Sorprendentemente, no que esta hora sea un factor determinante
en las cercanías del ecuador, no se ve un alma por los parajes. Ni en el aparcamiento,
ni en la terminal. Ni taxis, ni maleteros, ni vendedores, ni vigilantes. La
ebullición habitual en el acceso al aeropuerto se ha esfumado. A decir verdad,
se ven exactamente dos cuerpos, un militar con la metralleta en ristre que nos dirige
por señas, con ciertas muestras de nerviosismos, a la ventanilla de información
y el informador de la ventanilla de información: “El aeropuerto está cerrado,
no hay ningún vuelo en todo el día”. Caemos en la cuenta de que Spanair, a
mediados de noviembre, nos había cambiado las fechas de salida de Barcelona
porque “el aeropuerto de Bamako estará cerrado por tres días”. Como avezados o,
mejor dicho, desencantados viajeros de otras peripecias aeroportuarias, pensamos
que era una disculpa poco creíble con que enmarañar sus oscuros intereses
comerciales. Por una vez, el centro de desatención al cliente, sin que sirva de
precedente, nos había dicho la verdad. Y nada más que la verdad.
“Vuelvan mañana”, dice el agente de información
aeroportuaria, como si tuviéramos la costumbre de dar una vueltecica por los
alrededores, todos los días al alba. Preguntar por qué nadie nos avisó, ni
siquiera la agencia de viajes donde se adquirieron los pasajes, parece
irrelevante. Casi tanto como volver mañana. Deducimos que mañana puede ser
pasado y así sucesivamente. No resultaría extraño que nos pasáramos siete días
yendo y viniendo al aeropuerto en busca de nuestro piloto holandés errante sin
que nadie sepa decirnos si ha vuelto de Tombuctú o el cierre del aeropuerto se
debe a alguna, tan huera como grandiosa, llegada de dignatarios panafricanos.
Resolvemos el problema por la vía rápida.
Puesto de control y mercadillo |
Se impone un transporte alternativo. La elección no
es complicada. Sólo hay uno: carretera y manta para hacer los 700 kilómetros que
nos separan de Bandiagara y recuperar la agenda de visitas, mañana, domingo, desde
el corazón del país dogón. A estas horas Bamako comienza a desperezarse. Para facilitar
las tareas pastorales del Padre Emilio que, tan amablemente, nos ha traído a esta
intempestiva hora matinal, le acompañamos a celebrar la eucaristía (“dar la
misa”, en el lenguaje del vulgo) a las monjas salesianas, en los suburbios de
Bamako. Al pasar un puesto de control policial, el agudo agente de guardia
advierte que en el todo terreno nipón vamos uno más de los aconsejados por el
fabricante. No podemos negar la evidencia. En el asiento del conductor, el P.
Emilio, en el contiguo, Hellène e Isabelle se apretujan como buenamente pueden.
Los hombre, tres, como dicta la tradición, detrás. Efectivamente, somos seis
para un vehículo donde la estricta ley de circulación maliense sólo admite
cinco. ¿He dicho estricta? Basta mirar en derredor y autobuses, camiones, carros
y carretas, motocicletas, asnos, todo medio de transporte, como dicen ahora los
jóvenes (y las jóvenes, naturalmente), van “petados”. Si sacara a relucir el
código, es muy probable que a media mañana el riguroso agente de la ley acabe
con su talonario de multas. Si lo tuviera o tuviese.
El Père Emilio, veterano de estos lares, ante la escasamente
sutil disyuntiva propuesta por la autoridad competente: “Prefiere usted que
lleve sus papeles hasta la comisaría y las 11 se los devolverán o…”. Aunque bien pensado lo gracioso de la
expresión no es tanto la propuesta venal cuanto la puntualidad con que prometen
devolvernos los papeles. Dentro de cinco horas en punto. Como 5.000 CFA de la
moneda local prometen ahorrarnos esas cinco horas -1,52 euros por hora nos va a
costar la infracción- accede a darle una caritativa dádiva. A modo de viático
que, según el DRAE, en su cuarta acepción, es la subvención en dinero por un
trabajo específico. El de ponernos la multa. Ítem más, el trabajo de no
ponerla. Que alrededor cualquier medio de transporte infrinja la casi totalidad
de las normas del código de circulación local, nacional e internacional no
parece llamar la atención de nuestro atento cumplidor de la ley.
Mientras el Père Emilio finiquita las negociaciones
con el guardián, un autobús, tan “petado” como el resto, se ha parado a nuestra
altura. El conductor nos mira, primero curioso, después intrigado y finalmente
en un gesto que pretende ser cómico, al percatarse de que somos un hato de
blancos y blancas perdidos en medio del revuelo del puesto de control, pasa delicadamente,
eso sí, la palma de la mano extendida hacia abajo por su garganta, en un gesto que,
por su sonrisa maliciosa, considera ingenioso. Y así lo consideramos nosotros. Nos
lo tomamos a risa y nos sonreímos con él. Seguro que en su parabólica recibe hasta
el hartazgo Al Jazeera. So pena que sea un agente infiltrado de Al Qaeda.
Hombre blanco no tener miedo, amigo. Lo cierto es que aunque se trate de una
broma de televidente empachado, en ayunas, sin Nescafé y dilucidando cómo nos
las vamos a arreglar para llegar a Sevaré, el humor negro maliense no tiene
demasiada gracia. Un flash de las recomendaciones del ministerio sarkoziano de
Exteriores. “No se extravíen más allá de los 30 km . del centro de Bamako”.
Debemos estar en el treinta y uno. Loor y gloria a los servicios secretos de
Nicolas.
Mientras el P. Emilio celebra con las hermanas
salesianas la sagrada eucaristía, nos dedicamos a fotografiar, desde el patio
de la residencia, el amanecer africano, tan imponente o más que sus
atardeceres. En este erial de los suburbios, donde se han asentado, todo rezuma
tranquilidad, calma, orden. Se nota, como si dijéramos, el toque femenino de las hermanas. En los árboles del jardín
bien podados, las buganvillas que trepan por el perímetro de protección, las papayeras con el fruto aún demasiado verde y los
cuidados bancales con las omnipresentes cebolletas. Incluso el horno, donde
queman las basuras, está impoluto gracias a lo que durante todo el viaje, cada
vez que veamos, no serán muchos, un espacio ordenado, limpio y atildado lo
atribuiremos a la “touche femenine”. De
regreso a Bamako, aprendida la lección de la ida, sorteamos la vigilancia del
aduanero por el sencillo procedimiento de que Hellène e Isabelle desciendan
poco antes de pasar por la garita y atraviesen el puesto de guardia a pié. El
vigilante nos mira sorprendido pero ante nuestro cumplimiento estricto de la legalidad
más absoluta –aunque sólo haya sido durante cincuenta metros- no le queda otra
que mirarnos cariacontecido. El conductor de la palma extendida ya no está para
hacernos aspavientos. Afortunadamente. Nos las prometíamos muy felices con el
Nescafé de las salesianas, pero hemos tenido que satisfacer nuestro apetito con
el bello amanecer africano y deleitarnos con el “female touch”.
Casi las ocho. Deberíamos estar aterrizando en
Sevaré. Ahora nos toca solucionar el problema del transporte so pena de
desbaratar toda nuestra cuidada programación en Bandiagara y alrededores.
Avisamos a Abel nuestro fiel heraldo, nuestro interlocutor en Sevaré. Está esperando
el avión que nunca llegará. En compañía de la policía local, avisada desde la
Dirección General en Bamako, para custodiarnos durante nuestra estancia. Le sugerimos
que les despida aprovechando que en todo el día ya no llegaremos. Y para el
caso, como no queremos que se conviertan en nuestra sombra, que les diga que ya
ni nos desplazaremos. No habrá manera. Al día siguiente, aparecerán firmes a la
puerta del hotel. Órdenes de la superioridad. En la agencia de viajes Bambara
que, por casualidad, se encuentra a trescientos metros del Centre Père Michel, una
docena de autobuses, pese a que se trata de la estación alta desde el punto de
vista turístico, permanecen ociosos en el patio. Algunos de los chóferes pasan
el tiempo limpiando el interior para satisfacción de los turistas que nunca montarán.
Por lo menos este año, ya veremos el próximo. La misma agencia está cerrada.
Eso que, supuestamente, es una de las más importantes del país. Un desastre
económico para centenares de familias.
Como en Cuba, Egipto, Marruecos y otros países
desorganizados siempre aparece, de no se sabe dónde, en el momento más
oportuno, alguien para solucionar los problemas, desde los más ínfimos a los
más insuperables. Un guía ocioso se presta a solucionar nuestras dificultades
de transporte de manera rauda y eficiente. Conoce un amigo que conoce un amigo,
etc. Nos invita hasta su casa. Vamos tranquilos, aunque posiblemente, desde el
punto de vista de la seguridad, estemos infringiendo alguna que otra norma. ¡Vaya,
ahora sí que no nos hemos alejado más de 30 kilómetros de
Bamako! Que su novia, esposa, querida, amante sea francesa nos insufla un
cierto grado de tranquilidad. Tenemos una visión fugaz de ella en camisón rosa
pálido mientras atraviesa una de las piezas antes de que, gentilmente, vestida,
salga para ofrecernos agua. Sin Nescafé, pero algo es algo. Negociamos el
precio, aunque no mucho, pues son las nueve de la mañana y cuanto antes nos
tiremos al asfalto, tanto mejor. Tenemos claro que debemos alcanzar Bandiagara
antes de que anochezca a eso de las seis de la tarde. Conducir de noche en
Mali, supongo que en todo el continente, no sólo no es recomendable, sino que
debiera estar prohibido por algún tratado internacional. La ONU debería reunir
al Consejo de Seguridad cualquier día de éstos, entre guerra y guerra. Por
precaución, antes de pagar le decimos que nos enseñe el maravilloso vehículo
que dice poner a nuestra disposición. Cuando lo trae concluimos con celeridad
que las garantías de que lleguemos sanos y salvos nos parecen excesivamente limitadas.
Así que vuelta al infatigablemente generoso Père
Emilio. Nos lleva a la casa de un cristiano libanés vendedor de piscinas que
habita en la vecindad. Que sea libanés, cristiano y vendedor de piscinas no es
contradictorio, ni surrealista, con buscar el medio de transporte alternativo
para hacer noche en Bandiagara. De hecho, su ascendencia fenicia, como la de
todos sus compatriotas, -se calcula que 250.000 en África occidental- les ha
convertido en los reyes del comercio, en una zona donde la volatilidad política
hace que el comercio sea extremadamente complicado. Los negocios más boyantes:
restaurantes, supermercados y…venta de piscinas están en sus eficaces manos y
sentido común. Eso que dicen que aparecieron aquí por equivocación: el barco
que les llevaba a Brasil, a finales del XIX se extravió por las costas de
Senegal.
El primer intento negociador de nuestro amigo no
llega a buen puerto. Delante del lujoso hotel L’Amitié, la oferta de vehículo
con conductor es similar a la del guía que acabamos de desechar, y más cara.
Nos lleva al otro extremo de la ciudad, a la parte nueva, donde se sitúan las
embajadas y zonas residenciales de más tronío. En esta agencia, a la sombra de
un retrato de Gaddafi, llegamos a un acuerdo. El vehículo resulta más caro, unos
90.000 CFAs, gasoil aparte, como 120.000 por jornada (hoy y mañana para que el
conductor regrese a Bamako). Sin embargo, dado que el vehículo es notablemente más
espacioso, aceptamos la propuesta. Tiene aire acondicionado, el chófer, hombre
de pocas palabras, según el propietario, es un experimentado conductor que
acaba de llegar de Dakar. A todo esto se nos está haciendo mediodía y en seis
horas nos resultará imposible alcanzar Bandiagara. Mohammed, el chófer se
detiene en un mercadillo para comprar una goma de neumático con la que atar
mejor el equipaje, otro desvío para despedirse de su familia. A este ritmo nos
vemos merendando en los aledaños de la capital.
Finalmente, hacia las doce, dejamos atrás Bamako y
emprendemos el camino a Segou. La carretera nacional es infame, sin apenas
arcenes. Cada media docena de kilómetros un camión averiado ocupa una parte de
la calzada, un poco más adelante, un microbús con la rueda trasera desmontada,
entre medias una carreta cargada hasta la maza. Y así kilómetro, tras kilómetro.
Las señales de peligro se reducen a ramas que han cortado de los arbustos, colocadas
de través en medio de la carretera, apenas unos metros antes de llegar al
vehículo accidentado. De día se aprecian desde una distancia razonable, con una
cierta facilidad. De noche, no hace falta ser adivinos, las posibilidades de
estamparse, sobre todo si circulamos como ahora a 120 por hora, son, estadísticamente,
altas. Más kilómetros. Parece que todo el parque automovilístico maliense tenga
necesidad urgente de un Plan Renove. De hecho, se cuentan casi tantos vehículos
averiados como en circulación.
Pese a todo, avanzamos. Mohammed, que apenas ha
abierto la boca, es un experto conductor, deducimos, tras observar como realiza
algunas exquisitas maniobras improvisadas. Un volantazo por aquí, un frenazo
por allá y otra vez a ciento veinte. No es el maliense más simpático que nos
encontraremos durante los once días, pero es un ducho chófer a la hora de esquivar
obstáculos en los arcenes, las gallinas a la entrada de los villorrios o
adelantar camiones contenedores que amenazan con ladearse por completo sobre la
cuneta. Aunque parece tener tanta prisa como nosotros por llegar. O por volver.
Intentamos convencerle de que queremos, necesitamos, suplicamos un “pipí stop”.
Pero sea por concentración en su ardua tarea, sea porque no le gustó nada que
le metiéramos prisa por salir de Bamako, no hay forma de hacerle parar.
Admiramos los mercados que salpican las aldeas que
atravesamos, el ajetreo multicolor de escolares con el cabás a la espalda,
mujeres, con elegantes ropajes, volviendo del mercado con sus enseres en la
cabeza, carretas cargadas de mazorcas de mijo, impecablemente ordenadas. Nunca
fue más cierto aquello de que la vida se hace camino al andar. La vida en Mali,
una vez fuera de Bamako, transcurre, casi invariablemente, al borde de las
carreteras o sobre ellas. Por fin, nuestro adusto conductor, seguramente
acechado por el hambre, accede a parar en una intersección de caminos. Otro
mercadillo más. Mientras desaparece, raudo y veloz, en un puesto de comidas,
nosotros compramos el pan que, son las tres y estamos a galletas y agua, nos
salve la jornada. Incluso en esta encrucijada perdida de la sabana, algo bueno
dejaron los colonizadores gabachos, el pan tiene buena pinta. Los plátanos, la
única fruta segura desde el punto de vista sanitario, están un poco
ennegrecidos, por demasiado maduros, pero ante la falta de manzanas relamidas Golden
de El Corte Inglés, buenos nos parecen. Reanudamos
la marcha a la espera de que Mohammed acceda a darnos cobijo a la sombra de
algún monumental baobab. El salchichón ibérico zamorano que Narcisse había
echado a la mochila, con la previsión de experto en veinte viajes más, tiene
todos los números para convertirse en nuestro y único alimento hodierno.
De repente, sin un suspiro, ni el más leve quejío,
como si hubiera exhalado el último suspiro en una infinita paz mecánica, el
Toyota –orgullo del País del Sol Naciente- se detiene, por su propia
iniciativa, mansamente al lado de la carretera. La faz preocupada (¿o es la misma
de todo el viaje?) de Mohammed no augura nada bueno. Ha tenido la habilidad o
la fortuna de detenerse a la entrada de un poblado. ¿Alguien quiere apostar que
hay más de doscientos kilómetros de sabana hasta el próximo taller? Pero, al
menos, si tenemos que pasar la noche será en un lugar habitado. Porque el
resplandeciente Toyota que nos vendieron en Bamako se ha quedado patratás, tras
unos escasos 250 kilómetros . Será
porque se ha cansado viniendo de Dakar. Sin el mínimo aviso. Alguien aparece
con una cántara de agua. Imagino cómo habríamos solucionado el problema si la
parada hubiera sido veinte o treinta kilómetros antes.
Narcisse con sus lecciones añejas de la Fiat en Turín,
de hace cuarenta años, y las más frescas de las clases impartidas a sus alumnos
cartageneros de formación profesional, parece más confiado. Es el radiador,
afirma, no lo chequearon y se ha quedado sin agua. Parece un mal menor. Efectivamente,
nuestro especialista recién llegado de Dakar no había tenido la precaución de
rellenar el agua del radiador y éste se había quedado más seco que el alma de
Judas. Bastará con colmar el radiador, refrescarlo por fuera y, voilà, que el
motor se pone en marcha. Las lecciones de mecánica durante el viaje serán
abundantes. Adivina, adivinanza: ¿por qué los camiones parecen avanzar
ligeramente atravesados sobre la carretera? Ramonet, otro aficionado a los
motores de dos tiempos desde sus tiempos jóvenes en la Anoia catalana, ofrece
las oportunas explicaciones: “Se les ha roto una ballesta y el eje atravesado
hace que el camión avance de través”. O algo así. Así sea. Yo todo lo que sé se
resume en el motor de riego Campeón de mi infancia el cual, obviamente, carecía
de radiador.
A estas alturas del día, el programa de la jornada es
irrecuperable. Aparte de proyecto NP 49: “Apoyo a las actividades generadoras
de ingresos económicos de la Asociación de Viudas y Huérfanos de Sevaré”, nos
hemos saltado la visita NP 48: “Excavación de pozo de supervivencia en Orintouno”. Ya veremos a ver si y cuándo
recuperamos las visitas. El objetivo ahora es llegar de día, aunque a medida
que el sol empieza a bajar por la izquierda de nuestra marcha y faltan 500 kilómetros , nos
percatamos de que resultará inalcanzable. Pese a todo, cuanto menos tiempo
estemos en la carretera, nuestras posibilidades de perecer en el intento serán
mucho menores. Debatimos acaloradamente si para ahorrarnos media hora es mejor
echar mano del pan que hemos comprado y el embutido acarreado desde la lejana
Benavente. Consideramos que en media hora ganada, podemos ahorrarnos como cuatro
autobuses con la rueda reventada, tres camiones con el eje en reparación, cinco
carretas fantasmas, dos motocicletas sin luces y media docena de bicicletas
invisibles. Eso sin contar peatones ni búfalos.
Buscando la Opinel en el equipaje |
Ramonet está en una posición privilegiada para hacer
de estazador. Sentado en la banqueta trasera dispone de un espacio razonable, aunque
lejos de la cocina de El Bulli, para abrir la Opinel sin que en un bamboleo de
Mohammed con el volante termine con la navaja, por las dimensiones parece más
un cuchillo, clavado en la ingle. O en algún sitio más doloroso. El arma
blanca, icono multipremiado del diseño minimalista, fabricado, desde 1890, en
Alta Saboya por la familia Opinel (¡Gracias, Wikipedia) resulta el instrumento
perfecto –por algo se venden 15 millones de “opineles” al año- para seccionar
el salchichón ibérico en finísimas lonchas. Y todo hay que decirlo, en honor al
artista, mientras circulamos a 120 por hora. A Mohammed nuestras inquietudes
con el gocho embutido y la Opinel le traen al pairo. Ramonet que entre sus
múltiples profesiones ejerció de camarero en sus tiempos jóvenes, cuando Europa
tenía fronteras, hace el servicio a las mil maravillas. Además, tiene la
amabilidad, en un gesto de solidaridad inquebrantable de que el último
bocadillo sea el suyo. Su pericia nos ha ahorrado media hora de angustia
nocturna. Nos acercamos a San y los
bordes de la carretera se vuelven tan inquietantes como el bacheado de la ruta.
En un puesto de control, la policía que a todas horas
lleva el móvil pegado a la oreja, cuando ya es plena noche, nos invita a bajar
del vehículo y nos conduce a una caseta de adobe, pertrechada con el escaso
mobiliario de una mesa y una silla. Ante nuestras muestras de incredulidad y
preguntas temerosas, nos reaseguran que es una práctica ordinaria, como no
podía ser menos, de la autoridad competente. Pero tras tantas advertencias y
avisos, a estas horas de la noche como todos los gatos son pardos, la
desconfianza se ha acrecentado notablemente. Nos preguntan de donde venimos, a
donde vamos y para qué. Lo apuntan en un cuaderno. Observo las anotaciones de
todo el día, una línea por vehículo transitado. Ni un solo extranjero, todos
parecen nombres locales. La luz de la linterna en la garita de adobe se vuelve inquietantemente
fantasmagórica. Tras chequear que nuestro Mohammed tiene los papeles en regla,
cuando estábamos a puntos de ponerles firmes con la carta del P. Emilio al director
general de la policía, nos dejan pasar y nos desean un excelente viaje.
Comienza lo peor. Rectas interminables donde sólo
advertimos la vegetación más próxima a la carretera, a la temblorosa luz de la
larga del Toyota que, a estas horas, parece desbocarse. Mohammed se ha vuelto
más adusto con la oscuridad y ahora, medio en broma, medio en serio, conducimos
seis personas. Todos expectantes, temerosos de vehículos abandonados, leones
(desaparecidos tiempo ha de estos parajes), de un bache, una curva, atentos a
los “muertos” que se levantan en las entradas de las aldeas. Por la cabeza se
nos pasa que en cualquiera de estos desérticos parajes sea por avería, sea por
asalto, somos carne de la inmensidad de la sabana. Pero ¿qué otra cosa podemos
hacer? Algunos hablan de la Providencia. La carretera se hace interminable. A
la luz de una linterna vamos observando en el mapa los pueblos que pasamos,
pero el mapa de origen húngaro, comprado en Viena, aunque bastante detallado
obvia muchas aldeas, así que por momentos pensamos que estamos yendo hacia la
nada. ¿Apareceremos en Mauritania o Burkina Faso? Cuando tras muchos
kilómetros, un nombre de aldea corresponde con el marcado sobre el mapa, nos sentimos
a salvo, seguros. Pero la carretera no se acaba nunca y ya son casi las 9 de la
noche. Deberíamos haber llegado a Sevaré, pero Sevaré, aparentemente, se
encuentra a 100
kilómetros , o ¿son doscientos?
Visible de día, algo menos de noche |
Por fin. Hacia las nueve y media apercibimos las
luces de Sevaré en la distancia. Deberíamos haber estado aquí a la misma hora,
pero doce antes. Si, por una vez, hubiéramos creído a Spanair. Los sesenta
kilómetros restantes hasta Bandiagara ya nos parecen una bendición. No es que
hayan desaparecido carretas, camiones, peatones, pero la ruta es mucho más
amplia, incluso a tramos tiene marcaje. Narcisse que ha pasado semanas
diseñando un mapa con los pueblos de la región dice que le suenan todos los
nombres.
Arribamos a Bandiagara. Respiramos hondo. Apenas
cinco kilómetros antes de la meta, Mohammed ha evitado una última carreta. Juramos
que nunca jamás volveremos a hacer trayectos nocturnos. Aunque tengamos que
ponernos en ruta a las cuatro de la mañana. Ya estamos más cerca de las once de
la noche que de las diez. En el hotel “La Falaise”, los huéspedes se cuentan con
los dedos de la mano, nosotros somos cinco, se ofrecen a hacernos una tortilla
francesa. Aunque como la propietaria es belga… Eso que el cocinero estaba
montado en la moto para irse a casa. Para lo bueno y para lo malo: “ésto es
África…”
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Relato del viaje de miembros de la Fundación Polaris World a Mali para visitar los proyectos realizados o en proceso de ejecución en el país
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