Suele ser la pesadilla recurrente en muchos organismos y
entidades de cooperación al desarrollo. Uno pone todas las condiciones
necesarias, cumple con todos los requisitos razonablemente eficaces para que el
dinero empleado en un proyecto resulte fructífero. Después de todo, muchos socios,
simpatizantes y amigos han colaborado para que el proyecto cumpla con los
objetivos para los que fue diseñado: que del pozo surja agua, que a la
maternidad acudan las parturientas, que a la escuela elemental no falten los
alumnos. Todo comienza a las mil maravillas, pese a los miles de kilómetros de
distancia, las dificultades en las comunicaciones, las decenas de imprevistos previstos,
los ajustes con el material o el presupuesto. Y como por milagro, o arte de
magia, todo funciona correctamente. A las mil maravillas. Sin embargo, a los
pocos meses, apagado el ardor de los inicios, la obra no se cuida, el
mantenimiento es inexistente, no existen recursos locales para consolidarlo… en
fin, la pesadilla de que todo el trabajo y el empeño no ha servido para nada. Un
espejismo. Si el proyecto no tiene continuidad, o como está de moda decir
ahora, no es sostenible, la reflexión final es: ¿no hubiera sido mejor no
haberlo hecho?
La Fundación, que comenzó su andadura en 2004, va a cumplir
por tanto dos lustros de existencia, ha ejecutado más de 100 proyectos en 26
países de África. Hacer un seguimiento de todos y cada una de las obras
realizadas, con la escasez de recursos actuales, resulta absolutamente
imposible. Sin embargo, de vez en cuando nos llegan noticias de agradecimiento
sobre proyectos de los años precedentes e imágenes vía “smartphone” –a falta de
algo mejor la cobertura 3G en Malí es envidiable- que las ilustran, lo que
sirve para responder a la pregunta anterior, además con un gran signo de
exclamación: ¡Menos mal que se hizo el proyecto!
Este es el caso de Tabitongo, o sea, “El pueblo que está en
la ladera”. La toponimia es literal como pudieron comprobar los miembros de la
Fundación Polaris que en el 2009 se acercaron, por una pista infame e inolvidable
a esta aldea del país dogón, noreste de Mali, en la vecindad de la frontera con
Burkina Faso. A partir de aquella visita se inició el proyecto con una ceremonia ecuménica presidida por nuestro buen e infatigable amigo Abel : a medias católica, a medias animista y con siendo la
mayoría de los feligreses musulmanes. Unos meses más tarde fue inaugurado, con
un señor corte de cinta blanca, nuestro monsignore particular, Kizito, se
vistió con las mejores galas sacerdotales, la ocasión lo merecía. De nuevo otra
ceremonia ecuménica y una interminable hilera de discursos donde la audaz
presidenta de la Asociación de Mujeres local largó un rapapolvo, también
inolvidable, a todos los lugareños (hombres) por su escaso compromiso para
mejorar la vida de la aldea. Aparte de la charca, el pueblo disponía de dos toscos
aljibes para recoger el agua de la lluvia, como se aprecia en algunas imágenes,
absolutamente insuficientes.
En una visita posterior, en 2011, durante una visita de
socios de la Fundación se pudo observar como el pozo, a estas alturas había
sido bautizado como el Pozo del Señor de los Milagros era, en sentido
metafórico y real, la fuente de vida de la aldea y los alrededores. En otra
entrada ya se ha contado la bonita historia, notablemente rocambolesca o
providencial, como se prefiera, de la denominación del Señor de los Milagros
(¡Larga vida al Señor Agustín¡)
El caso es que a la abundante colección de imágenes con las
que se puede seguir la obra, y posterior inauguración, nos acaba de llegar una colección nueva que ilustra la continuidad y el uso que, afortunadamente, está
teniendo el pozo. Es cierto, que el letrero ha sobrevido mal que bien a las
inclemencias del tiempo. Como fue uno de los primeros pozos construidos en la
zona, por desconocimiento, no se le dotó, como se ha hecho posteriormente de un
pequeño abrevadero, para recoger el excedente de agua y usarlo para los
animales. Por lo demás, da gusto ver a las señoras y los niños con sus modestos
receptáculos de cuero y calderos de ocasión repletos del líquido y preciado
elemento.
Aunque las apariencias
engañan. Las imágenes están tomadas a principios del otoño, principios de
octubre, recién terminada la época de las lluvias: todo es verdor y parece que
hasta los tocones muertos han resucitado. Lo cierto es que a partir de febrero
–hasta junio no retornan las lluvias- la aldea y alrededores se convertirán en
un genuino desierto. Al menos las madres y los niños ya no tienen que ir a
excavar en la arena de la rambla, donde se almacenaba el agua de la lluvia,
para extraer una extraña mezcla de ¿agua? y lodo con la que, sin muchos
miramientos, cocinaban y bebían, tal era la necesidad. Algo que no es necesario
desde que el Señor de los Milagros llegó a la aldea, un 30 de junio de 2010.