jueves, 12 de julio de 2012

JORNADA VII: UN ATARDECER AFRICANO - 2


Tras las heroicidades matinales entre las dunas del Sáhara y un reparador almuerzo con toque gabacho, una tortilla francesa de verduras en nuestro hotelito de La Falaise (La Falla, ¿cómo sino se iba llamar?) de Bandiagara –por cierto, al loro parlanchín no le debe gustar la canícula pues no le hemos visto el pelo, las plumas, para ser exactos, a estas horas- estamos camino de Orintouno. Un villorrio perdido en medio de la meseta, es decir, la planicie de piedra, tan arisca a la mirada, como dura al tacto, reseca y agrietada por todos los cascajales por donde en la época de las lluvias corrió el diluvio. Comparada con la llanura de arena,  allá abajo, más allá del precipicio que acabamos de dejar, esta es la sabana hosca e infinita, hasta donde alcanza el horizonte.

Estaba previsto haber pasado por Orintouno el día de nuestra llegada, ya pronto hará una semana, pero al tener que hacer el trayecto por carretera desde Bamako resultó imposible acercarnos en la primera jornada. Toca recuperar el tiempo perdido. Entre otras cosas, porque los lugareños nos habían estado esperando toda la tarde del pasado domingo, engalanados con sus mejores máscaras, preparadas sus músicas, sus danzas y su bienvenida. Así que aunque sólo sea por devolverles la cortesía aprovechamos la tarde para acercarnos. La aldea está como a una veintena de kilómetros de Bandiagara, pero el último tramo dando botes sobre las sendas de roca son realmente infernales. Atravesamos un valle. Un cauce ha recogido el agua de lluvia –a mediados de diciembre todavía queda bastante en este inmenso aljibe natural- así que nos extasiamos ante los verdeantes campos de cebolletas en ambos márgenes. Extraordinario contraste con los páramos vacíos que acabamos de pasar. Pero en cuanto subimos del otro lado, otra vez el pedregal inhóspito, sólo cubierto de matorrales.

Tras cinco kilómetros, Orintouno. Desde más de un kilómetro oímos los tambores batir, mientras el sol comienza a bajar en el horizonte. El poblado, construido en la piedra local, queda a la izquierda, arremansado entre una decena de pelados árboles karité, los cuales, seguro que alguna vez estuvieron más frondosos. Tras descender de los vehículos y los saludos habituales en medio de la algarabía de la chiquillería -¡Ronaldo, Ronaldo, grita uno de ellos que lleva una camiseta del Barsa con el 10 a la espalda!- la comitiva, encabezada por los viejos del lugar, precedida de un nutrido grupo de niños, nos guía hacia el pozo que ha financiado la Fundación Polaris. Por alguna razón, el zahorí local, algunas veces la misma persona desempeña el  papel de brujo, decidió que el mejor lugar para encontrar agua estaba en medio de un descampado, como a un kilómetro del pueblo. Esto, donde hay abundancia del líquido elemento puede parecer un disparate de distancia, pero si antes tenían que ir a buscarlo a ocho o diez kilómetros, es como tenerlo a la puerta de la casa.

En cualquier caso, y ésto es lo importante, el zahorí ha acertado de pleno. La profundidad del pozo, comparado con los de la llanura arenosa, que suelen superar los sesenta metros, no es muy honda, unos 35 metros, eso sí, excavado en plena roca triturada a golpe de cartucho de dinamita. El pocero, Monsieur Kené, es un excelente profesional y ha dejado la obra impecable. Anillado en cemento armado de los primeros veinte metros, murillo de protección contra suciedad y animales, brocal cubierto con una chapa metálica pintada de rojo, sólido soporte, en forma de puente, para sostener la polea. Felicitacions, monsieur Kené. El costo total ha sido de 17.540 euros, de los cuales, los lugareños han aportado 1,524 euros, principalmente contabilizados en especies (horas de labor de apoyo, acarreo de material, etc.). Esta cantidad puede parecer modesta, pero para los 632 habitantes (vuelta a las infalibles precisiones estadísticas) es una auténtica fortuna. Como consecuencia, el resto de la Fundación Polaris ha ascendido a 16.015 euros, esto es, unos seis mil euros más de lo que cuesta excavar un pozo, con el doble de profundidad, en la llanura arenosa.

Como siempre, las más agradecidas, al menos quienes más lo exteriorizan, son las mujeres. No es de extrañar, porque ellas son, junto con los niños, las encargadas de acarrear el agua. Ni una sóla vez, ni en este viaje ni en los precedentes, hemos visto a un adulto tocar una garrafa de agua o tirar de una polea. Así que las señoras nos agarran las manos con las suyas rugosas, curtidas por el clima y las labores cotidianas, aprietan las nuestras con fuerza entre las suyas, inclinan la cabeza y murmuran, repetidamente, palabras de agradecimiento. Parece que cuanta más edad tienen, más les brilla el agradecimiento en los ojos. Suelen guardar las distancias, pero en estos momentos, no. Algunas, obviamente poco habituadas a estas efusiones terminan por agarrarte por las muñecas y hasta del antebrazo. No lloran, pero algunas de entre ellas se les notan los ojos humedecidos de la emoción.

Tan de cerca, es una excelente ocasión para observar sus vestidos multicolores, sus iris resplandecientes en medio de las cuencas hundidas, sus pómulos salientes y huesudos, sus decenas de arrugas en el rostro. Como con las orientales, resulta difícil adivinar la edad, pero salvo algún caso raro, las más ancianas no parecen pasar de los cuarenta años, aunque para nuestros adentros pensamos que deben tener más allá de sesenta. Con toda la chiquillería alrededor, tras una pequeña demostración de que el agua brota limpia y cristalina de la roca, como una literalidad bíblica en medio del África negra, se procede a la solemnísima ceremonia de inauguración: el corte de un trozo de tela, más o menos blanco, que hace las veces de cinta olímpica.

Narcisse, el presidente de la Fundación, arriesga su cuerpo y su alma subiéndose encima de la tapadera del brocal. Si una soldadura no está bien, observamos que la chapa se dobla con facilidad notablemente inquietante, corre el riesgo de refrescarse en las profundidades. Isabelle, la traductora le aconseja encarecidamente que ponga los pies sobre el brocal de cemento, más que sobre la chapa, no sea que por cortar una cinta se pierda un presidente. Estirando el brazo y la tijera, el diámetro del brocal supera claramente los dos metros, Narcisse logra -no sin un ligero esfuerzo- cortar la cinta blanca. Redoblan los tambores, se incrementa el ulular de las señoras, el griterío de los chavales se eleva sobre la sabana de roca y mijo cosechado. De repente, media docena de ellos echan a correr a través de los campos de mijo, sollozando, desconsolados y, claramente aterrorizados. Nos quedamos, en un primer momento, de piedra, algo grave debe haber pasado para que de repente la fiesta se haya convertido en drama.

Rápidamente llegan las explicaciones. Por una de las esquinas del pueblo han comenzado a aparecer los danzantes con máscaras y los niños, quienes deben de conocer de memoria decenas de leyendas aterradoras sobre las mismas,  han echado a correr despavoridos. Lo mismito que hacíamos algunos de nosotros en el pueblo el día de Carnaval, cuando aparecía el tío Sinforioso vestido de diablo, con cuernos y todo, aunque nosotros nunca sospechamos que tras la máscara de yute se escondiera el tío Sinforioso. Las máscaras se dan la vuelta, reentran en la aldea y todo vuelve a su calma habitual. Aparentemente las máscaras no pueden salir a bailar antes del atardecer, cuando el sol toca el horizonte, así que para esperar la hora adecuada nos guían hasta un inmenso árbol en las cercanías del pozo. Acomodan, en forma de círculo, unos bancos de madera que deben guardar para las grandes ocasiones. Nos sentamos todos. Todos los hombres, quiero decir. Ancianos por una lado, jóvenes por otro, los huéspedes en medio, las mujeres y los niños detrás, de pié.

Comienzan los discursos de agradecimiento y requeteagradecimiento. Primero tres o cuatro ancianos cuya responsabilidad exacta no conseguimos discernir. Respuesta breve de Narcisse agradeciendo la cooperación de todos los presentes.  Llega el turno de la representante de las señoras, que como en anteriores ocasiones, a pesar de que es difícil percibir el tono real por las traducciones, parece terriblemente enfadada cuando hablan. Pero no, es la forma que tienen, no deben de tener muchas oportunidades, si alguna, para expresarse en público, así que aprovechan la ocasión para reiterar el agradecimiento, para embalarse, acto seguido, entre la reprobación de los hombres, en reivindicar otros asuntos completamente ajenos al propósito de nuestra visita. Rápidamente se eleva un cuchicheo desde los bancos de los hombres. Poco a poco se transforma de murmullo y en menos de medio minuto uno de entre ellos, azuzado por el resto, se levanta y claramente, no hace falta mucha traducción, la manda callar. Esto envalentona a la señora, ataviada con un elegante tocado, y grita más alto. Al principio nos sentimos ligeramente violentos, pero dado el contexto terminamos, quizá equivocadamente, por echarnos a reír. Finalmente, todos se suman a nuestras risas, hasta la misma señora, a quien apenas se podía oír, aunque no puede ocultar su aire ofendido.

Llegan los regalos. El inevitable cabrito blanco, vamos por el tercero, que acabará sus días en la próxima vigilia navideña de Cáritas. Esta vez el animalico viene acompañado de cincuenta kilos de cacahuetes. Al menos, de estos podemos llevarnos un puñado en los bolsillos, el resto lo repartirán entre los estudiantes internos de la escuela católica que nos han ayudado a almacenar material deportivo y escolar que habíamos enviado por contenedor. Como el sol todavía sigue relativamente alto, se resiste el ocaso en pleno diciembre luminoso, nos sentamos. Para pasar el rato, entablamos una conversación de lo más curiosa y dislocada que uno se pueda imaginar. Un verdadero choque cultural en torno a la lingüística y la comprensión, incomprensión, para ser exactos, de las metáforas locales y las hispanas.

Empezamos preguntando de dónde viene el nombre de Orintouno. Debaten unos con otros durante unos minutos y cuando parece que se han puesto de acuerdo, el anciano, erigido en portavoz, cuenta –a veces uno tiene la impresión que las leyendas se las inventan sobre la marcha- que, por resumirlo en pocas palabras, Orintouno quiere decir “por aquí pasaba y aquí me quedé”. Resulta difícil traducir la literalidad de la expresión. La cual, por otra parte, encaja perfectamente con muchos otros nombres de aldeas, los cuales hacen referencia al paso de la vida nómada a la trashumante. ¿Hace dos lustros, hace veinte centurias? Algunos afirman que ciertas etnias malienses tienen su origen en la Mesopotamia bíblica, así que vaya ud. a saber.

Pasamos a un segundo tramo de conversación donde las diferencias culturales se hacen más intrincadas. Nosotros sabemos vagamente donde está Bamako, Bandiagara, Mali, aunque a cierra ojos no sepamos con que países linda. Lo de África occidental, nos suena bastante,  casi podemos señalarlo en el mapa sin dudar. Y, por supuesto, África. ¿Alguien sabe donde está España? Ni idea, aunque los jóvenes repiten de carrerilla unos cuantos jugadores del Madrid y Barcelona, pero la situación geográfica les resulta ajena, marciana. Tras otro debate entre ellos, de nuevo el portavoz: “Está muy lejos, es peligroso llegar, se puede ganar mucho dinero, pero hay que ir en patera”. Touché. Nadie de los presentes ha visto jamás el ancho y traicionero océano.

La conversación adquiere tintes filosóficos cuando empezamos a explicarles un refrán, puesto que estamos debajo de uno: “Al que buen árbol se arrima, buena sombra le cobija”. Primero al francés, lo que ya entraña una cierta dificultad, eso que están al lado,  al otro lado de los Pirineos, después al dogón, con diversas precisiones y matices. Ya que el dogón de Abel Kassogué es casi incomprensible para el de Monsieur Kené, el pocero. Cuanto más para los orintouneses. Desde luego el sentido metafórico de la frase queda completamente perdido, y el literal, por más explicaciones que demos sobre las ramas, el sol, etc. también les resulta difícil atraparlo. El juego les ha gustado. Contraatacan con un refrán suyo.

“Jiridon; sodon; jidon; yeredon nyogon tè”. Me gusta el sonido de “Jiridon; sodon; jidon, yeredon nyogon”, aunque la literalidad de las palabras no ayuda mucho. Tras unos diez minutos de balbuceos lingüísticos llegamos a la, presunta, claro, conclusión de que se podría traducir por algo como: “Escalar los árboles, saber nadar; cabalgar; está bien, pero nada es comparable a conocerse a sí mismo”. ¡Pero que listos somos los occidentales! Si esto ya lo afirmaban los viejos principios de filosofía griega hace más de dos mil años. Claro que si los dogones tienen origen mesopotámico…

El sol, un círculo inmenso, anaranjado comienza a siluetear el karité bajo el que nos cobijamos en la contraluz del atardecer y recortarse sobre el horizonte. Nos quedamos con las ganas de que el anciano comience a hablarnos de la sorprendente cosmogonía local. Ahora que nos hemos iniciado en sus metáforas, quizá estemos preparados para entender las misteriosas explicaciones dogones sobre la fiesta de Sigi y la luna de Sirius. Pero los danzantes enmascarados salen ahora de Orintouno, encaramados a sus zancos, uno se desvía del grupo para perseguir a los chavales. Por alguna extraña razón, éstos ya no se echan a llorar, antes bien se burlan del perseguidor. El sol se esconde, comienza la fiesta a la luz de su resplandor.

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