En el mismo pueblo de Barapireli, donde nos
hospedamos en la parroquia, la Fundación Polaris World financia el proyecto de
reforma y ampliación de la maternidad. Atravesamos el pueblo para visitar el
edificio. Según la información recibida por el Patronato hace unos meses, las
instalaciones están desvencijadas y el ministerio de Sanidad maliense pide una
serie de requisitos para seguir apoyando el centro de salud comunitario. Lo
primero no se puede decir que no sea cierto, la suciedad campea por todas
partes, de manera sobresaliente en el espacio, por llamarlo de alguna manera,
que hace de sala de consultas. El lavabo donde supuestamente los enfermeros
deberían asearse, la negrura de la porcelana es inquietante.
Comentamos entre nosotros que las reformas de la
estructura, ciertamente, son más que necesarias, aunque un poco de higiene
elemental, que sale casi gratis, acaso no vendría nada mal. En las paredes,
grandes carteles ilustrativos alertan sobre la necesidad de protegerse con
mosquiteras, contra la malaria, de usar preservativos, contra el SIDA y alguna
plaga más. Irónicamente, también hay uno donde, en formato comic, se detalla
como debe el personal lavarse las manos. Si han hecho tanto caso al resto de
carteles informativos como a éste, apañados estamos.
El resto de instalaciones notienen mucho mejor aspecto. En la maternidad, una pareja de nuevas madres, casi
adolescentes, están a medio recostar en el suelo de cemento. Contra las paredes
hay algún colchón, pero casi mejor así porque hace meses, sino años, que estuvieron
limpios por última vez. Construido en 1958, hace más de medio siglo, necesita
todo lo que han pedido a la Fundación: renovación de la sala de espera, reforma
completa del dispensario: pintura, electricidad, sanitarios, techo, puertas y
ventanas, ampliación de la maternidad, de todos los techos; en el espacio que
hace de farmacia: aislamiento del techo, toldo de protección contra las
inclemencias del sol, reconstrucción de la fosa séptica y adecentamiento de la
cisterna de agua.
El presupuesto solicitado –de
lejos parecía una barbaridad, pero visto de cerca no tanto- se acerca a los
30.000 euros. Por unos euros más, acaso saldría más económico y práctico
rehacer las instalaciones desde los mismos cimientos. Finalmente, se llegó a una solución de compromiso. Los trabajos,
para los que la Fundación aportará 12.835 euros, han comenzado. En un lateral
de la maternidad actual, se han excavado las zanjas para poner los cimientos de
la ampliación. Aún con los escasos medios de que dispone y pese a su estado,
manifiestamente mejorable, el Centro de Salud ofrece servicio a una población
que se extiende sobre 8.500
kilómetros cuadrados. Más o menos como la provincia de
Almería.
Al terminar la visita,
asistimos a la partida de una de las madres jóvenes. Habita a unos 15 kilómetros . La
abuela, orgullosa, nos muestra al nieto blanquecino, tardarán unos días en
volverse negros, si se me permite la expresión, envuelto en una especie de
esterilla de colores. La jovencísima mamá, como mucho tendrá 16 o 17 años, se
acomoda en un lateral de la carreta, dejando las piernas colgadas hacia el
exterior. El hermano, o quizá sea el marido, no mucho mayor que ella, ha
aparejado el asno con parsimonia, para guiarlo por una de las sendas de arena
que salen del pueblo. La madre, ha dado a luz apenas unas seis horas antes, ya
vuelve al hogar donde, con toda certeza, las condiciones higiénicas serán, y ya
es decir, mucho peores que en el dispensario-maternidad. No es, pues,
sorprendente que la tasa de mortalidad infantil en el país se sitúe en torno a
105 fallecidos por cada 1.000 nacimientos. La mayoría en los primeros días de
vida o en el parto. Un par de kilómetros más adelante, mientras nos dirigimos
hacia el acantilado de Bandiagara les adelantamos. Han buscado el cobijo de la
sombra de un tamarindo. La abuela sigue con el bebé en brazos, la madre, la
mirada perdida en algún punto de la llanura arenosa escucha, sin prestar mucha
atención, la conversación del marido, o quizá sea su hermano, en idéntica
postura que cuando la vimos abandonar Barapireli. Inmóvil, sobre un lateral de
la carreta.
Nombori, hacia donde nos
dirigimos, está colgado, en parte, de la pared del espectacular acantilado de
Bandiagara. Esto ha convertido a la aldea en uno de los centros turísticos de
la zona. Eso que llegar no resulta fácil. Nosotros venimos de la llanura con lo
que el rompecabezas de caminos entrecruzados es abrumador. Incluso Abel, que
durante años ha oficiado de párroco por estas latitudes, no las tiene todas
consigo. Así que hemos recurrido a la ayuda de un motorista, profundo conocedor,
aparentemente, de la región. Montado en un velocípedo chino se las apaña, mal
que bien, para mantener el equilibrio. La rueda trasera patina constantemente
en cuanto gestiona la mínima curva de arena y aún en las rectas. Un par de
veces se le sale la cadena. A la tercera,
le montamos la motocicleta en la caja del todo terreno. Con el aire
acondicionado a tope, llevamos las
ventanillas cerradas, así que cuando llega la siguiente encrucijada aporrea el
techo de la cabina y Omar, el conductor, por el retrovisor observa al guía
guiado que hace señas para girar hacia la izquierda, la derecha o seguir de
frente.
Poco a poco, la pared rocosa
del acantilado se vuelve imponente, flotando en la bruma del horizonte,
levemente desdibujados sus contornos, un espejismo vertical de tonos rojizos.
Infranqueable, tras las dunas de arena que tenemos delante de nosotros. El
acantilado, en algunos puntos tiene hasta 300 metros de altura, se
eleva sobre la llanura, sus paredes verticales bajo el sol abrasador, van
perfilando sus agrietados contornos que, poco a poco, a medida que nos
acercamos, como una cámara fotográfica que enfoca la distancia, ofrecen la
perspectiva de la aldea de Nombori y sus casas, colgadas, parcialmente, de la
pared rocosa.
Dejamos los vehículos en la
parte alta de las dunas, por temor de que si las bajamos con ellos, nos
resultará imposible remontar el camino, una cuesta, no excesivamente larga,
pero imposible de transitar pendiente arriba. La distancia hasta Nombori, de un
par de kilómetros, resulta cómoda, pese al asfixiante calor. Veremos a la
vuelta. Tenemos en Nombori un proyecto de dispensario, liderado por nuestros
entusiastas amigos catalanes de la Associació Catalana d’Ajuda al Sahel. Un
buen ejemplo de cómo con buena voluntad y pese a los escasos recursos, si se
quiere ayudar en África, resulta posible. No importa la cantidad, sino la
calidad y las intenciones. Sin alharacas, caravanas mediáticas o grandes
aspavientos. Ellos han trabajado en la zona y, aquí mismo, en la escuela del
pueblo han montado, nada más y nada menos, que una biblioteca infantil.
Modesta, pero biblioteca al fin y al cabo. Un lujo necesario para los chavales
de la escuela.
Nuestro propósito es
analizar la situación porque las informaciones recibidas, sea a través de Ajuda
al Sahel, sea a través de Abel Kassogué, nuestro corresponsal, son ligeramente
confusas, sino contradictorias. Especialmente, y esto para la Fundación resulta
imprescindible, la ayuda financiera se condiciona a la colaboración de los
aldeanos, sea en especies, sea con modestas cantidades, a fin de que la
Fundación Polaris se implique de lleno. La colaboración con Ajuda al Sahel se
ha concertado al 50%, ellos pondrán unos 20.000 euros y la Fundación una
cantidad similar. Este procedimiento de cofinanciación es habitual en la
Fundación Polaris World y se ha seguido en ocasiones precedentes con otras
ONG’s como Manos Unidas y Jóvenes y Desarrollo.
Nos reunimos con un grupo de
notables en uno de los hotelitos para turistas, cuando el pueblo se estira en
pendiente buscando el cobijo del acantilado. Imágenes inconfundibles de guías
de turismo y documentales en la hora de la siesta con los graneros, las casas
de piedra, la “toguna”, bajo la que se reúnen a discutir los lugareños; aunque
dada la difícil situación política no nos cruzamos ni con uno sólo. Nuestro
interlocutor principal es un joven, entrado en la treintena, cuyo padre es el
anciano del pueblo, el cual con 101 años no ha podido acudir a la cita. A la
sombra de un cobertizo de ramas, en una terraza a media altura, por encima de
las casas, intentamos, una botellita de cerveza Castle en la mano, descifrar lo
que se nos explica, lo que no se nos explica, lo que se podría habernos
explicado y lo que no se nos explicará.
En todo caso, la
conversación resulta cordial, aunque la actitud del hijo del anciano resulta
ligeramente chocante, por alguna razón, ¿quizá la contaminación del turismo? rezuma
un aire pretendidamente presumido, lindando con la chulería, con su tono de
parla, con su polo rojo impoluto y su reloj de marca. No desentonaría en una esquina
de los Campos Elíseos o en una gran avenida de Nueva York. ¡Y eso que estamos,
como quien dice, en el fin del mundo!. Narcisse, el Presidente, que no suele
tener pelos en la lengua, deja meridianamente claro, al “heredero” como al
resto de dignatarios, que si no hay solidaridad en el mismo pueblo, difícilmente
puede resultar eficaz la que venga de fuera.
No se puede decir que hablar
en dogón, traducir al francés, vuelta del revés, más alguna palabra en inglés y
los adornos en catalán que pone Ramonet para animar la situación (¡Esto se va
al carajo!, o como se diga en la lengua de Josep Pla,) resulte fácil comprender
adecuadamente el transfondo de la situación. Al final creemos haber entendido,
que el entramado que, presuntamente, mina las excelentes intenciones de
nuestros amigos de Ajuda al Sahel se ha forjado en algún tipo de disputa local
por un quítame unos turistas. Aparentemente, una parte del pueblo está
enfrentada a la otra, posiblemente, por rencillas económicas muy recientes o ranciamente
seculares. A un servidor, que es de pueblo de toda la vida, esto le suena más
de lo justo y necesario (“Tu bisabuelo movió el mojón de sitio en la tierra que
linda a la mía”, por ejemplo).
Manifestadas nuestras
condiciones con nitidez, creyendo haberles persuadido de que podemos y queremos
echar una mano en la construcción del dispensario, a poco que pongan de su
parte, retomamos la cuesta de las dunas. Pasamos por delante de unos locales,
construidos por una ONG alemana, muy sencillos, originalmente destinados a consultorio médico.
Desgraciadamente, esto incrementa nuestra desconfianza ante la situación, ahora
hacen las funciones de almacén para materiales de construcción. Concluimos que
lo mejor será, a nuestra vuelta, ponernos en contacto con nuestros amigos de
Molins de Rei e intentar, entre todos, despejar las dudas que puedan existir en
el proyecto antes de que empiece la construcción del mismo. Atesoramos una
modesta experiencia en la zona y, no deja de ser sorprendente, quizás en otras
aldeas no nos hayamos enterado, el hecho de que una comunidad tan pequeña,
relativamente aislada y que ha tenido la fortuna de que alguien venga a echar
una mano se muestre tan desunida.
Subimos renqueantes las
dunas. El calor, aunque fuerte, es seco, lo cual, de alguna forma, permite que,
bien que con lentitud, avancemos sobre la arena, intentando buscar las zonas
firmes, la arena aplastada en las rodadas marcadas por las carretas. Nos
cruzamos con un par de ellas, bien cargadas, hasta los topes de mijo
geométricamente alineado. Y por fin, alcanzamos las dos camionetas. El
presidente de la Fundación, Narcisse, acusando el esfuerzo del debate previo y
el peso del calor a esta hora de la jornada, hace las funciones de coche
escoba. Helléne et Isabelle le escoltan. De fondo, una vez más, el imponente
acantilado empieza a difuminarse en la distancia. Misión cumplida. Arrancamos
los coches. El Mitsubishi Pajero de Abel comienza a escarbar con sus ruedastraseras en la arena, se hunden casi hasta el eje. Menos mal que el Toyota ha
salido sin dificultades. Con una soga de circunstancias lo atamos al Mitsubishi.
Metemos ramas de arbustos debajo de las ruedas, quitamos tanta arena como
podemos con las manos. Al primer intento, crac, la soga que nos iba a salvar se
rompe.
Mediodía ideal para llamar a
una grúa. Narcisse, gran especialista en vehículos y reparaciones varias le da
un subidón de adrenalina, hace un minuto exhausto, al siguiente, ni corto ni
perezoso se mete debajo del Toyota, los sesenta años largos –y quizá los años
de escuela en la Fiat de Turín- dan experiencia para saber como se desatasca
una camioneta en medio del Sahara. Si se vuelve a romper la soga por la mitad,
no tenemos otra, ya podemos empezar a cavilar si es preferible esperar a que
llegue la tarde y baje el calor o requisar todos los asnos en cincuenta
kilómetros a la redonda. A la una, a las dos, a las tres. Brummmm y crac, la
soga se vuelve a romper, pero en el último momento, las ruedas han debido de
coger algo de firme y el vehículo, mal que bien, ha salido del atolladero.
Salvados por la campana. Nombori desaparece tras las dunas. El acantilado se
queda flotando sobre ellas. Más caminos enrevesados para el regreso a
Bandiagara. Pero ya, afortunadamente, sin arena.
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