En un viaje anterior de la Fundación Polaris World a
Mali, febrero de 2010, pese a nuestras reticencias para apoyar la solicitud de
la maternidad de Dougabougou, como a unos 40 kilómetros de
Segou, en un desvío de la carretera general de Sevaré a Bamako, se terminó por
acceder a la solicitud, esencialmente, por dos razones que no tenían que ver,
estrictamente hablando, con el proyecto en sí, si no, con la persistencia y la
diligencia de Monsignore Agustín Traoré, el obispo de la diócesis. Durante una
extensa conversación juró y perjuró, es una forma de escribir, que el proyecto
de la maternidad para los 17.000 habitantes de Dougabougou era prioritario, urgente
y absolutamente necesario. En realidad, la solicitud no encajaba del todo con
los fines y el contexto donde la Fundación Polaris World lleva a cabo sus
actividades. La localidad dista bastante de estar situada en una zona rural,
uno de los condicionantes para colaborar en los proyectos que se presentan. Por
más que no forme parte de una metrópolis, tiene la nada despreciable cifra de
17.000 habitantes y una industria azucarera, aunque esté de capa caída, pero
que está a años luz de los medios rurales en donde la Fundación se mueve habitualmente.
A la persistencia apuntada se sumó su formidable
diligencia. Para encontrarnos, se tomó la molestia –dado que nuestra agenda en
aquel viaje estaba muy constreñida y no nos permitía encontrarle en otro
momento- desplazarse muy de madrugada desde Bamako, a donde había llegado la
noche anterior, procedente de una de esas reuniones panafricanas que son tan
del agrado de… los africanos. Sean políticos, militares o eclesiásticos. Así
que, en aquella ocasión, se pasó desde las siete de la mañana hasta las once
para convencernos de que tras las negativas de Manos Unidas, de otra
organización católica alemana y una protestante francesa (¿o quizá era al
revés?), la Fundación Polaris restaba su única tabla de salvación para sacar
adelante el proyecto que los habitantes de Dougabougou llevaban esperando años.
Nos hizo una descripción tan lastimosa del dispensario de la fábrica azucarera,
por lo demás el único, aunque miserable, espacio para sanar los cuerpos en
veinte leguas a la redonda, que casi tememos perder el alma si no asumíamos el
proyecto. Aconfesional, apolítica, etc. etc. como es la Fundación Polaris, el hecho
de que nos convenciera el obispo era irrelevante, podría haber sido un imán o
un ogón (jefe animista de las aldeas) siempre que se comprometieran a realizar
las instalaciones en un plazo razonable de tiempo. ¿12 meses, Sr. Obispo? No,
en seis, tal como se describía en la solicitud, afirmó como quien recita el sursum corda de carrerilla.
Aunque de aquellos barros estos lodos, que se suele
decir. En el ínterin nos enteramos por casualidad de que una ONG francesa –de
arquitectos especializados en instalaciones hospitalarias- de Rennes ya había
mandado al obispo más allá de donde el Señor perdió las chanclas porque no hubo
manera de que aceptara ciertas condiciones que pretendían mejorar el proyecto
original, al cual nosotros con la fe del carbonero nos habíamos sumado.
Casi dos años después, los persistentes en este caso
habíamos sido nosotros, requiriendo imágenes del progreso de la obra: que menos
que un fugaz correo anunciando cómo van las cosas, una foto de móvil para
decirnos que aquello estaba en marcha, hasta una factura de mala muerte que
echarnos a la auditoría para justificar el 50% del coste total del proyecto nos
hubiera podido servir. Ná de ná que dicen en la huerta murciana. Por lo tanto, aquí estamos con cara de pocos
amigos, delante del obispo y su secretario, Robert Diarra (nada que ver con la
saga de futbolistas), pidiendo, qué digo pidiendo, exigiendo, el tono del
presidente de la Fundación Polaris, monsieur Narcisse no admite dudas, que nos aclaren, ipso facto, por qué la obra no está acabada, por qué no nos han
hecho la mínima comunicación sobre el progreso de la misma, por qué no envían
ninguna justificación de la demora, por qué, por qué.
El tono cortés de la conversación, pero no por ello
menos tensa, hace presagiar que Narcisse, humilde y modesto coadjutor
salesiano, siervo del Altísimo, además de presidente de la Fundación, haga
saltar por los aires todos los conceptos del respeto jerárquico que le
enseñaron en el noviciado de la Almunia de Doña Godina, y termine por agarrar
de la mitra o del báculo pastoral. Es broma, el obispo lleva la túnica-pantalón
“fashion” entre los clérigos locales, aunque la bufanda al cuello (¡en Mali!)
invita a un comodísimo arrebato de ira. Nos tememos lo peor, es decir que
cuando dentro de un rato vayamos a visitar el sitio nos encontremos al pedáneo
del pueblo en medio del mismo descampado donde con un par de gallinas en la
bicicleta nos mostró, en su momento, los cuatro mojones donde, supuestamente,
se iba a edificar la maternidad y el dispensario.
Obispo, lego, soldado, funcionario, fresador, poco
importa la profesión, la etnia, la nacionalidad, incluso hasta el lenguaje: se
adivina a cien leguas que el obispo –como tantos otros pillados “in fraganti”-
se las ve y se las desea para escabullirse del tercer grado al que le estamos
sometiendo, pese a que resulta fácil percibir que se ha encontrado en
situaciones similares, donde su zalamero vocabulario busca desesperadamente disculpas
implausible, a la vez que se convierte en una refinada semántica de medias
palabras y metáforas barrocas. ¿Deberíamos añadir, romanas?. El bueno de Diarra,
su segundón, no sabe donde meterse, apoltronado en el mismo sofá que su “boss”,
intenta esquivar a toda costa la mirada inquisidoramente zamorana de Don
Narcisse, mientras el obispo que luce un curioso mostacho, se diluye en
rocambolescos vericuetos de justificaciones tan inverosímiles como increíbles.
Nos cita, ahí es nada, hasta el reciente alza del cemento en Camerún, y la inflación
que ha sufrido el transporte de mercancía, por obra y gracia, de los camioneros
de Burkina Faso para explicar la demora en la construcción. ¡Ay Señor, Señor,
no le tengas en cuenta sus mentirijillas, que está internacionalizando un banal
problema de simple albañilería!
Lo más sorprendente es que hemos tratado ya decenas
de veces con autoridades menores de pueblos perdidos en medio de la estepa
sahariana y, aparte de mucho más veraces y sinceros, han resultado incomparablemente
más eficaces. Narcisse que, como presidente, está en su derecho y en su deber,
no suelta la presa. Ni corto, ni perezoso, lástima que el efecto sorpresa no
sea tan inmediato porque la pausa necesaria para aderezar la traducción resta
inmediatez: “Señor obispo, déjese de meandros, ¿cuántos meses tardarán en terminar
la obra?”. Cortita y al pié. Narcisse, que en su otra vida profesional conoce
al dedillo el sentido de la jerarquía episcopal a la que, previsiblemente,
tiene en gran respeto, le está cantando las cuarenta a todo un príncipe de la
Iglesia católica, apostólica y romana. No salgo de mi asombro, aunque tiene
todo mi apoyo moral. El señor obispo mira al acólito, al cura Robert Diarra,
quien a su vez remira a su señor, ambos ligeramente desconcertados por la nitidez
de la pregunta y el tono, claramente áspero, casi hosco, que seguramente han
percibido aunque no entiendan nada de español. No es que Isabelle sea una traduttora, traditora, pero la dulzura del
francés difícilmente traslada las rugosas aristas del castellano. Sólo ha
faltado un taco, pero no es el momento, ni el lugar para haber exclamado:
“Ostia, monsignore, para qué pidió la maternidad si no ha sido capaz de
hacerla”. Aunque no me extrañaría que a Don Narcisse se le haya pasado por la
punta de la lengua.
Entre la espada y la pared, al obispo ya no le quedan
más meandros que circunvalar y termina afirmando, el vocablo exacto sería, confesando,
que en tres meses estará la maternidad terminada. Laus Deo. Aunque eso está por
ver. ¿Si no han dicho ni oste ni moste en doce, cómo van a finalizar una obra en tres meses? Salvo
que, dado el lugar donde nos encontramos, se produzca una intervención del
Altísimo o nos quiera hacer comulgar con ruedas de molino. Por lo tanto, nos ceñiremos al episodio
evangélico de Santo Tomás: Ver para creer.
Rozando el límite de la descortesía, tan grande es el
enfado, nos despedimos enfurruñados ¿excomulgados? del obispo, aunque no del
acólito Diarra que nos seguirá hasta Dougabougou para inspeccionar “in situ”,
la ejecución de la obra. En el camino, nos detenemos en Markala donde hace unos
meses la Fundación Polaris había financiado el acondicionamiento de una granja
escuela para acoger a 30 familias, esta vez viudas católicas, para desarrollar
un proyecto muy parecido al que acabamos de ver en Sevaré con las musulmanas.
Esta vez nos acompaña el párroco de Markala, le Père Coulibaly. El proyecto
consistía en hacer de la granja parroquial de Markala (5 hectáreas ), un
espacio de inserción socioeconómica para las viudas de la parroquia y de otras
mujeres necesitadas de la zona, a través de actividades como la cultura del
arroz, verduras, piscicultura y ganadería porcina y bovina.
La Fundación Polaris financió el proyecto
con 25.050 euros, parte de los cuales se emplearon para la excavación de un
pozo artesiano, la compra y el montaje de una bomba solar, adecentamiento de
parte de los terrenos, adquisición de una motocultivadora (sí, china) y herramientas
de labranza. El resto del proyecto lo financió Cáritas Italia. Aparentemente
todo se había desarrollado con normalidad, incluso alcanzó un notable grado de
éxito, obtenida una excelente cosecha de arroz. Lo que no entraba en los planes
ni del párroco, ni en los de la Fundación es que una noche, quizá estrellada,
acaso oscura, uno de los guardianes desapareciera con casi toda la cosecha: 50
sacos de arroz. Una fortuna para estas buenas (o malas) gentes. Justo al día
siguiente de que las viudas tornadas agricultoras acababan de separar la paja
del grano. Aparte de perder la cosecha, esto ha creado agudas rencillas
familiares que, según el párroco de Markala, amenazan con desmoronar la
totalidad del proyecto. ¡Vaya mañanita tan poco evangélica que llevamos! Y eso
que somos aconfesionales, apolíticos, etc. etc. “Sabed
que si el dueño de casa hubiera sabido a qué hora habría de venir el ladrón, no
habría permitido que forzara la entrada a su casa” (Lucas 12,25-59). Amén.
Atravesamos el puente sobre el Níger
–absolutamente prohibido por razones militares tomar fotografías de la pintoresca
estampa de los pescadores, con agua hasta la rodilla, mientras tiran las redes
a la captura del preciado capitán (nombre de pez)- y durante 20 kilómetros
continuamos por una pista firme hasta llegar al dispensario de la discordia, el
de Dougabougou. El proyecto consiste en la construcción de un centro de salud
comunitario (CSCOM) compuesto por tres secciones: edificio de medicina general
para hombres y mujeres, edificio de maternidad y pediatría, edificio
administrativo y farmacia. En una segunda fase, la idea es que el CSCOM sea
ampliable para otros servicios (aquí entraba la ONG de Rennes): quirófano,
patio interior, laboratorio, alojamiento de alguna enfermera o matrona. Esta
ampliación será necesaria por el hecho de que el pueblo de Dougabougou crece
exponencialmente cada año. Se trata, en realidad, de un cruce de caminos donde
pueden encontrarse la mayor parte de las etnias de Mali: bambara, peulh,
minianka, bobo, senoufo, samogo, mossi, sarakolé.
En Dougabougou no hay centro sanitario. Para recibir
cuidados médicos, aquellos que pueden permitírselo, se desplazan a Segou (a 57 km .) o bien a Markala
(situada a 22 km .)
donde hay un centro de salud bastante mal equipado. Como la zona es de una extremada
pobreza, los obreros, una gran parte de la población está empleada por la
azucarera, en manos de los chinos, ¡cómo no!, por falta de medios, ni siquiera
se pueden desplazar.
La Fundación decidió conceder una financiación de 49.
751 euros, un costo ligeramente superior a la media de este tipo de
maternidades dispensarios, situados en torno a los 42.000 euros. Cuando en su
momento ya se pidieron explicaciones del sobrecosto se adujeron razones del
alza del precio de los materiales y de que los espacios diseñados sobrepasaban
las dimensiones habituales de otras construidas en el país dogón. ¡Sea! En
octubre del 2010 se desembolsó el 50% y lo que ahora veamos y contemplemos será
todo lo que sepamos. Ni fotos, ni correos, ni facturas. In albis, que se decía
cuando Monsignore Traoré estudiaba en la Ciudad Eterna.
Para nuestra sorpresa y alivio, aunque los edificios
estén un poco deslavazados en su conjunto, con los trazados de las plantas algo
dislocados, no tienen mala pinta del todo. Son menos sólidos y algo más
chapuceros que los construidos en piedra en el país dogón, pero tienen el
aspecto de estar construidos con cierta finura. Falta todavía por terminar la
pintura, los aislamientos, algunas separaciones, pero podemos respirar
tranquilos. Cómo se las han arreglado para llegar a esto, incluso contando con
el alza del transporte en Burkina Faso y el precio del cemento en Camerún es
todo un misterio, divino, por supuesto, pero ahí están. Falta, y no es poca
cosa, un pozo negro, una cisterna para redistribuir el agua, excavar un pozo
para acceder al mismo, el Níger está cerca, así que no será complicado. ¡Que
San Agustín, el santo patrono de nuestro querido obispo nos tenga en sus
plegarias, porque mal que bien, el dinero ha sido empleado! Insistimos con
nuestro amigo Robert Diarra para que enmiende su celeridad en la comunicación:
fotos, facturas para abonar el total, un ramito de tamarindo, a modo de hisopo,
cuando Monseñor Traoré bendiga las instalaciones. Lo que sea. Algo. Antes de
que el Patronato y los auditores nos den un pescozón. Y el sentido común de la
responsabilidad debido a los 220 socios de la Fundación.
El secretario episcopal asiente a todo, a modo de los
orientales, es decir, sin asentir a nada. Actualización: ha pasado medio año
desde entonces y no hemos vuelto a saber ná de ná, como solían decir en la
huerta murciana. Guardamos los 25.000 euros del segundo y último pago por si
acaso. Porque dudamos mucho de que haya bajado el precio del transporte en
Camerún o el del cemento armado en Burkina Faso. O viceversa. Del hisopo de
tamarindo, ni palabra.
Relajados, ésta ha sido la última etapa del viaje –ya
sólo nos queda que negociar con los artesanos de Bamako la compra de nuestros
souvenirs que se decía antes- holgamos con la amable invitación de los
católicos de la parroquia, mientras indagamos sobre las misteriosos, o no
tanto, destinos que han hecho que los chinos gestionen la mayor azucarera de
Mali, el dispensario está a la sombra –otro decir- de sus grandes torres de refino.
En la parroquia de Markala, el padre Coulibaly nos invita al enésimo pollo “a
la byciclette”. Cerveza Castle en la mesa, estamos salvados. Bendice a los que
ya estamos, y haz que no venga nadie más que ya sobramos. Bromas al fin de la
peregrinación. Ramonet señala que “esto se va al carajo” (no sabemos muy bien
qué, tantas cosas se van al carajo), a Helléne le pide una jota el cuerpo y
solicita acompañamiento de djembé
para iniciar una danza local. “Lo que queráis, pero en 15 minutos, todos en la
carretera”, ordena el mico-mandante.
(FIN)