lunes, 22 de marzo de 2010

EN LA POBREZA:GOZO Y ESPERANZA EN MALI


Todo el país parece vivir de forma permanente en la calle, las carreteras, los caminos y los mercados. Incluso llegando a Bamako, desde el aeropuerto, en las horas intempestivas de la madrugada, la ciudad, aunque ralentizada, nunca se vacía por completo, así que el caos que se crea hacia las nueve de la mañana para atravesar los puentes sobre el majestuoso Níger es indescriptible. Camiones sobrecargados, bicicletas que amontonan en sus equipajes gallinas, verduras o tejidos. Y las mujeres, siempre las mujeres, con la cabeza en permanente equilibrio para transportar haces de leña, palanganas con huevos, bandejas con frutas exóticas, plátanos o vacías, cuando vuelven del mercado. Omar, nuestro austero conductor musulmán, zigzaguea por entre los poblados en los que parece que siempre se celebra mercado, acelera en las rectas interminables que bordean la reseca sabana. Primer destino, a 400 kilómetros interminables, Segou, donde a orillas del Níger hacemos parada y fonda, a la vez que aprovechamos para entregar medicamentos a la hermana María Ángeles destinados a la escuela de enfermería que gestiona en la segunda población más grande del país.


En Markala, atravesando el río por la cresta de una presa, 25 kilómetros al este, el alcalde nos presenta orgulloso el terreno, los cuatro mojones bien incrustados en la arena, donde solicita que la Fundación financie unas instalaciones sanitarias ya que los 15.000 habitantes no disponen sino de una enfermería, dependiente de la azucarera local, calificada por las propias autoridades de “infame”. La primera impresión es que, por terreno disponible no será, los planes son grandiosos y el sentido común aconseja comenzar por un edificio mucho más sencillo, con posibilidades de ampliación. De vuelta, hacemos un alto en el camino para que un agricultor nos explique las modalidades para plantar, a partir de las semillas, las elegantes palmeras que puntean los senderos, dignas compañeras de los asombrosos baobabS. Aprovechamos para visitar otro posible proyecto, tradicional en la construcción de un pozo, pero novedoso porque permitiría la instalación comunitaria de 30 viudas con sus hijos.


El jueves, ya en Bandiagara, corazón del extraordinario país dogón –una etnia que conserva sus tradiciones ancestrales con uñas y dientes- advertimos con agrado que la residencia para jóvenes de la sabana está lista, a falta de algunos toques para recibir el próximo curso a las primeras pupilas. La colombiana madre Clara, de la Congregación de las Angelinas, nos explica, con merecido orgullo, cómo se ha ejecutado la obra durante los últimos meses. Nos hacemos una foto con todos los operarios, en la veranda de acceso a una de las clases financiadas por la Fundación. A través de pleno país dogón, con la valiosa compañía del Abbé Kizito Toho, cura local, por caminos de arena, con el poético nombre de “Ruta del Pescado” (la pista que, supuestamente, atraviesan los camiones para acarrear el pescado desde Mopti hacia el interior) llegamos a Satem, a corta distancia de la frontera de Burkina Faso. Revisitamos el pozo inaugurado el año pasado, que sigue funcionando perfectamente. Incluso han añadido unos pedales, que manejados por dos mozalbetes, hacen surgir el agua desde 60 metros más abajo. A los niños de la escuela van destinados las mochilas, con sacapuntas, lapicero, donadas por una empresa cartagenera.


De vuelta a Bandiagara, nos detenemos en Pel, donde el año pasado, horrorizados de ver un bebé tirado por el suelo de cemento, ligeramente fresco, para que le bajara la fiebre de la malaria, se había propuesto al Patronato asignar una modesta cantidad para reformar todos los locales. Obra cumplida. Las cuatro cajas de medicamentos que aprovechamos para entregar en la farmacia, con los estantes vacíos, seguro que son un buen complemento para las paredes repintadas, las ventanas rehechas y el notable adecentamiento registrado en la maternidad.


El viernes es la gran fiesta en Tabitongo, a unos 30 km. de Bandiagara, al que se llega por una pista rocosa. Se inaugura el pozo del “Señor de los Milagros” y la maternidad. Hacia mediodía, desde un par de kilómetros de distancia percibimos que toda la población nos espera a la entrada del pueblo. Las mujeres, vestidas con sus mejores galas, cantan y bailan al ritmo de instrumentos étnicos: la sonoridad de las cuentas de conchas golpeando las calabazas huecas se mezcla con cánticos y los gritos rítmicos de los escolares uniformados como equipo de fútbol, incansables durante toda la procesión de llegada hasta las primeras casas de la aldea (Tabitongo significa en dogón “el pueblo que está en la ladera”). Por alguna extraña razón de lenguaje o comprensión se desgañitan con “World Polaris, World Polaris”, aliterando los vocablos.


Seguimos las costumbres del lugar. La primera visita, mientras los cánticos continúan en torno a dos santones de madera, clara representación de la fertilidad tan deseada en estas tierras, es para el dogón (jefe espiritual del pueblo, que vive aislado en su casa de adobe, rodeado de objetos animistas), el recorrido por el poblado pasa por el varón más anciano, la casa del alcalde, el catequista, la iglesia. Ya bajo un árbol, que hace las veces de centro de la plaza inexistente, estamos en pleno descampado con temperaturas por encima de los 40º, comienzan los discursos oficiales. Hasta 10 personas se suceden en las alocuciones. Desde el subgobernador provincial hasta la presidenta de la asociación local de mujeres. Algo, por lo demás, novedoso. El presidente de la Fundación, esta es su vigésima visita a África, dice no haber visto con anterioridad acontecimiento similar.


Tras el banquete, ofrecido en un aula escolar, -¿de dónde habrán sacado las cervezas frías, puesto que no hay electricidad en 30 kilómetros a la redonda?- la fiesta renace, esta vez con las populares danzas enmascaradas de los dogones, de nuevo otra glorificación de la fertilidad, que se prolongan hasta la caída del sol. Sólo nos queda atornillar la placa donde se manifiesta que la obra ha sido financiada por la contribución de decenas de socios y amigos de la Fundación Polaris. La despedida viene acompañada por el griterío de decenas de niños corriendo tras nuestro vehículo.

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