Tras las heroicidades matinales entre las dunas del
Sáhara y un reparador almuerzo con toque gabacho, una tortilla francesa de
verduras en nuestro hotelito de La Falaise (La Falla, ¿cómo sino se iba
llamar?) de Bandiagara –por cierto, al loro parlanchín no le debe gustar la
canícula pues no le hemos visto el pelo, las plumas, para ser exactos, a estas
horas- estamos camino de Orintouno. Un villorrio perdido en medio de la meseta,
es decir, la planicie de piedra, tan arisca a la mirada, como dura al tacto,
reseca y agrietada por todos los cascajales por donde en la época de las
lluvias corrió el diluvio. Comparada con la llanura de arena, allá abajo, más allá del precipicio que
acabamos de dejar, esta es la sabana hosca e infinita, hasta donde alcanza el
horizonte.
Estaba previsto haber pasado por Orintouno el día de
nuestra llegada, ya pronto hará una semana, pero al tener que hacer el trayecto
por carretera desde Bamako resultó imposible acercarnos en la primera jornada.
Toca recuperar el tiempo perdido. Entre otras cosas, porque los lugareños nos
habían estado esperando toda la tarde del pasado domingo, engalanados con sus
mejores máscaras, preparadas sus músicas, sus danzas y su bienvenida. Así que
aunque sólo sea por devolverles la cortesía aprovechamos la tarde para
acercarnos. La aldea está como a una veintena de kilómetros de Bandiagara, pero
el último tramo dando botes sobre las sendas de roca son realmente infernales.
Atravesamos un valle. Un cauce ha recogido el agua de lluvia –a mediados de
diciembre todavía queda bastante en este inmenso aljibe natural- así que nos
extasiamos ante los verdeantes campos de cebolletas en ambos márgenes.
Extraordinario contraste con los páramos vacíos que acabamos de pasar. Pero en
cuanto subimos del otro lado, otra vez el pedregal inhóspito, sólo cubierto de
matorrales.
Tras cinco kilómetros, Orintouno. Desde más de un
kilómetro oímos los tambores batir, mientras el sol comienza a bajar en el
horizonte. El poblado, construido en la piedra local, queda a la izquierda, arremansado
entre una decena de pelados árboles karité, los cuales, seguro que alguna vez
estuvieron más frondosos. Tras descender de los vehículos y los saludos
habituales en medio de la algarabía de la chiquillería -¡Ronaldo, Ronaldo,
grita uno de ellos que lleva una camiseta del Barsa con el 10 a la espalda!- la comitiva,
encabezada por los viejos del lugar, precedida de un nutrido grupo de niños,
nos guía hacia el pozo que ha financiado la Fundación Polaris. Por alguna
razón, el zahorí local, algunas veces la misma persona desempeña el papel de brujo, decidió que el mejor lugar
para encontrar agua estaba en medio de un descampado, como a un kilómetro del
pueblo. Esto, donde hay abundancia del líquido elemento puede parecer un
disparate de distancia, pero si antes tenían que ir a buscarlo a ocho o diez
kilómetros, es como tenerlo a la puerta de la casa.
En cualquier caso, y ésto es lo importante, el zahorí
ha acertado de pleno. La profundidad del pozo, comparado con los de la llanura
arenosa, que suelen superar los sesenta metros, no es muy honda, unos 35 metros , eso sí,
excavado en plena roca triturada a golpe de cartucho de dinamita. El pocero,
Monsieur Kené, es un excelente profesional y ha dejado la obra impecable.
Anillado en cemento armado de los primeros veinte metros, murillo de protección
contra suciedad y animales, brocal cubierto con una chapa metálica pintada de
rojo, sólido soporte, en forma de puente, para sostener la polea. Felicitacions,
monsieur Kené. El costo total ha sido de 17.540 euros, de los cuales, los
lugareños han aportado 1,524 euros, principalmente contabilizados en especies
(horas de labor de apoyo, acarreo de material, etc.). Esta cantidad puede
parecer modesta, pero para los 632 habitantes (vuelta a las infalibles precisiones
estadísticas) es una auténtica fortuna. Como consecuencia, el resto de la
Fundación Polaris ha ascendido a 16.015 euros, esto es, unos seis mil euros más
de lo que cuesta excavar un pozo, con el doble de profundidad, en la llanura
arenosa.
Como siempre, las más agradecidas, al menos quienes
más lo exteriorizan, son las mujeres. No es de extrañar, porque ellas son,
junto con los niños, las encargadas de acarrear el agua. Ni una sóla vez, ni en
este viaje ni en los precedentes, hemos visto a un adulto tocar una garrafa de
agua o tirar de una polea. Así que las señoras nos agarran las manos con las
suyas rugosas, curtidas por el clima y las labores cotidianas, aprietan las
nuestras con fuerza entre las suyas, inclinan la cabeza y murmuran,
repetidamente, palabras de agradecimiento. Parece que cuanta más edad tienen,
más les brilla el agradecimiento en los ojos. Suelen guardar las distancias,
pero en estos momentos, no. Algunas, obviamente poco habituadas a estas efusiones
terminan por agarrarte por las muñecas y hasta del antebrazo. No lloran, pero
algunas de entre ellas se les notan los ojos humedecidos de la emoción.
Tan de cerca, es una excelente ocasión para observar
sus vestidos multicolores, sus iris resplandecientes en medio de las cuencas hundidas,
sus pómulos salientes y huesudos, sus decenas de arrugas en el rostro. Como con
las orientales, resulta difícil adivinar la edad, pero salvo algún caso raro,
las más ancianas no parecen pasar de los cuarenta años, aunque para nuestros
adentros pensamos que deben tener más allá de sesenta. Con toda la chiquillería
alrededor, tras una pequeña demostración de que el agua brota limpia y
cristalina de la roca, como una literalidad bíblica en medio del África negra,
se procede a la solemnísima ceremonia de inauguración: el corte de un trozo de
tela, más o menos blanco, que hace las veces de cinta olímpica.
Narcisse, el presidente de la Fundación, arriesga su cuerpo
y su alma subiéndose encima de la tapadera del brocal. Si una soldadura no está
bien, observamos que la chapa se dobla con facilidad notablemente inquietante, corre
el riesgo de refrescarse en las profundidades. Isabelle, la traductora le
aconseja encarecidamente que ponga los pies sobre el brocal de cemento, más que
sobre la chapa, no sea que por cortar una cinta se pierda un presidente.
Estirando el brazo y la tijera, el diámetro del brocal supera claramente los
dos metros, Narcisse logra -no sin un ligero esfuerzo- cortar la cinta blanca. Redoblan
los tambores, se incrementa el ulular de las señoras, el griterío de los
chavales se eleva sobre la sabana de roca y mijo cosechado. De repente, media
docena de ellos echan a correr a través de los campos de mijo, sollozando,
desconsolados y, claramente aterrorizados. Nos quedamos, en un primer momento,
de piedra, algo grave debe haber pasado para que de repente la fiesta se haya
convertido en drama.
Rápidamente llegan las explicaciones. Por una de las
esquinas del pueblo han comenzado a aparecer los danzantes con máscaras y los
niños, quienes deben de conocer de memoria decenas de leyendas aterradoras sobre
las mismas, han echado a correr
despavoridos. Lo mismito que hacíamos algunos de nosotros en el pueblo el día
de Carnaval, cuando aparecía el tío Sinforioso vestido de diablo, con cuernos y
todo, aunque nosotros nunca sospechamos que tras la máscara de yute se
escondiera el tío Sinforioso. Las máscaras se dan la vuelta, reentran en la
aldea y todo vuelve a su calma habitual. Aparentemente las máscaras no pueden
salir a bailar antes del atardecer, cuando el sol toca el horizonte, así que
para esperar la hora adecuada nos guían hasta un inmenso árbol en las cercanías
del pozo. Acomodan, en forma de círculo, unos bancos de madera que deben
guardar para las grandes ocasiones. Nos sentamos todos. Todos los hombres,
quiero decir. Ancianos por una lado, jóvenes por otro, los huéspedes en medio, las
mujeres y los niños detrás, de pié.
Comienzan los discursos de agradecimiento y requeteagradecimiento.
Primero tres o cuatro ancianos cuya responsabilidad exacta no conseguimos
discernir. Respuesta breve de Narcisse agradeciendo la cooperación de todos los
presentes. Llega el turno de la
representante de las señoras, que como en anteriores ocasiones, a pesar de que
es difícil percibir el tono real por las traducciones, parece terriblemente
enfadada cuando hablan. Pero no, es la forma que tienen, no deben de tener
muchas oportunidades, si alguna, para expresarse en público, así que aprovechan
la ocasión para reiterar el agradecimiento, para embalarse, acto seguido, entre
la reprobación de los hombres, en reivindicar otros asuntos completamente
ajenos al propósito de nuestra visita. Rápidamente se eleva un cuchicheo desde
los bancos de los hombres. Poco a poco se transforma de murmullo y en menos de
medio minuto uno de entre ellos, azuzado por el resto, se levanta y claramente,
no hace falta mucha traducción, la manda callar. Esto envalentona a la señora,
ataviada con un elegante tocado, y grita más alto. Al principio nos sentimos ligeramente
violentos, pero dado el contexto terminamos, quizá equivocadamente, por
echarnos a reír. Finalmente, todos se suman a nuestras risas, hasta la misma señora,
a quien apenas se podía oír, aunque no puede ocultar su aire ofendido.
Llegan los regalos. El inevitable cabrito blanco,
vamos por el tercero, que acabará sus días en la próxima vigilia navideña de
Cáritas. Esta vez el animalico viene acompañado de cincuenta kilos de
cacahuetes. Al menos, de estos podemos llevarnos un puñado en los bolsillos, el
resto lo repartirán entre los estudiantes internos de la escuela católica que
nos han ayudado a almacenar material deportivo y escolar que habíamos enviado
por contenedor. Como el sol todavía sigue relativamente alto, se resiste el
ocaso en pleno diciembre luminoso, nos sentamos. Para pasar el rato, entablamos
una conversación de lo más curiosa y dislocada que uno se pueda imaginar. Un
verdadero choque cultural en torno a la lingüística y la comprensión,
incomprensión, para ser exactos, de las metáforas locales y las hispanas.
Empezamos preguntando de dónde viene el nombre de
Orintouno. Debaten unos con otros durante unos minutos y cuando parece que se
han puesto de acuerdo, el anciano, erigido en portavoz, cuenta –a veces uno
tiene la impresión que las leyendas se las inventan sobre la marcha- que, por
resumirlo en pocas palabras, Orintouno quiere decir “por aquí pasaba y aquí me
quedé”. Resulta difícil traducir la literalidad de la expresión. La cual, por
otra parte, encaja perfectamente con muchos otros nombres de aldeas, los cuales
hacen referencia al paso de la vida nómada a la trashumante. ¿Hace dos lustros,
hace veinte centurias? Algunos afirman que ciertas etnias malienses tienen su
origen en la Mesopotamia bíblica, así que vaya ud. a saber.
Pasamos a un segundo tramo de conversación donde las
diferencias culturales se hacen más intrincadas. Nosotros sabemos vagamente
donde está Bamako, Bandiagara, Mali, aunque a cierra ojos no sepamos con que
países linda. Lo de África occidental, nos suena bastante, casi podemos señalarlo en el mapa sin dudar.
Y, por supuesto, África. ¿Alguien sabe donde está España? Ni idea, aunque los
jóvenes repiten de carrerilla unos cuantos jugadores del Madrid y Barcelona,
pero la situación geográfica les resulta ajena, marciana. Tras otro debate
entre ellos, de nuevo el portavoz: “Está muy lejos, es peligroso llegar, se
puede ganar mucho dinero, pero hay que ir en patera”. Touché. Nadie de los
presentes ha visto jamás el ancho y traicionero océano.
La conversación adquiere tintes filosóficos cuando
empezamos a explicarles un refrán, puesto que estamos debajo de uno: “Al que
buen árbol se arrima, buena sombra le cobija”. Primero al francés, lo que ya
entraña una cierta dificultad, eso que están al lado, al otro lado de los Pirineos, después al dogón,
con diversas precisiones y matices. Ya que el dogón de Abel Kassogué es casi
incomprensible para el de Monsieur Kené, el pocero. Cuanto más para los
orintouneses. Desde luego el sentido metafórico de la frase queda completamente
perdido, y el literal, por más explicaciones que demos sobre las ramas, el sol,
etc. también les resulta difícil atraparlo. El juego les ha gustado.
Contraatacan con un refrán suyo.
“Jiridon; sodon; jidon; yeredon nyogon tè”. Me gusta
el sonido de “Jiridon; sodon; jidon, yeredon nyogon”, aunque la literalidad de
las palabras no ayuda mucho. Tras unos diez minutos de balbuceos lingüísticos
llegamos a la, presunta, claro, conclusión de que se podría traducir por algo
como: “Escalar los árboles, saber nadar; cabalgar; está bien, pero nada es
comparable a conocerse a sí mismo”. ¡Pero que listos somos los occidentales! Si
esto ya lo afirmaban los viejos principios de filosofía griega hace más de dos
mil años. Claro que si los dogones tienen origen mesopotámico…
El sol, un círculo inmenso, anaranjado comienza a
siluetear el karité bajo el que nos cobijamos en la contraluz del atardecer y
recortarse sobre el horizonte. Nos quedamos con las ganas de que el anciano
comience a hablarnos de la sorprendente cosmogonía local. Ahora que nos hemos
iniciado en sus metáforas, quizá estemos preparados para entender las
misteriosas explicaciones dogones sobre la fiesta de Sigi y la luna de Sirius.
Pero los danzantes enmascarados salen ahora de Orintouno, encaramados a sus
zancos, uno se desvía del grupo para perseguir a los chavales. Por alguna
extraña razón, éstos ya no se echan a llorar, antes bien se burlan del
perseguidor. El sol se esconde, comienza la fiesta a la luz de su resplandor.
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