sábado, 26 de octubre de 2013

¿QUÉ FUE DE AQUEL POZO QUE SE EXCAVÓ EN EL PUEBLO DE…CÓMO SE LLAMABA?

Suele ser la pesadilla recurrente en muchos organismos y entidades de cooperación al desarrollo. Uno pone todas las condiciones necesarias, cumple con todos los requisitos razonablemente eficaces para que el dinero empleado en un proyecto resulte fructífero. Después de todo, muchos socios, simpatizantes y amigos han colaborado para que el proyecto cumpla con los objetivos para los que fue diseñado: que del pozo surja agua, que a la maternidad acudan las parturientas, que a la escuela elemental no falten los alumnos. Todo comienza a las mil maravillas, pese a los miles de kilómetros de distancia, las dificultades en las comunicaciones, las decenas de imprevistos previstos, los ajustes con el material o el presupuesto. Y como por milagro, o arte de magia, todo funciona correctamente. A las mil maravillas. Sin embargo, a los pocos meses, apagado el ardor de los inicios, la obra no se cuida, el mantenimiento es inexistente, no existen recursos locales para consolidarlo… en fin, la pesadilla de que todo el trabajo y el empeño no ha servido para nada. Un espejismo. Si el proyecto no tiene continuidad, o como está de moda decir ahora, no es sostenible, la reflexión final es: ¿no hubiera sido mejor no haberlo hecho?

La Fundación, que comenzó su andadura en 2004, va a cumplir por tanto dos lustros de existencia, ha ejecutado más de 100 proyectos en 26 países de África. Hacer un seguimiento de todos y cada una de las obras realizadas, con la escasez de recursos actuales, resulta absolutamente imposible. Sin embargo, de vez en cuando nos llegan noticias de agradecimiento sobre proyectos de los años precedentes e imágenes vía “smartphone” –a falta de algo mejor la cobertura 3G en Malí es envidiable- que las ilustran, lo que sirve para responder a la pregunta anterior, además con un gran signo de exclamación: ¡Menos mal que se hizo el proyecto!

Este es el caso de Tabitongo, o sea, “El pueblo que está en la ladera”. La toponimia es literal como pudieron comprobar los miembros de la Fundación Polaris que en el 2009 se acercaron, por una pista infame e inolvidable a esta aldea del país dogón, noreste de Mali, en la vecindad de la frontera con Burkina Faso. A partir de aquella visita se inició el proyecto con una ceremonia ecuménica presidida por nuestro buen e infatigable amigo Abel : a medias católica, a medias animista y con siendo la mayoría de los feligreses musulmanes. Unos meses más tarde fue inaugurado, con un señor corte de cinta blanca, nuestro monsignore particular, Kizito, se vistió con las mejores galas sacerdotales, la ocasión lo merecía. De nuevo otra ceremonia ecuménica y una interminable hilera de discursos donde la audaz presidenta de la Asociación de Mujeres local largó un rapapolvo, también inolvidable, a todos los lugareños (hombres) por su escaso compromiso para mejorar la vida de la aldea. Aparte de la charca, el pueblo disponía de dos toscos aljibes para recoger el agua de la lluvia, como se aprecia en algunas imágenes, absolutamente insuficientes.

En una visita posterior, en 2011, durante una visita de socios de la Fundación se pudo observar como el pozo, a estas alturas había sido bautizado como el Pozo del Señor de los Milagros era, en sentido metafórico y real, la fuente de vida de la aldea y los alrededores. En otra entrada ya se ha contado la bonita historia, notablemente rocambolesca o providencial, como se prefiera, de la denominación del Señor de los Milagros (¡Larga vida al Señor Agustín¡)

El caso es que a la abundante colección de imágenes con las que se puede seguir la obra, y posterior inauguración, nos acaba de llegar una colección nueva que ilustra la continuidad y el uso que, afortunadamente, está teniendo el pozo. Es cierto, que el letrero ha sobrevido mal que bien a las inclemencias del tiempo. Como fue uno de los primeros pozos construidos en la zona, por desconocimiento, no se le dotó, como se ha hecho posteriormente de un pequeño abrevadero, para recoger el excedente de agua y usarlo para los animales. Por lo demás, da gusto ver a las señoras y los niños con sus modestos receptáculos de cuero y calderos de ocasión repletos del líquido y preciado elemento.


Aunque  las apariencias engañan. Las imágenes están tomadas a principios del otoño, principios de octubre, recién terminada la época de las lluvias: todo es verdor y parece que hasta los tocones muertos han resucitado. Lo cierto es que a partir de febrero –hasta junio no retornan las lluvias- la aldea y alrededores se convertirán en un genuino desierto. Al menos las madres y los niños ya no tienen que ir a excavar en la arena de la rambla, donde se almacenaba el agua de la lluvia, para extraer una extraña mezcla de ¿agua? y lodo con la que, sin muchos miramientos, cocinaban y bebían, tal era la necesidad. Algo que no es necesario desde que el Señor de los Milagros llegó a la aldea, un 30 de junio de 2010.

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