisamente un par de chamizos de mala muerte. ¿No hubiera sido más adecuado gastarse el dinero en un dispensario, un pozo en condiciones o en ampliar la escuela? Pero ¿quiénes somos nosotros para establecer prioridades? Y menos “a posteriori”.

Sea como fuere, la Fundación decidió en su momento construir un pozo, cuya dificultad estribaba en que había que excavar, dinamitar, para ser exactos, el terreno rocoso. Eso fue en 2008. Tras el abandono de un primer pocero, ante las dificultades encontradas, se recurrió a un segundo que logró finalizar la obra, no sin sobrepasar el presupuesto inicial de los 20.000 euros. Aunque como se encontró el agua a 35 metros, el déficit presupuestario no ocasionó demasiados contratiempos. A continuación, en 2009, vino el dispensario, también finalizado y en funcionamiento, por un valor de 42.000 euros.

Comité de recepción femenino con las deidades en la cabeza
No es de extrañar, pues, que en nuestra tercera visita, ahora ya para revisar las obras de ambos proyectos terminadas, nos organicen la tercera fiesta en otros tantos años. A un kilómetro de la entrada nos espera el gentío habitual: ancianos de luenga barba, niños descalzos, músicos a golpe de tambor, cazadores ataviados con gorros de piel y fusiles. Una señora con la estatuilla de la pareja primordial dogón, en madera, sobre la cabeza lidera la procesión. Otras damas llevan estatuas de Nommo, dioses bisexuales, creados por el dios principal Amma, que descendieron del cielo a la Tierra en un arca. Los dioses Nommo crearon los ocho linajes dogones y enseñaron a sus descendientes humanos el arte del tejido, la herrería y la agricultura. Para no alargar la descripción mitológica, imaginemos que la cofradía de mi pueblo saca la imagen del Sagrado Corazón hasta la carretera por donde llegará el obispo para que la bendiga. Tan atractiva como complicada –aunque no menos que la explicación del misterio de la Santísima Trinidad- la mitología dogón, tiene un trasfondo claramente agrario relacionado con la fertilidad. Como no podía ser de otra manera en esta región, frontera del desierto durante siglos, donde la escasa agua que fecunda la tierra, si llueve, es el fundamento esencial de la supervivencia.

Por lo tanto, aunque parezca un poco excesiva una tercera fiesta, en ella nos sumergimos en cuerpo y alma, no sin antes contar la rocambolesca, providencial que dirían algunos teólogos, historia de la financiación del pozo. Salvo para complementar el presupuesto inicial con unos 8.000 euros, la Fundación Polaris, ha actuado más bien de gestora en el proyecto. En realidad, el pozo, se llevó a gracias a la generosa contribución (20.000 euros) de un donante español, murciano por más señas.

En efecto, los 1.500 habitantes de la aldea de Tabitongo, una vez terminada la época de las lluvias, a principios del otoño, sobreviven, mal que bien, a decir verdad, más mal que bien, de la pequeña agricultura irrigada mediante el acarreo de calabazas que, con paciencia interminable, rellenan una y otra vez en las pozas de un cauce sin corriente. Llegado febrero, el cielo inmisericorde con esta región abrasadora, la pequeña presa que ha retenido las aguas de lluvia termina por agotarse.


Revisando el brocal del pozo "El Señor de los Milagros"
No queda otro remedio que desplazarse entre 10 y 15 kilómetros cauce, siempre reseco, arriba. Los acarreadores, en exclusiva mujeres y niños, escarban en el lecho un par de metros hasta encontrar bajo las arenas húmedas pequeñas retenciones del líquido elemento. Vuelta con la calabaza en la cabeza otros quince kilómetros hasta “el pueblo que está en la ladera”. A estas alturas del año, principios de verano, los cultivos ya se han marchitado semanas atrás. El agua arenosa sirve, como mucho, para la cocción del mijo, el sustento cotidiano de los lugareños.

La cadena de favores, aquí narrada, comienza a más de 4.000 kilómetros del país dogón, donde el final feliz tiene lugar. En Churra, una pedanía de Murcia, absorbida por la expansión de la capital y los nuevos centros comerciales. Un buen hombre, difícilmente puede el calificativo emplearse con más propiedad, a quien a partir de aquí llamaremos por su nombre de pila, Agustín, decide cumplir su promesa, de hacer una buena obra, prometida a “El Moreno”, una advocación de Jesús crucificado muy popular en…Colombia y conocido como el “Señor de los Milagros”.

El compromiso del señor Agustín, viene, pues, de lejos, de muy lejos. Exactamente se ha originado 9.021 kilómetros más al este, en el colombiano valle de Cauca a donde peregrinos de todo el mundo afluyen para venerar a “El Moreno”, en la localidad de Buga.  El señor Agustín conoce desde hace años a los salesianos de Churra, a quienes acude para que le orienten sobre qué obra buena podría financiar. Los salesianos ponen al señor Agustín en contacto con la Fundación Polaris World. De esta forma tan inverosímil, el cuadrilátero (Agustín, Fundación Polaris World, Buga, Tabitongo) se convierte en un círculo perfecto.

El del brocal excavado en la roca de Tabitongo, el pueblo que está en la ladera… sin una gota de agua. La promesa al “Señor de los Milagros” comienza a cumplirse en una pequeña explanada de Tabitongo a principios de 2010. La tarea no es fácil, el pueblo está asentado en una meseta rocosa, así que los 30 metros de profundidad del pozo tienen que ser excavados con barrenos de dinamita y un martillo neumático de segunda mano. Afortunadamente, perdón, providencialmente, a los 30 metros comienza a brotar agua, hecho que da la razón al zahorí que ha indicado el lugar exacto, localizado a medio camino entre la iglesia y la mezquita, donde resultaba imperativo excavar.

Se ha creado un comité de gestión del pozo para cuidar de su mantenimiento y limpieza. Todo el mundo puede acudir a extraer agua del pozo, el cual, por cierto, produce agua de excelente calidad. Cualesquiera sea la etnia o religión, sin distinciones de ningún tipo, extraen el agua que sirve para cocinar, beber, y una mínima higiene. El sobrante se usa para el ganado y el riego de los pequeños huertos familiares. La localización del pozo, a sólo 300 metros de la escuela facilita que las madres y los niños que acuden a la misma no ocupen su tiempo en interminables acarreos del agua, lo que, sin duda ninguna, les permite dedicar más tiempo al aprendizaje escolar.

Todos los vericuetos recorridos para conseguir extraer el agua de la roca, dejando aparte connotaciones anticotestamentarias, reflejan una moraleja que rezuma sincretismo por los cuatro costados.  La devoción de nuestro generoso murciano a “El Moreno” colombiano, propició que Amma, la principal divinidad animista maliense, ya mencionada con anterioridad, hiciera honor a su nombre, el “Señor de las Aguas”, en esta franja sedienta del África subsahariana. Sin olvidarnos de Alá que vela sobre la cercana mezquita que da sombra al pozo.

El enfermero con el Registro de Nacimientos
La maternidad, situada justamente al lado, fue la primera que la Fundación Polaris World construyó en la región. Cuando todavía se tanteaba el terreno ante la época de vacas flacas que se adivinaba en el horizonte y el Patronato decidió concentrar sus esfuerzos en una zona geográfica específica y en pequeños proyectos, bien identificables, y de fácil seguimiento. Se consideró adecuado un modelo mixto de maternidad y centro de salud, con una planta en forma de U, dotado de un pequeño despacho para los gestores y una pequeña oficina de farmacia. A unos cien metros, para mejorar las condiciones higiénicas, se construyeron unas letrinas. Todo ello por un costo que rondaba y ronda los 42.000 euros. El modelo se ha replicado en los otros diez Centros de Salud Comunitarios como se denominan en la parla oficial administrativa.  Algunos ya terminados y otros en fase de construcción. En los terminados más recientemente se ha preferido separar en dos edificios individuales, para guardar la intimidad de las parturientas, el bloque de consultas del de maternidad.

Advertimos, con enorme satisfacción, los pequeños detalles, apenas perceptibles,  que confortan nuestro sentimiento de que el esfuerzo de socios, amigos y simpatizantes ha merecido la pena. Tras dos años en funcionamiento, han ajardinado el patio con un cierto mimo, pese a la escasez de agua; todo el perímetro ha sido vallado en un murete de piedra elevado por los propios aldeanos a fin de proteger el recinto de los animales que se mueven a su aire por el poblado.  Una ONG francesa de Rennes ha traido mobiliario básico, camas, camillas y utensilios médicos, atravesando Marruecos y Mauritania. Y casi rizando el rizo, dada la precariedad en la que viven, hasta han contratado un enfermero. Sus conocimientos tienen toda la pinta de ser más bien someros, pero realiza tareas tan elementales como importantes: mantener la higiene del lugar, pequeña curas y, ¡sorpresa, sorpresa! Mantiene un cuaderno de registro con los nacimientos. Ochenta y dos durante el último año. Dentro de un par de décadas todo el mundo sabrá la fecha exacta de su nacimiento, podrá ser escolarizado sin problemas y conocerá el nombre de los progenitores, etcétera. Un aspecto aparentemente banal pero de gran trascendencia en la vida cotidiana del “pueblo en la ladera”. Donamos al alcalde un lote de medicinas genéricas, siguen media docena de discursos de agradecimiento y el inevitable ofrecimiento de los regalos. Nos llevamos la pareja dogón primordial, en madera, que encabezaba la marcha del comité de bienvenida a nuestra llegada.

Nos entregamos de lleno a la danza. Aunque no todos. Las señoras, siempre ellas, ululan y se mueven en círculos, alguna se destaca al centro y exacerba sus rítmicos movimientos, acelerando hasta levantar una polvareda con sus pies. Los hombres las rodean con sus tamborines y fusiles en el aire. Hasta, Narcisse, el presidente de la Fundación se atreve a agitar los brazos y levantar las rodillas hasta la altura de la cintura. Una vaga versión cartagenera del frenético ritmo local. Hellène, aparentemente más habilidosa, se acompasa mejor con las ancianas del lugar. Pero con todo y con eso… Isabelle descansa del rompecabezas de traducir del francés al español algo que ha sido hablado en dogón. Ramonet le da a la Nikon. ¡Señoras y señores, damas y caballeros, todavía nos quedan dos aldeas por visitar!.

Almuerzo de fiesta con Abel Kassogué (segundo por la izda.)
Apelando a nuestro sentido de la puntualidad occidental terminamos por encaramarnos, rodeados de danzantes con máscaras, jóvenes disparando salvass al aire, mujeres agitando febrilmente los brazos, a los vehículos salvadores. Todo en vano, Abel anuncia que su madre ha preparado un almuerzo de fiesta. Por más prisa que tengamos no podemos hacer ese feo. Nuestra primera comida rural en el patio de la familia Kassogué, la primera en una larga serie -hoy nos caerán tres- está compuesta de higadillos, sangre frita, y otras variopintas entrañas. Nada que no haya comido decenas de veces la víspera del santo patrón en mi villorrio, mi abuelo degollaba el lechazo, cuando tenía, teníamos menos miramientos, éramos jóvenes y, sobre todo, disponíamos de cuchillo, tenedor y servilleta. Esto de comer con las manos, por muy natural que sea el gesto, meter los dedos todos a la vez en la misma palangana con pollo y arroz… Nos falta una pizca de inculturización o nos sobran demasiadas normas de urbanidad. De las nuestras, por supuesto.

(Continuará…)

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